Capítulo 27. «Las pistas en lo más mundano»

Adaliah sabía muchas cosas. Desde su nacimiento hasta el día de su madurez todo lo que había hecho tenía un propósito, un porque. Había sido educada por los mejores eruditos de su reino, entrenada en todas y cada una de las artes de guerra, pelea física, o resistencia. Su cuerpo era una máquina bien engrasada, su mente un complejo sistema de memorias que se había entrenado a sí misma para utilizar sin demora.

Era la heredera. Sus hermanas habían sido bien educadas, más no tanto como ella. El peso del poder, del reino, de la gente viviendo en él, todo recaía en ella.

Pocas cosas le habían enseñado tan bien como el poder que la Luna ejercía en ella, y lo útil que era. La magia, -después definiría ella, y no la Luna-, le daba muchas facilidades, como resistencia al clima, fuerza sin igual y casi nula posibilidad de enfermarse.

Tenía riqueza poder, magia, y talento. Todos sabían que era buena en cada cosa que hacía, y no era solo porque fuera una llamada por la Luna. Todas en su familia eran talentosas, hasta Piperina con todo y la rebeldía que no paraba de mostrar ante los demás.

Perder todo esto, entonces, significó una brusca y apabullante desventaja para los tres semidioses, que estaban acostumbrados a vivir con aquellos cuerpos tan fuertes.

Skrain no había tenido la vida tan arreglada como Adaliah. De hecho, también pasó mucho tiempo evitando usar sus habilidades debido a lo mucho que les temía. Sin embargo, ya había comenzado a acostumbrarse a ser un dios. Estaba en muchas partes a la vez, tenía un control de sí mismo nato y divino. Ya no le tenía miedo a su ser, y usaba su fuerza útil e intrínsecamente.

Los gritos y el barullo silenciaron los pensamientos de nuestros tres héroes. Dejaron, entonces, de asimilar su nuevo estado, pasando a observar al excitado público que los estaba observando. Se encontraban en el medio de una gran arena, un amplio coliseo que, lleno de miles y miles de sujetos, todos dioses, al parecer, encontraba un solo punto casi vacío, el puesto del dios más poderoso.

Seth. Con sus ojos mortales, ya no inhumanos, Piperina apenas pudo reconocer su cabello gris en la lejanía, siendo pista principal el aura tan espeluznante y divina que lo rodeaban, y que se apreciaba aún más desde la mortalidad.

—No está rodeado de un séquito o semejantes —observó Skrain con el ceño fruncido, intentando, por lo tanto, enfocar su mirada—. Solo nos observa.

—¡Bienvenidos, sean todos bienvenidos a una emisión más de su programa favorito, la lucha de los mortales! —gritó un extraño diosesillo con más apariencia de bebé que otra cosa. Tenía pequeñas alas blancas, una especie de corona brillante y un túnica pequeña, blanca, muy clásica. Una proyección suya apareció en la parte más alta del público, a modo de acercamiento, a pesar de que las masas que observaban eran, claramente, inmortales—. El día de hoy tenemos a tres candidatos a diosesillos que demostrarán si son realmente tan capaces como dicen ser. ¡Las luchas nos alimentan, es cierto, y todos hemos pasado por esto alguna vez!

Las risas resonaron en el público. Todos, menos Seth, se divertían, y las proyecciones se encargaron de enfatizarlo. Él simplemente hizo un gesto con la mano, y trompetas, miles, de un lugar que no alcanzaban a ver, retumbaron, anunciando el principio de la contienda.

Adaliah había luchado contra un enorme monstruo de tres cabezas submarino, Skrain abierto las puertas de la muerte, combatido con miles y miles de elfos oscuros, y Piperina lo mismo, un poder inconmensurable que ahora estaba lejos. Entonces, combatir contra una simple manada de leones debió haber sido fácil, facilísimo, para aquel grupo antes. Pero el antes no existía, y solo quedaba para ellos usar la mente, la estrategia, y su débil cuerpo mortal para defenderse.

Eran seis leones, cuatro hembras y dos machos. Sanos, comunes.

—En producciones Imporio ningún alma viviente aparte de los pobres diosesillos expuestos hoy en día ha sido explotado o dañado. Todo esto es una inteligente proyección que satisface a nuestro sádico sindicato de dioses en funciones. ¡Disfruten!

Aquella exhibición no paraba de ser más y más ridícula e inentendible. Adaliah tenía a una pareja de leonas corriendo hacia ella, y las armas, sádicamente, habían sido puestas atrás de los mismos. La arena era amplia, pero apenas si lograría avanzar antes de que la alcanzaran. Por su parte, Skrain, inteligente y bravíamente, corrió directamente hacia una pareja de leones enfurecidos. De alguna manera logró saltarlos, y de otra, aún más increíble, tuvo la suficiente fuerza como para lanzar dos lanzas que alcanzó hacia Adaliah y Piperina, que se doblaron al sentir el peso de semejantes artefactos.

Ambas eran buenas luchando, más se trataba de dos felinos grandes y poderosos, y sus dientes y garras se fueron hacia ellas antes de que pudieran esquivarlos apropiadamente. Skrain alcanzó un arco y comenzó a disparar, más su vista y su puntería ya no eran tan buenos. Erró varias veces, le dió a los dos leones que enfrentaba en lo que pareció una eternidad de tiempo. Por su parte, Adaliah, más que atacar, corría y se defendía como loca, con Piperina pisándole los talones. Entonces, otra leona cayó, debilitada por al menos tres flechas de Skrain, una en la pata, otra en el ojo, y la última en su espalda.

