III. Óleo

- En palacio, los suelos, las paredes y los empinados techos eran de mármol pulido. La iluminación era rosácea y amarillenta, procedente de las lámparas que colgaban de las bóvedas de arista. El mármol del suelo dibujaba espirales translúcidas sobre las que caminábamos.

»Un sirviente, cuya cabeza se cubría con un sombrero de plumas azules, avanzaba ávido por el pasillo haciendo sonar sus brillantes zapatos. Portia se detuvo cuando él también lo hizo, y yo hice lo propio a su lado. Dando un golpe de talón se inclinó en una profunda reverencia, saludándonos; antes de volver a erguirse y mirar a la pelirroja con urgencia.

- Chambelán. ¿Cómo vamos de tiempo? - Preguntó Portia al elegante hombre.

- ¡Terriblemente tarde! - Arrugué la nariz ante el exagerado ademán con el que el chambelán manoteó en el aire. - ¡Ya ha terminado su quinto plato! - Su chillona voz se coló hasta lo más profundo de mi cerebro. - ¡Su señoría no está de su mejor humor!

Portia se mordió el labio y, llevándose ambas manos al cesto sobre su cabeza se lo tendió al chambelán.

- Pídele al somelier que traiga una botella de Golden Goose. - Le pidió firmemente.

El sirviente frunció los labios con la cesta entre sus brazos. Sin volverse a mirarme hizo un mohín, alzando su barbilla ante un gesto regio. Con un nuevo golpe de talón giró sobre sus pasos y marchó por el corredor, desapareciendo de nuestra vista en tanto que se perdía torciendo la esquina.

- Parece que estamos en apuros. - Una sonrisa traviesa se dibujó en los labios de Portia. Enlazó un brazo con el mío y tiró de él. - Vamos, te acompañaré directamente al Comedor.

¿Al comedor? ¿Acaso iba a cenar con la Condesa?

- ¿Q-qué...?

Portia me miró con incredulidad.

- ¿Qué? ¡No me digas que pensabas que no te daríamos de comer! - Una risotada que resonó por todo el corredor me hizo reaccionar, y me apresuré a seguir el ritmo de sus pasos decididos.

Dos grandes portones de caoba se alzaban al final del pasillo, cerrados ambos a cal y canto; ocultando a nuestros ojos lo que guardaban en el interior. Portia se detuvo ante ellos, y con un gesto suave de su mano giró el dorado pomo. El portón se abrió silencioso hacia fuera, dejando escapar un halo de escasa iluminación.

Con un gesto de su cabeza, Portia me indicó que la siguiera al interior.

Ricos aromas permanecían en el aire, desconocidos y tentadores. Un alargado gran salón se extendía a mi alrededor, de grandes ventanales cubiertos por gruesas y vaporosas cortinas que parecían flotar en su caída a ras del suelo. Ricas arañas de cristales colgaban del techo, apagadas; y una larga mesa en el centro de la sala llenaba el espacio. Numerosos cuadros decoraban las paredes, y las velas dispuestas sobre la mesa como toda iluminación dotaban de sombras a las figuras estampadas en el óleo.

- Ah, Hestia. - La severa voz de la Condesa captó mi atención.

Reparé en su figura al otro extremo de la mesa, y tragué saliva. El dorado respaldo de su silla se alzaba detrás de Nadia, recostada en él en un gesto relajado y severo, expectante. Su rostro se rodeaba de un aura de misterio bajo la tenue y escasa iluminación de las velas; mientras que despertaba destellos en sus joyas y en la rica tela de su vestido azul.

- Bienvenida a Palacio - una ladina sonrisa se ladeó en su rostro. - Toma asiento. - invitó.

El resto de sillas que rodeaban la mesa se encontraban vacías. Nadie más la acompañaba en la cena, pero la mesa estaba repleta de platos medio vacíos, con elaboradas viandas y coloridos manjares.

A excepción de los sirvientes que se apostaban junto a las ventanas, estábamos solas.

- Me temo que llegas muy tarde para cenar - continuó Nadia, dirigiéndome una mirada cómplice, arqueando una de sus cejas en su severo gesto. Se llevó su vaso a los labios y bebió lentamente, con sus ojos cargados de reproche sobre mi figura.

Me aclaré la garganta sin saber cómo formular correctamente una respuesta en tanto que Portia me empujaba suavemente hacia mi asiento: al otro extremo de la mesa, frente a la condesa, que observaba todos mis movimientos con atención. Una serie de platos llenos se extendían ante mi.

