Capítulo 22. «La influencia del tiempo»

Amaris nunca había estado furiosa con Zedric. La había visto luchar muchas veces, llena de fuerza y valentía, y tal vez un poco enojada, más no, nunca, con él. Cuando Raniya volvió entonces, en una fracción de segundo después de que dijo que lo haría, la furia rebotó en sus ojos, imparable, fuerte, y con ella vino todo su poder, que los mandó lejos y golpeó hacia el mar antes de que él mismo Yian pudiera transportarlos a un lugar seguro.

Tan fuerte fue el golpe que en un momento ya estaban saliendo de la cueva, tranportándose de vuelta al mar entre los escombros, sujetos al poder de la corriente que ella misma estaba controlando. Piperina fue rápida también, usando su poder para mandarle a las rocas y arena que volvieran a su lugar, cerrándole el paso a Raniya y su poder tormentoso.

Nathan actuó por inercia. Había visto toda la pelea sintiéndose impotente, también, hasta cierto punto, inútil, más, de todas maneras, cuando todo estalló se enfocó en mantenerlos juntos, así que usó las sombras para atraer a Zedric, a Yian, y a Piperina. Entonces, Yian usó su poder y los mandó lejos de ahí, a otro mar más lejano y complicado, de vuelta a casa.

Zedric perdió el conocimiento en algún momento de su viaje. Y es que, aunque Amaris había curado bastante de su herida, esta seguía abierta, especialmente después de haber sido propulsados a tal velocidad. Cuando despertó, lo primero que notó fue que estaba aún en el mar, que aún viajaba rápido, y que su cuerpo, adolorido, rogaba por aire fresco y liberación. Le dolía saber que Amaris seguía ahí, en alguna parte de su propio cuerpo, escondida, rogando por libertad. Le dolía saber que había perdido a su bebé.

Un par de brazos, fuertes, lo llevaban a rastras de vuelta a la superficie. Zedric abrió los ojos justo a tiempo para ver a quien lo llevaba, una hermosa y pequeña sirena de ojos rosas y cabello morado. Aquellos ojos se veían melancólicos, parecía que ella, aún con el aspecto inocente que tenía, veía en su interior, veía su dolor.

Llegaron a la superficie. Estaban en algún puerto del Reino Sol, del lado donde rocas y edificaciones reales se veían por doquier. No estaban en el muelle, sino debajo de un gran palacio, seguramente el de los Gatefire, cercano al sur, conocido por ser grande y vistoso. Había mucha gente observando desde arriba, más, lo primero que Zedric vió, fue a Nathan, que miraba hacia abajo, a las sirenas que los habían rescatado, y se despedía con un simple movimiento de manos. Entonces, miró hacia arriba, al palacio, a su reino que parecía estar de fiesta, con manteles largos, muchas personas, todos mirando hacia él.

Tenía mucho tiempo que no veía a tanta gente junta. Desde la última pelea todos habían estado resolviendo sus problemas, más aquello, en realidad, no había sido fácil. No se habían hecho fiestas como esas, el mundo, hasta cierto punto, parecía haber estado de luto. Zedric alzó la vista, se fijó en como lo miraban, y se preguntó, por unos segundos, que sucedía. Entonces lo entendió, lo vió todo en sus mentes. Vió a aquel que había cambiado las cosas, al que se hacía pasar por un salvador ciego, cuando no lo era. Astras.

Lo que había sucedido se revelará con los hechos que le siguieron. Astras estaba en una especie de estrado, mirando la escena con una altivez seria y pacífica. Usaba la imagen del primo de Elina, más eso era todo lo que quedaba de él. Lo que antes había sido un joven sin ningún atractivo más que su más o menos bello perfil y de personalidad plana, en aquel momento ya era un hombre fuerte, de cabello largo, barba, y, hasta podría decirse, crecido. Llevaba un traje rojo lleno de incrustaciones rojas y negras, así como, también, una pequeña tiara de puros rubíes que se unía con una delgada línea tejida de oro. Una corona que no hacía más que evidenciar sus pretensiones, que mostraba lo lejos que quería llegar con sus acciones, con su plan. Las cosas empeoraron cuando comenzó a hablar. Su tono fue alto y confiado cuando dijo:

—Observen, leales súbditos, a su príncipe perdido, Zedric Mazeelven, volver de las profundidades de la desesperanza. ¿No es tal cómo yo lo prometí?

Palabrería barata, eso era lo que él le había dado al desválido y pobre Reino Sol. Un príncipe, ahora él se hacía pasar por eso.

—¡Alabado sea, danos poder y sabiduría como solo tú sabes darla! —gritó una mujer entre la multitud.

—¡Solo usted ha sabido guiarnos en nuestras aflicciones, y solo usted nos llevará hasta la más alta la sabiduría! —gritó un joven.

—¡¿Qué debemos hacer con él, rey, ahora que ha vuelto?!

—Pueblo, pueblo, ¡Tranquilo! —gritó él entre la muchedumbre, su tono falsamente humilde—, Zedric fue un buen rey. Merece pelear por su trono, así como yo lo haré también. Solo el mejor ganará, y eso todos lo sabemos.

—¡Viva Astras, el reencarnado dios de la guerra! —gritó de nuevo la multitud—. ¡Viva!