Piperina estaba furiosa. No quería luchar. Tenía muchas cosas que hacer en casa, donde la necesitaba su reino y planeta, más ahí estaba, mortal, casi perdiendo, sino fuera por sus años y años de entrenamiento en lucha y defensa. Una de las leonas, la más grande, se fue encima de ella directamente, las garras firmemente agarradas en su pobre y demasiado gastada lanza. La otra, distraída por Adaliah, dejó lo que hacía, procediendo a ir directamente encima de ella.

La arena era rectangular, de manera que, acorralada, Piperinaya no podía con las garras de las fieras. Skrain corrió hacia ella, tomando dos armas más, lo poco que quedaba del montón de cosas. Un martillo y un hacha, su última esperanza.

Piperina gritó, un alarido de dolor a sentir las garras de la leona rasgar sus piernas. Estaba exhausta. Ya había corrido, rasgado, golpeado tanto como aquel cuerpo era capaz. Por un momento, deseó dejarlo todo, abandonar su mundo y morir en paz. Sabía que había vida después de la muerte. Sentía, muy dentro de ella, que no se desvanecería su alma ahí mismo en caso de perder, sino que iría a algún inframundo de los miles que debían existir en el universo.

—¡Pelea! ¡No te rendirás esta vez, no lo has hecho antes, no lo harás ahora! —gritó una niña desde las gradas. Piperina notó que estaba cerca de ella, tanto como para que notara lo extraña que era. Una niña, sí, pero con apariencia de vieja. Cabello canoso gris, casi blanco, ojos cansados. Su cuerpo suave y piel cuidada, además de ropajes sencillos, le daban un aire sobrio bastante distintivo.

Parecía saberlo todo de ella, como si al hablar del pasado supiera exactamente cada parte de él.

Piperina gritó. La furia estaba de nuevo con ella. Se sentía impotente, más esa rabia parecía germinar y explotar incesantemente, como si una parte de ella, desconocida, fuerte, e incontenible, viera su camino hacia la gravedad de la realidad.

¿A qué se redujo, entonces, todo ese desbordante flujo de emociones? A qué Piperina, contra todo propósito, invocó a su poder de vuelta.

Describirlo después sería complicado. Sucedió rápido, como si sus emociones estuvieran ligadas por completo a aquel poder elemental que vivía en Erydas. De pronto, sintió que todas sus emociones tiraron del poder al que ya se había acostumbrado, y no solo eso, sino que accedió a algo más, mucho más grande, y primitivo, que nunca había sentido en su interior. No hasta aquel momento. Su cuerpo, sus venas, todo cambió en un instante. Ella podía serlo todo, y, a la vez, no era nada.

Piperina exhaló, y los leones desaparecieron justo frente a sus ojos. De pronto, entendió más. Ella era más que solo poder. Estaba conectada a todo, era más que un planeta, o tierra, o piedras. Era la vida misma. Todo Erydas era creción, vida, y poder. Era todo y era nada a la vez.

Volvió a la realidad, sí, más no muy pronto. Para cuando regresó, todos la observaban, atónitos, y un chasquido detuvo, por un segundo, el flujo de poder que la mantenía segura.

Piperina estaba siendo observada. Había distintas reacciones, diosesillos emocionados, enojados, efusivos. Y, en el centro de todos, estaba Seth. Seth y sus ojos grises, serios, y pensativos. No había una expresión realmente evidente, pero Piperina sabía que la estaba observando, asimilando lo que acababa de suceder.

—Piperina Cassiopeia Stormword, has ascendido al conocimiento supremo —la madre de todo, de pronto apareció frente a todos. Se le veía diferente, mucho más etérea. Piperina sintió la gran cantidad de poder que fluía de ella, que todo se encontraba conectado. Y así como sintió eso, también sintió que él llegaba.

El padre de todo.

Describir al padre de todo es difícil. Era la personificación de todo, y a la vez nada. Un hombre que cambiaba y fluía de imagen rápidamente, cada parpadear mostraba a alguien diferente. Sin embargo, Piperina logró concentrarse, de manera que, en vez de verlo todo a la vez, vió lo que en realidad estaba ahí, a la vista. Un padre.

El hombre era alto, barbudo, canoso. Realmente atractivo, pero no de una forma recordable. Había bien, y mal, sonrisas.

—El poder de la creación y la vida de Erydas es tuyo y solo tuyo, y depende, de ti, regresar todo a su causa. Ahora...

Estiró la mano. Una copa apareció ahí, encima, era brillante, dorada, y llena de piedras preciosas.

—Este es el grial. Ahí es donde estarán las almas de aquellos qué han elegido dejar de creer. De él nacerá todo de nuevo. Y con un nuevo comienzo, el orden será restaurado.

Piperina tragó hondo. Sabía lo que aquello significaba, pero no quería creerlo. Era un reinicio. Y el reinicio significaba, entonces, el final de todo como lo conocía.

Sus ojos fueron directamente hacia Skrain. Él entendía tan bien como ella que lo que le pedían que hiciera se sentía completamente imposible.

—Dudo, mi rey, de terminar y empezar todo de cero —dijo ella, más, a la vez, se convenció de decir lo siguiente—: Pero lo haré. Es mejor terminar con todo de raíz, y dar luz a una nueva realidad. Sólo así el orden regresará a su estado único y original.

—Que así sea —exclamaron todos los dioses al unísono—, que así sea.

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