Ante las palabras de la condesa Nadia, uno de los sirvientes relegados a los ventanales se acercó a paso ligero, y sin mirarme, se llevó lo que hubiera sido mi plato. Arqueé una ceja hacia el hueco vacío que había ocupado el plato que se acababan de llevar. ¿La condesa me estaba castigando por mi tardanza? Estaba cansada, sudada y mentalmente drenada. No estaba de humor para ese tipo de juegos.

Sin embargo, no debía olvidar que estaba en palacio, frente a frente con la Condesa; máxima autoridad de la ciudad de Vesuvia. Más me valía tener cuidado y andarme con pies de plomo. Inspiré hondo y, levantando de nuevo la cabeza hacia Nadia, decidí no dejar que el hambre me distrajera. Mantuve la granate mirada de la condesa.

- Estaba empezando a pensar que habías olvidado mi invitación - Nadia habló de nuevo, irguiendo su espalda en la silla. - Pero... tal vez solo sea que no estás acostumbrada a viajar. Pareces cansada... puedo ver tus mejillas arreboladas desde aquí. - la condesa hablaba alto y claro. Desde su extremo de la mesa, vi cómo alzaba su vaso. Portia se apresuró a su lado con una botella cubierta por un envoltorio brillante. - Ah, Portia. Has pensado en todo.

Una tímida sonrisa se formó en la boca de la Patrona.

- Un placer, milady.

Portia, después de llenar la copa de la condesa, caminó hacia mi asiento, y llenó también mi vaso. Le agradecí a la muchacha con una sonrisa. Nadia sorbía del suyo, paciente.

- ¿Golden Goose? - Nadia se relamió los labios, satisfecha. - Una elección maravillosa, Portia.

Portia se retiró, de nuevo dispuesta en un rincón de la estancia. Cogí mi vaso para esquivar el incómodo momento... Y me detuve a medio camino, paralizada por la extraña pintura frente a mi.

El cuadro mostraba una escena; un banquete, en el cual todos los convidados estaban figurados con cuerpo humano y cabeza de bestia. Un búho, un zorro, un cerdo, un oso, un toro...

En la mesa donde se celebraba dicho banquete se servían platos sobre los que descansaban animales más pequeños. La escena estaba centrada, y su composición giraba alrededor de un notable personaje principal. En este caso, esta figura poseía cabeza de cabra. Rayos de un halo dorado rodeaban su cabeza, y sus ojos rojos parecían sorprendentemente llenos de vida.

- ¿Te gusta, Hestia? - preguntó Nadia, que se había percatado que miraba la pintura con interés. - El cuadro.

Carraspeé, desviando la mirada de la pintura.

- Sí - mentí; por cortesía. La verdad es que irradiaba un aura oscura y poco amable, pero tampoco quería ser descortés.

La condesa arqueó sus definidas cejas; sus ojos destelleaban hacia mi por encima del borde de su vaso.

- Fascinante. Quizá coincidas con... los inusuales gustos de mi marido. - ronroneó.

El marido de Nadia. Lucio, el Conde de Vesuvia... Bueno, más bien... el Difunto Conde.

- Él es la cabra del centro de la pintura, por supuesto. - explicó la condesa. - Siempre el proveedor - apuntó. - Lucio tenía al populacho comiendo de su mano. Muy semejante a la pintura, supongo. Todo lo que prometía, la gente se lo creía. Le adoraban. - desvió su mirada por un momento hacia el cuadro. - Mi marido era particularmente amado por su Mascarada anual.

Nadia dejó su vaso sobre la mesa, cruzando sus manos y descansando su barbilla sobre ellas.

- ¿Alguna vez has asistido, Hestia? - preguntó, aunque no esperó a mi respuesta. - Antaño, toda la ciudad revivía cuando se acercaba la fecha de la celebración. El jolgorio se apoderaba de todos los corazones: jóvenes y viejos. - Nadia me dedicó una sonrisa cargada de nostalgia. - Celebrábamos la Mascarada por el cumpleaños de Lucio; siempre le gustó ser el centro de atención. Y, ¡qué celebración! ¡Qué extravagancia! - la condesa gesticulaba con sus manos de forma elegante, poniendo énfasis a cada palabra que decía. - Cuando las masas se agolpaban a las puertas de Palacio, esperando a que se abrieran y así diera comienzo la fiesta...

Yo la escuchaba atentamente, dando pequeños sorbos a mi propia copa, enfrascada en lo que ella me contaba. La condesa suspiró, con la vista fija en los remolinos que el vino hacía en su copa. Torcí la boca; una punzada de sentimentalismo se instaló en mi pecho. Por el gesto contraído y anhelante que había estampado en su rostro, supuse que estaba recordando tiempos mejores. Empaticé al instante con ella, sintiendo cierta lástima por su persona.

