Muriendo en un simulacro

Manfred Unzueta era un hombre que hacía más y hablaba menos. En su habitación tenía enseres de la fina marca Oneroso. No vendió ningún riñón, solo su juicio.

Una mañana, Manfred pensó que su teléfono acababa de salir del horno. Su tostadora retó a su hambre con un desperfecto sonoro. Su televisor no captaba nada y, encima, quería intimar con el suelo.

El hombre, sorprendido, salió a la calle y se lo contó a un transeúnte ocupado.

—Mira, yo estaba tranquilo en mi casa…

Al mismo tiempo, Manfred le arrebató su celular y lo apagó. Luego, cogió su encendedor, lo acercó al móvil y dijo:

—Así estaba mi celular...

—¡Pero qué está haciendo, cernícalo!

—Espere… aún no he terminado.

Manfred no entendía porque ese transeúnte no le creía. Más bien lo persiguió con un palo por la calle, hasta que lo perdió de vista.

Manfred, confundido, pasó por un restaurante, donde mucha gente veía un partido de fútbol. El hombre entró y se subió a una mesa.

—Yo estaba tranquilo en mi casa…

Manfred desconectó el televisor y empujó la tele al piso. Con estrépito el aparato se rompió.

—Miren, esto me pasó.

Todos miraron al suelo y luego vieron a Manfred. Se escuchó que alguien alzaba algo.

Manfred salió despavorido del lugar. Siempre había tenido malos días, pero esto no le había pasado aún. ¡Lo querían matar! Eso era algo nuevo.

Así pues, nadie le creyó. El hombre, triste, escuchó la radio de un vendedor ambulante. Como fanático de Oneroso, debía ir hasta la compañía a enfrentarlo.

—Debo hacerlo —dijo el hombre en su habitación.

Cuando dijo eso, habían pasado dos días. ¡Oops! Un poco tarde para un hombre apurado.

Afuera se oía la sirena de los bomberos y el griterío de la gente, luchando con sus electrodomésticos.

El hombre envalentonado partió rumbo a la compañía. No tenía celular, pero tenía un problema de índole amoroso. Aquella cita con una mujer atractiva.

«¿Cita o salvar al mundo? No debería tardar tanto», se dijo.

El hombre se encaminó por tierra y mar. Escaló montañas, viajó en canoa. También viajó en burro hasta que después de mucho tiempo llegó a la compañía.

El hombre entró a un recinto bañado en oro y al fondo varios sujetos adoraban a una tostadora enorme. Manfred se acercó para hacer lo mismo e hizo preguntas, pero solo recibió respuestas lacónicas.

—¿Es frágil?

—Sí.

—Debe tostar algo grande…

—No.

—Debe valer mucho.

—Sí.

—¿Hace algo más aparte de tostar?

—Tal vez.

La tostadora era tan grande y tan lujosa que solo servía para recibir reverencias.

De pronto, una voz provino del aparato.

—¿A qué viniste?

—Bueno, estaba tranquilo en mi casa…

El hombre usó el enchufe de la tostadora y la arrastró hacia él para quemarlo.

Todos huyeron y la tostadora cayó al suelo y se estropeó. Los demás electrodomésticos en la ciudad se convirtieron en chatarra. En el recinto solo había un cachivache.

—Espere, aún no he terminado…

Fin

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