Once

—Me parece que tengo una colega especializado en lo que buscas. Se llama Julieta, y es bastante buena en lo que hace.

—Muchísimas gracias, Edmond. En verdad que sí.

—Claro, aunque lo único malo es que vive por el campo, ¿Es eso un problema?

—No, no, qué va. Es perfecto. Me da excusa para salir de la ciudad.

—Entonces deja te escribo su número para que acorden un momento para verse y hablar.

Salí de su casa, con el maletero en las manos, apretando el trozo de papel contra mi pecho. Podía oír el lento latido de mi corazón, la forma en que se tomaba su tiempo para asentarse una y otra vez. Mis dos manos temblaban, pero ligeramente. Lo más notable era el rubor de mis mejillas, del mismo color que mi largo cabello. Tenía lo que había venido a buscar, debería estar aliviada pero no lo estaba. Porque era ir a la parte rural del país y tratar de encontrar respuestas.

—Ten una buena noche —Me dijo Berta, yo les sonrío.

El frío molestaba mi piel, pinchaba por así decirlo; eso no quitaba la ola de energía que se asomaba por mi cuerpo, queriendo hacerme recordar todo lo que había pasado. Estaba animada, se notaba en mi voz al pronunciar:

—Gracias por tenerme.

Intercambiamos más palabras, y eso fue todo. A mi lado, los pasos fantasmas de Madhur con los míos sonaron contra el pavimento antes de que cayera la noche. No había pronunciado ni una palabra, el silencio me hizo preguntarme qué podía haberle hecho callar tanto. Me guardé el papel en el bolsillo del chaleco y lo miré a la vez que caminábamos hacia la parada del autobús.

—¿Esta todo bien? —pregunté en susurros, consciente de que no éramos los únicos que esperaban a que llegara el transporte.

Nada. Poco me gustaba su aspecto, hacía que el hecho de que fuera una memoria fuera mucho más real. Como si fuera una mera marioneta que no pudiera existir sin la necesidad de algo más, de alguien más, sus ojos parecían apagados. De repente, llegó el autobús, pagué y me senté junto a una ventanilla. Él se quedó de pie a mi lado, sin sentarse, ni siquiera presente.

Su ausencia duró hasta el día siguiente, cuando pagué el billete de tren al campo, que sólo duraría unas horas. Mientras entrábamos y nos sentábamos en las cabinas, sentí que el viaje en tren me mecía suavemente, viendo atisbos de retratos de vidas que nunca veré de cerca en esta vida.

Sentado a mi lado, Madhur finalmente habló, sólo que esta vez fue él mismo. Me sentí aliviada entonces, porque pude ver el brillo en sus movimientos, la sonrisa en sus ojos y la suavidad de su voz al pronunciar mi nombre como si hacerlo fuera un tesoro que había que proteger, como si no hubiera estado en trance durante horas. Sabía que las memorias que pasan mucho tiempo fuera del mundo se perdían, y temía que Madhur se dirigiera en esa dirección antes de lo que esperaba.

Un rato después, bajamos del tren y buscamos a la compañera de Julieta, que se esperaba que apareciera en cualquier momento. Ambas mujeres eran investigadoras retiradas que casualmente vivían juntas, y tenían una pequeña granja cerca de la estación con, por lo que me contaba en la llamada, varias vacas y gallinas. Vimos su coche en cuestión de minutos, largo y parecía un modelo nuevo, rojo de color y en gran estado. La charla que mantuvimos Franchesca y yo en su vehículo fue bastante agradable, parecía alguien alegre que estaba más que dispuesta de hablar de sí misma hacia una completa desconocida. Ella llevaba su cabello negro recogido en un moño desordenado, y unas botas que parecían un poco sucias, quizá de trabajar entre la tierra y el lodo.

A medida que nos acercábamos a nuestro destino, la casa de madera brotó en la colina entre la hierba y las flores del prado y, a mis ojos, parecía un hogar como ningún otro. 

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