- Un grato recuerdo para muchos, ahora un recuerdo envuelto en dolor. - Se encogió de hombros, terminando de un brusco trago lo que quedaba en su copa. - Un terrible golpe para los invitados... el encontrar a su anfitrión asesinado tan violentamente durante la última Mascarada.

Nadia volvió a su máscara severa e infranqueable, de cejas arqueadas, y me clavó sus ojos rubíes; que brillaban bajo las velas que ya goteaban su cera sobre el mantel. Por el rabillo del ojo percibí un leve movimiento: todos los sirvientes habían bajado su cabeza, instalando su vista en el suelo. Esta vez, incómoda bajo la penetrante e intensa mirada que me dirigía la condesa y lo violento que se había vuelto el tema de conversación; desvié involuntariamente la mirada hacia el siniestro cuadro.

El asesinato del conde Lucio... Aquella historia se contaba por todas y cada una de las calles de Vesuvia desde hacía tres años. La historia estaba llena de agujeros y cabos sueltos, enturbiada por rumores y preguntas no contestadas. Pero el final siempre era el mismo. El conde se retiró a sus habitaciones, y a medianoche, él y su habitación fueron consumidos por las llamas. El culpable fue cogido en el lugar del crimen, pero antes de poder responder ante la justicia, escapó.

- Mi pobre marido. - entre dientes, Nadia continuó hablando. - Quemado vivo en su propia cama... - yo escuchaba atentamente, sin perder detalle. - Y en la celebración de su cumpleaños. ¿Qué fue lo que hizo para atraer tanto odio? - reflexionó ella, casi más para si misma que para ambas. Tras soltar un pesado suspiro, continuó con su monólogo; - Después de aquella traumática escena... las visitas a Palacio han sido escasas.

Quité la mirada del retrato, justo a tiempo de encontrarme con las agudas pupilas de la condesa.

- Pero ahora tú estás aquí... - Nadia me miró largamente; una afilada sonrisa se ampliaba en su rostro.

¿Ahora que estoy aquí? Nadia había pronunciado aquellas palabras con profunda gravedad, con tanta confianza que me hizo dudar. Me revolví un poco en mi asiento antes de hablar.

- Condesa... - empecé, vacilante. - ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?

- Hestia - Nadia irguió su espalda y alzó su barbilla en una postura solemne. - La Mascarada es precisamente por lo que te he hecho llamar. - Sus ojos me observaban con detenimiento esperando mi reacción ante sus palabras: - Este año tengo intención de celebrarla.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para que mi barbilla no cayera en picado hacia el pulido mármol del suelo. En su lugar desvié mi mirada hacia los sirvientes; todos habían levantado nuevamente sus cabezas, y observaban ojipláticos a su señora.

No podía evitar preguntarme... ¿Por qué?

- Las festividades en honor a Lucio serán más fanáticas, perdón; fantásticas que nunca. - acotó, a sabiendas de que tenía la atención de toda la sala puesta en ella. - Solo hay un cabo suelto que atar. - su mirada se endureció. - A día de hoy el asesino del conde Lucio sigue suelto: el doctor Julian Devorak, el médico personal de mi marido. - su mandíbula estaba tensa; hablaba entre dientes, denotando cierta rabia en sus palabras.

El salón se recargó con el frío de sus palabras, cortando el ambiente como una ventisca. Me mantuve muy quieta en mi asiento. Estaba segura de que, si me atrevía a mover un solo músculo, ella sabría lo que se me estaba pasando por la cabeza.

El doctor Julian Devorak. Ahora ya recordaba aquel nombre estampado por toda la ciudad, en los carteles de se busca. Ahora ya sabía exactamente quién era la persona que irrumpió en la tienda. Ahora ya sabía exactamente quién era la persona que campaba a sus anchas por Vesuvia a plena luz del día y con el rostro descubierto.

No pude evitar preguntarme cómo Julian podía tener el valor para hacer aquello, siendo el asesino del conde.

- Cogimos al doctor Devorak al poco de cometerse el crimen; lo cual confesó tras ser encarcelado. - la condesa Nadia continuó ante mi mutismo. - Después se nos escapó sin saber cómo, y desapareció sin dejar rastro. Así es como se ha ganado su nuevo Nombre, el Fugitivo. Lo cierto es que se ha ganado muchos más recientemente; pero ese es el más suave.- chasqueó la lengua, visiblemente contrariada. - Todo lo que queda por hacer es su sentencia, pues. Ejecución por ahorcamiento.