—¡Silencio! —respondió él—. Admiro el aprecio que sienten por mí, más es preciso que las cosas sean administradas. Por favor, guardias, lleven al príncipe Zedric a ver a su hermano, necesitan hablar.

—¡Tú! —Piperina, que aún no entendía bien lo que estaba sucediendo, gritó—. ¡¿Cómo te atreves a tomar un puesto que no es tuyo?! ¡Arderás, arderás en el Inframundo, en el que mereces estar, y...!

Zedric estaba negando con la cabeza. Ya habían salido a la superficie, así que podían moverse más y sus expresiones estaban más a la vista. Piperina se silenció, sabía leer lo que él quería decir, que se detuviera. Los guardias los escoltaron, entonces, hacia Calum.

Piperina no entendía lo que estaba sucediendo. Había visto a un Astras bajo la piel de un noble del Sol, a gente que lo idolatraba y un falso ideal de poder indescriptible. Parecía hecho para matar, el rojo de su traje y lo brillante de su semblante daban un sentimiento perturbador. Todo en él estaba fríamente calculado, sus palabras, sus movimientos, quería mover al pueblo, hacerlo caer en sus engaños.

El interior del palacio le demostró que las cosas estaban peor de lo que ella imaginaba. Los estandartes de la casa de Elina rondaban por todas partes, rojos, brillantes, hasta en la parte más baja, hacia los calabozos, todo estaba marcado con su cello. Calum estaba encarcelado. Él era un príncipe, el que recibió el poder en lo que Zedric regresaba, ¿Y lo tenían así? No le encontraba sentido. Peor fue cuando lo vió, delgado, pálido, con enormes ojeras, tirado en el suelo, desmayado y lleno de moretones.

Zedric pidió que abrieran la celda. Los guardias seguían teniendo cierto respeto hacia Zedric y su poder, porque no le negaron nada y hasta se mantuvieron medianamente alejados del lugar.

—Calum —llamó Zedric a su hermano. Este no se removió, siguió tirado en el suelo con aquel semblante triste y decaído. Se acercó, le puso las manos en la frente, luego murmuró—: Despierta.

Calum abrió los ojos. Estaban rojos, perdidos, se veía en él toda la tristeza.

—Creí que nunca volverías —murmuró Calum con voz queda y lenta.

—Tienes que explicarnos qué está pasando —dijo Nathan, que parecía bastante afectado por la situación. Aquello lo dijo rápido, molesto, se veía que no entendía lo que sucedía. Calum miró hacia Zedric, su hermano, y contestó:

—Él lo sabe todo.

—Pero es mejor que lo digas tú, hermano, que te desahogues. Es tú historia.

—Una historia que se ha visto afectada por su ausencia —él contestó. Zedric siguió insistiendo con la mirada. Entonces, curiosa, Piperina preguntó:

—¿Cuánto tiempo ha pasado? Sé que el tiempo cambió allá en el Inframundo.

—Meses —contestó Calum—. Seis. Al primer mes todo iba bien, Zara y yo nos arreglábamos bien, gestionando reparaciones, resolviendo los problemas. Entonces, al segundo, comenzaron a suceder catástrofes, problemas, desastres. Ciudades enteras se perdieron, los dioses parecían habernos abandonado. El mundo se oscureció, los monstruos volvieron, y Zara, yo, no podíamos hacer nada. Era demasiado.

—Las bestias escaparon porque los dioses las despertaron —murmuró Nathán con quietud. Piperina sintió sus sentidos activarse, rugiendo por una especie de dolor, aislado, incontenible, ira pura.

—El pueblo sufría, estaba furioso, rogaba por una salvación. Hicimos lo que pudimos, más no fue suficiente, muchos murieron. Estaba exhausto, creía que nunca regresarías. Entonces, él llegó. Tiene un gran poder, Zedric, podría lograrlo todo, realmente todo. Es como si cada dios le hubiera dado un poco de su poder, y eso no es todo, sino que, poco a poco, ha conseguido cambiar la mente de los del pueblo. Les dijo que los dioses no son lo que ellos creen, que los han abandonado. Les contó la historia de los gigantes, y como ellos son diferentes, que no buscan el poder para vanagloriarse y olvidar a los humanos. Los dioses, que tanto tiempo llevaban lejos, los dioses, a los que ya ni siquiera recordaban. Nos pidió hacer una alianza para luchar contra ellos. Le creímos también, y luego, una noche...

Piperina bajó la mirada. Las cosas se veían turbias, demasiado. Zara no estaba por ninguna parte, y él estaba mal, muy mal.

—La encerró y secuestró, luego hizo que el pueblo dejara de creer en ella, que creyera en... —suspiró—. En su hermana. Una tal Vestora. No lo sabíamos antes, pero si el pueblo comienza a creer en otro dios, diferente, el poder se pierde, se debilita. Ella de por sí compartía su don de diosa con Mirna, más después de eso, gracias a la gente, lo perdió todo.

—Inteligente, tiene que admitirse —murmuró Nathan—. Lo siento mucho, Calum. Lo siento demasiado. Te dejamos, es nuestra culpa. Todo esto, toda nuestra misión, fue por nada.

—Pero la idea vino de nosotros —agregó él—. Le dijimos a Zedric que buscara, que se hiciera aliado de la bestia. Le creímos a él, nos llevamos solos a nuestra perdición. Ahora no sé que haré sin ella.

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