El corazón me dio un vuelco dentro del pecho, enfatizado por el estruendo que se escuchó en un rincón de la habitación. Mi mirada y la de Nadia se centraron en Portia, cuyo rostro se contraía en una expresión de horror. A los pies de la patrona, la botella del Golden Goose estaba hecha añicos, y su líquido se deslizaba por las relucientes baldosas. Fruncí el ceño con intensidad al tiempo que observaba la escena, notando la arruguita vertical entre mis cejas.

- ¿Portia?- Nadia alzó la voz; pude percibir en ella un deje de preocupación.

- P-perdóneme, milady - Una risa nerviosa de disculpa y su temblorosa voz dejaron claro que estaba afectada por las palabras de su señora. - Manos de mantequilla - trató de excusarse de nuevo.

La condesa pareció dudar por un momento.

- No te preocupes. - Le disculpó aun así. Miró el líquido que se extendía a los pies de la muchacha; después la miró a ella. Finalmente, volvió a centrar su atención en mi.

Dos sirvientes acudieron a ayudar a Portia, que ahora se agachaba en el suelo y recogía los cristales. En cuestión de segundos, no hubo ni rastro del accidente.

Con la intensa atención de la Condesa de nuevo sobre mi, me obligué a relajar mi expresión.

- Aquí es donde entras tú, Hestia - habló Nadia, volviendo a nuestra conversación. - El doctor Devorak ha sido muy esquivo. Pero tú tienes una gran reputación. Es tal que incluso has sobrepasado a tu maestro, Asra.

Nada pudo evitar que me atragantara con el vino que bebía entonces. Una serie de toses se aventuraron por mi garganta, estruendosas en toda la sala; y no pareció que amainaran cuando la condesa entornó los ojos hacia mi, enfocándose en las facciones sorprendidas de mi cara. Tomé una profunda respiración cuando las toses se calmaron.

- Hestia: veo el futuro. Veo el futuro en sueños, me guste o no. - Anunció, sorprendiéndome más a cada palabra que pronunciaba. - Y así es como sé que eres tú la que encontrará al doctor Devorak.

Aquella situación comenzaba a acongojarme. Había acudido a Palacio presa de la curiosidad y de la expectación, pensando que quizá la condesa sólo requiriera de mi alguna poción o curar alguna jaqueca; algo no muy complicado, algo no muy costoso, algo no muy peligroso. Pero aquello que me proponía... Aquello que me pedía no tenía nada que ver.

- ¿Yo...? - comencé, pero me contuve. Decidí cambiar de pregunta. - ¿Y... si le encontramos?

La condesa dejó el vaso sobre la mesa, a un lado, y sacudió la cabeza, negando con ella mis palabras.

- Cuando le encontremos - corrigió, enfatizando en aquella palabra. No permitió dudas en esta empresa. - le expondremos ante el pueblo, para que todos vean su esperado castigo. Y con él, el comienzo de las festividades... el doctor morirá en la horca por su terrible crimen.

Aquello no me gustaba un pelo. Cerré mis manos en los puños apretados, bien escondidos de la afilada mirada de la condesa bajo la mesa. Fruncí el ceño, luchando contra mi misma por no levantarme y salir de allí, atravesar las verjas de palacio y volver a la tienda para no salir nunca más. No estaba dispuesta a dejar que el peso de una sentencia de muerte cayera sobre mi. No quería meterme en esos líos.

Apreté los dientes.

- ¿Y si me niego?

Me mordí la lengua en cuanto las palabras salieron por mi boca. La condesa arqueó una ceja.

- Entonces, te pediría que lo reconsideraras - haciendo especial hincapié en sus últimas palabras, Nadia forzó una sonrisa triunfante.

Noté la cantidad de peso que se había instalado sobre mis hombros. Nadia no me estaba proponiendo nada; ni siquiera me lo estaba pidiendo. Me lo estaba exigiendo. No tenía la opción de elegir. O encontraba a Julian, o... Decidí no pensar en esa posibilidad.

Me maldije a mi misma unas cuantas veces al tiempo que la condesa se ponía en pie, y, por instinto, hice lo propio. No pude evitar admirar aquel vestido que portaba y la rica tela con la que estaba confeccionado. Le sentaba como un guante, y reprimí las ganas de acercarme a manosear aquel brillantísimo y carísimo tejido.

- Portia. - Llamó la condesa. La patrona parecía estar absorta en sus propios pensamientos. - ...Portia...

La susodicha parpadeó, palideciendo por completo por su descuido.

- ¡Sí, milady! - respondió ella, saliendo de pronto de su estupor.

Nadia me señaló de forma elegante con una de sus manos, posando la otra sobre su ombligo.

- Acompaña a Hestia a sus habitaciones - demandó amablemente, formulando una pequeña sonrisa en su rostro. - Imagino que tendrá mucho sobre lo que reflexionar antes de que acabe la noche - su sonrisa se transformó en lobuna al desviar su mirada hacia mi: una mirada cargada de altivez y advertencia.

- Ahora mismo, milady - asintió la muchacha, bajando la cabeza en su camino hacia mi.

La condesa Nadia, con su porte regio y altivo propio de su cargo, inclinó elegantemente su cabeza hacia mi. Gesto que traté devolver de la misma manera; pero, inexperta en lo que a protocolo se refiere, se vio más bien como un exagerado asentimiento de cabeza.

Una sonrisa divertida se formó en los labios de la Condesa en tanto que Portia me cogía del brazo, sacándome del salón.

Avanzando sin prisa por el corredor me percaté de que la muchacha estaba rumiando mi conversación con Nadia.

Se mantuvo callada durante todo el camino. Yo tampoco pronuncié palabra; aunque sentía una profunda curiosidad, no me parecía adecuado incomodar a la chica con mis preguntas.

Portia me guiaba por los pasillos. Yo, detrás de ella, prestaba atención a cada losa, cada recoveco, cada cortina y cada lámpara. Mis ojos registraban todo aquello que veían, guardándolo en algún lugar de mi mente por si pudiera necesitar, en un futuro no muy lejano, orientarme por el laberíntico palacio.

El vello de mi nuca se erizó al pasar junto a un recoveco en el pasillo. Después de un par de giros, el escenario había cambiado levemente. Pasamos junto a un ala envuelta en sombras.

Una corriente de aire procedía del final del desierto pasillo, y mi ceño se frunció en mi desconfiado rostro. Parecía una zona abandonada; se podía adivinar el polvo sobre el mármol del suelo, y alguna telaraña colgaba entre las bóvedas. Todas las lámparas permanecían apagadas, pendientes del techado, inmóviles, calladas. La única fuente de luz que me dejaba apreciar algo de lo que había en aquel pasillo era la iluminación del corredor en el que ya estábamos.

Hubiera lo que hubiese en aquel ala del palacio, no me transmitía una energía... buena. La corriente era fría, y traía consigo lo que parecía, a todas luces, olor a ceniza.

Justo a la entrada de aquel ala misteriosa, acurrucados, impedían el paso dos perros grandes y larguiruchos, de rizado pelo blanco. Sus ojos insondables se fijaban en mi, mirándome desde abajo sin hacer el menor ruido.

Me detuve entonces a su altura, observándolos con mirada curiosa. Aunque daba la sensación de que podrían atacar en cualquier momento, no percibí malas intenciones en su aura.

Acerqué un poco la mano hacia ellos, y, perezosos, se acercaron para olerme. Su respiración me hizo cosquillas en la piel, y sus colas comenzaron a menearse de un lado a otro, complacidos.

Portia se detuvo al no sentir mis pasos tras ella.

- Esto es extraño. - comentó arrugando levemente sus cejas, poniéndose a mi lado, mirando a los perros con los puños en la cintura. - Nunca son amables con los desconocidos. Es por cómo fueron entrenados, pero... - se encogió de hombros. - Nunca los he visto actuar así.

Los delgados hocicos de los perros husmeaban entre las faldas de mi vestido mientras me investigaban más a fondo. Satisfechos, se retiraron un poco, mirándome expectantes; como esperando alguna reacción por mi parte. En un momento de capricho, extendí mi mano para pasarla sobre el sedoso pelaje del más pequeño.

Portia se tensó a mi lado.

- Yo que tú no haría eso - me advirtió con su vista fija en los animales; alzando un poco su tono de voz.

El perro retrocedió enseñándome sus afilados dientes; bien por mi mano o por el tono de pánico de Portia.

- Disculpa - Portia torció el gesto. - Son un poco impredecibles - me dijo, sonriendo con resignación. - Parecía que les gustabas, pero yo me abstendría de tocarlos. Son un poco impredecibles - repitió, encogiéndose de hombros, queriendo aconsejarme.

Los perros volvieron perezosos a donde estaban tumbados, sobre el pedazo de mármol con sus formas marcadas en el polvo, casi fundiéndose con él.

De pronto, Portia se dio una sonora palmada en la frente.

- ¡Oh! - pareció caer en la cuenta de algo. - No es de extrañar que se comporten así: todavía no han comido sus pasteles de camomila. - dijo, sonriendo. La patrona me miraba algo nerviosa, para después mirar a los perros, que se mantenían inmóviles como estatuas. - Espera aquí, Hestia. Y seguramente será mejor que mantengas distancia con ellos - me advirtió amablemente. - Estaré aquí en un momento con esos pasteles. - Portia se precipitó a través de un panel en la pared, dejándome sola en el pasillo de iluminaciones rosáceas.

Los perros seguían mirándome.

Mientras oía a Portia alejarse con el suave y rítmico eco de sus pisadas, me quedé quieta al ver cómo el perro más grande se acercaba a mi, acercando su hocico a mis pies. Comenzó a olfatearme intensamente los dedos de los pies, que asomaban por entre mis gruesas sandalias. Cuando hubo finalizado la tarea volvió a alzar la cabeza, retrocediendo un poco y sentándose sobre sus cuartos traseros. Parecía haberme dado el visto bueno. Me sostenía la mirada, y casi podría jurar que arqueó una ceja hacia mi, como diciendo... ¿y qué vas a hacer?

Entonces, el más pequeño se acercó a olfatear mi mano de nuevo, resoplando ante mi olor. Me giré y el animal volvió a sentarse sobre su trasero, observándome con ojos inocentes.

Mientras miraba a través de aquellos pares de ojos sanguinarios, una inquietante sensación me recorrió el cuerpo como una oleada de fiebre.

El vello de mi nuca se erizó de nuevo.

"¿Un invitado?"

Di un respingo, sobresaltada por la voz que acababa de oír. Di un paso atrás, con mi mirada recorriendo todos los rincones del oscuro pasillo. Estaba segura de que no había sido mi imaginación, aunque... Estaba cansada, falta de energías, y bien podía haber sido cualquier eco procedente de otro corredor.

Mis ojos sólo alcanzaban a mirar a un punto en la profunda penumbra de aquel ala del palacio. Pero allí no había nadie. Algo tiró de las faldas de mi vestido, y di un respingo, bajando la cabeza.

Eran los perros. Sus fauces se cerraban atrapando la tela entre sus poderosas mandíbulas; implacables mientras tiraban de mi hacia el interior del pasillo. Con un tirón insistente tropecé con mis propios pies; sus colas se meneaban de un lado a otro, juguetones, impacientes, expectantes.

- ¡Hey! - exclamé hacia ellos. Trataba de librarme, tirando a mi vez de las faldas aún a riesgo de que pudieran rasgarse; pero los dos perros continuaban forcejeando obstinadamente.

Solamente me soltaron cuando llegamos al final del pasillo.

Alcé mi cabeza lentamente, paseando mis ojos con cautela por la zona en la que estaba. El suelo y las paredes eran de fría piedra, y el aire llevaba una brisa con olor a ceniza. Arrugué un poco la nariz ante lo que parecía el principio de un estornudo que no llegó. Mi corazón latía desbocado y mi respiración se había vuelto pesada, saliendo de entre mis labios en pequeñas nubes de vaho. Apenas sentía el frío en el ambiente mordiéndome los brazos.

Busqué a los perros con la mirada, pero no los vi por ninguna parte. Tomando una profunda inspiración, me las apañé para convocar un débil rayo de luz, que surgió de la palma de mi mano. La iluminación reveló una puerta entornada frente a mi. Dentro, había una aún más profunda oscuridad, que se tragaba los débiles rayos de luz que encontraba. Contuve la respiración, y no pude resistirme a la tentación de entrar.

La puerta soltó un chirrido lastimero y agudo cuando la abrí. La magia en mi palma se encogió en un titilante resplandor, como si la luz se estuviera fundiendo, cuando crucé la puerta.

El interior era cálido. Podía sentir sobre mi piel el espeso ambiente, que tenía un fuerte sabor en mi lengua y en mi nariz.

Una cama de tupido dosel se levantaba en mitad de la habitación.

Levantando espirales de polvo a mi paso, sorteé una extravagante armadura, de poco brillo, deslucida, cubierta también por una película de óxido y suciedad. Dejé a un lado, también, un escritorio de mármol, sobre el que descansaba una estilográfica de plumas de pavo real, cuya tinta permanecía reseca en su punta. Mis pies caminaban sobre la mullida alfombra, y dejaban suaves e impecables huellas sobre ella. Di un vistazo rápido a la silla que acompañaba al escritorio, pasando tentativamente mis dedos sobre la oscura estructura de oro de su respaldo. Pude sentir bajo mis yemas el arrastre de una textura que bien podía parecerse al polvo, pero esta era más espesa. Amasé mis dedos, acercándolos a mi nariz, olfateándolos. El fuerte sabor del ambiente se abrió paso por mi garganta.

No pude evitar contener la respiración. Cada cosa en la habitación estaba cubierta por una película de ligera suciedad, pero esta no era polvo. Era ceniza.

Mi luz parpadeó de pronto sobre mi palma. Frunciendo el ceño, y con cuidado de no volver a tocar nada, acerqué mi mano hacia la pared; de donde parecía proceder la energía que estaba haciendo parpadear mi luz. Esta reveló unos trazos de brillantes colores: blancos, rojos, amarillos, y negros. Gruesas y cuidadosas pinceladas de óleo sobre una tersa tela. Alcé un poco más la mano, recorriendo la superficie de la pared con mi luz. Un retrato gigantesco colgaba en ella, por lo menos el doble de mi altura.

Recorrí el cuadro con mi luz, deteniéndome sobre la única figura que aparecía estampada en él. No tuve entonces ninguna duda del tema de la pintura. El conde Lucio.

Aparecía erguido, orgulloso, engalanado con sus ropas ceremoniales, de batalla. Un paisaje emborronado y montañoso lo rodea, destacando así la importancia de su persona en el lienzo. Una de sus relucientes botas se alza, posado su pie sobre una calavera que no parece humana; señalando el innegable poder que poseía el Conde por ese entonces. Joyas y cadenas de oro adornan su figura.

En el retrato, el conde Lucio parecía más joven de lo que esperaba. Eso, o el retrato era viejo. O tal vez el artista estaba atendiendo a su vanidad.

Con el ceño fruncido, aproximé mi cara y mi luz al lienzo para poder apreciar mejor los detalles. El rojo de su abrigo era exactamente del mismo tono de rojo que el de la pintura en el comedor. Su reluciente y amenazador brazo de oro, una obra maestra de arte alquímico. Las pieles que colgaban de sus hombros altivos parecían pintadas de una forma imposiblemente delicada, y...

"Vamos. Tócalo."

Un miasma de aire espeso y caliente empujó mi mano hacia el retrato. Con mi piel sobre el lienzo, esperé sentir algo. Pero no sentía más que ceniza y lona. Una risa macabra resonó dentro de mi cabeza, mientras una neblina se asentaba sobre mi mente.

"Nada puede compararse con lo que es real... Lo miro, pero no puedo sentir nada. Qué dulce tortura..."

Sentí una quemazón en la nuca, como si alguien me hubiera tocado con un hierro ardiendo. La magia en mi palma reaccionó; su brillo extendiéndose más allá de mis dedos y por mi muñeca.

"Ah..."

La extraña sensación de ardor disminuyó, y la voz se volvió más débil, incluso melancólica.

"Aquí. Tú... En tu energía... Oh, sí. Él vive en ti."

La voz se detuvo por un momento, como si hubiera encontrado algo que llevaba años buscando.

"¿Podría ser...?"

La neblina se esfumó de mi mente. Quité rápidamente la mano del retrato, dando un par de pasos hacia atrás para alejarme de él lo más posible. Pero la parte posterior de mis rodillas chocó contra algo, algo suave; que me hizo trastabillar y caer de espaldas a través de pliegues de terciopelo polvoriento. Grandes columnas de ceniza se levantaron, haciendo espirales a mi alrededor, cuando mi espalda aterrizó sobre las cubiertas de la cama.

Esa cama era la cama del conde Lucio, justo donde fue asesinado. Incinerado. Esa fina ceniza que ahora hacía que me llorasen los ojos, que se me metía por la nariz, que se me pegaba a la lengua y que caía sobre mi piel como la nieve del invierno... Era todo lo que quedaba de él.

Me tapé la boca con la mano, sofocando un grito de horror y de asco mientras me revolvía luchando por salir de entre aquellos pesados doseles; de aquel colchón que en el que parecía hundirme cada vez más.

"¿Ya quieres marcharte? Qué aburrida."

Esa voz... resonaba desde cada rincón de la habitación, y desde dentro de mi mente. Con la mano aún sobre mi boca, di un pequeño grito frenético y desesperado.

- ¿Quién eres? - la voz me salió sofocada desde lo más profundo de mi garganta.

La temperatura entonces se desplomó. Mi agitada respiración se convirtió en vaho, y yo me quedé inmóvil, paralizada en el sitio. Unos pasos hicieron eco sobre la fina ceniza, y la voz volvió a llegar hasta a mi en un grito débil que no se parecía a nada humano haría, nada que se pareciera a algo que yo pudiera haber escuchado antes:

"Nadie... nadie en absoluto..."

Una brisa invisible se movió frente a mi, levantando ligeramente a su paso los pliegues del dosel... hacia el retrato.

"Ahora, nada más que el espécimen de un hombre..."

El eco de algo arañando la pared resonó en cada rincón de la habitación.

"ÉL sí que era alguien."

Entonces, la voz se apagó. La habitación volvió a sentirse normal de nuevo.

Con el corazón latiendo desbocado contra mis costillas me apresuré a ponerme de pie y salir corriendo hasta la puerta. Alcancé el pomo, que resbaló momentáneamente de mis manos, y frenética, eché a correr precipitándome por el pasillo; buscando en la neblinosa oscuridad algún lugar por el que salir. Los retratos de las paredes parecían observarme mientras corría; sus frías y aristocráticas miradas se cernían sobre mi figura.

"Vuelve... vuelve..."

Contra todo sentido común, me detuve en mi carrera y giré bruscamente sobre mis talones.

Y, entonces, de reojo... vi una sombra que salía de una pared; una forma musculosa, proyectada por una sombra invisible. Entonces la sombra se movió por el pasillo, y oí un gemido lastimero muy cerca, como si estuviera justo detrás de mi.

Me quedé inmóvil, incapaz de reaccionar.

Solo lo vi un instante. Una silueta, blanquecina, contra una pared de altas ventanas cubiertas de humo. Garras, cuernos, y pezuñas. La cara blanca de una cabra, sus ojos rojos alegremente fijados en mi. Como si estuviera encantado de verme.

Parpadeé, y ya no estaba. El sonido seco de unos cascos sobre el suelo de mármol, unas uñas raspando la pared, el crujido de una puerta... y después, silencio.

Para cuando finalmente salí de nuevo a la rosada luz, desorientada, Portia me buscaba entre los recovecos del pasillo.

- ¡Ahí estas! - dijo, aliviada, poniendo las manos en sus caderas - ¿Dónde se han ido los perros? ¿Por el pasillo? - Portia me tomó por el codo, mirándome entonces de arriba abajo de forma frenética. - ¿Dónde rayos has estado? - preguntó con voz chillona, arrugando la nariz. - ¡Cómo te has puesto el vestido! ¿Qué has hecho, deshollinar todas las chimeneas del palacio?

Todo lo que fui capaz de hacer fue encogerme de hombros, aturdida.

- ¿Sabes? Voy a dejar aquí estos pasteles - me dijo, agachándose y dejando una bandeja plateada apenas en las sombras del corredor. - Vamos, te llevo a tu habitación. Habrá un baño caliente esperándote. ¡Y un vestido que no esté sucio!

Seguí de cerca a Portia hasta que llegamos a nuestro destino. Agradecí que no estuviera muy lejos; sentía que podría desplomarme en cualquier momento. Portia abrió una puerta frente a nosotras con un gesto limpio.

- Esta será tu habitación, Hestia. - anunció. - La bañera está tras el biombo. Puedes dejar tus cosas donde quieras. El desayuno será al alba... Pero no te preocupes, vendré a despertarte.

Apenas escuchaba su voz; que llegaba hasta mí lejana, en ondas que se distanciaban cada vez más. Apenas pude reconocer las siluetas de los muebles de la habitación. Dejé caer mi bolsa de viaje al suelo; la fatiga se hizo presente por todo mi cuerpo.

- Te dejaré sola. - me sonrió la Patrona, comprensiva. - Hasta mañana. Duerme bien, Hestia.

Su suave voz se apagó, y deslizó suavemente la puerta para cerrarla.

Acorté distancias con el biombo y, tras sortearlo, me desnudé y me metí en la bañera humeante. Un perfume a sándalo se elevaba con el vapor del agua.

No me demoré mucho en volver a salir, envolviéndome con una toalla. Temía que, si aguardaba unos minutos más tumbada en la bañera, me quedara dormida dentro del agua.

Secándome apenas los restos de humedad de la piel, desdoblé la prenda que descansaba junto a la bañera, sobre un taburete. Ante mis ojos se deslizó un vaporoso camisón, fino y muy suave al tacto. La tela, en un tono de azul muy claro, parecía flotar en el aire.

Introduje el camisón por mi cabeza al tiempo que caminaba descalza y salía de detrás del biombo; presentándose entonces ante mi el majestuoso y comodísimo colchón.

Mirando hipnotizada la suave ropa de cama, me estremecí de cansancio. De inmediato, me metí entre las lujosas sábanas. Me sentí ligera como una pluma; como si de pronto mi cuerpo no pesara.

Con mi corazón latiendo al ritmo de las lejanas y constantes pisadas de algún sirviente, caí pronto inconsciente.

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