II. Sale el sol
- Puedo decir que he visto muchísimas cosas extrañas en mi tiempo como aprendiz... Pero los sucesos de aquella noche fueron únicos en esta historia.
»Buscando un momento para descansar, me dirigí a las escaleras con la intención de acostarme. La planta superior era bastante más grande que la inferior; pero también más acogedora. Allí era donde Asra y yo vivíamos, y no teníamos mucho, pero a nosotros tampoco nos hacía falta.
Me llevé las manos a la cabeza y me masajeé las sienes con fuerza; que me palpitaban producto de un incipiente dolor de cabeza. Con un suspiro caminé por la sala sin luz, dejándome caer en la cama. Habían sido un día y una noche realmente agotadores.
En cuestión de minutos, me sumergí en un sueño...
El cielo ya no es más que una delgada línea verdosa a lo largo del horizonte infinito. Asra está sentado a mi lado, a lomos de una extraña bestia.
- Maestro, ¿dónde estamos?
Nubes oscuras se ciernen sobre el paisaje; un mar cambiante de arena del color del óxido. Delante, un camino terroso que no invita a ser caminado.
- Suficientemente lejos de casa, creo - contesta él.
- Suficientemente lejos... ¿Con qué propósito?
- Con el propósito de encontrar respuestas. Claridad - Asra mira hacia el cielo. - Y las necesito pronto. Se avecina tormenta... - su voz se va apagando, como si hablara consigo mismo y no conmigo.
Yo continúo mirando el horizonte. Fuerzo mi vista, siguiendo el camino, intentando vislumbrar hasta dónde llega y a dónde conduce. Sin embargo, cada pocos minutos cambia de forma y de dirección, haciéndolo imposible.
- Pronto habrá una encrucijada - anuncia, de pronto, mi maestro.
- ¿Cuánto tiempo tenemos? ¿Adónde conduce? - pregunto, incapaz de entender a Asra.
- Depende del camino que elijas - declara impasible. Sus manos buscan las mías, pero se detiene de pronto, antes de tocarme. Las arenas se elevan a nuestro alrededor con un viento helado, ensombreciendo el cielo. - Por ahora, Hestia... Descansa.
Caí entonces en un sueño profundo.
Cuando desperté, las luces del alba se colaban a través de las polvorientas ventanas de mi dormitorio.
Me revolví entre las sábanas, deseando que aquellos rayos que caían sobre mis párpados cerrados fueran solamente fruto de mi imaginación. Había descansado mal y poco, teniendo en cuenta lo tarde que me había acostado y todos los caóticos sucesos de la noche anterior.
Con un resoplido me liberé de la delgada sábana que cubría mi cuerpo. Incorporándome en el colchón puse los pies en el suelo; que ni siquiera estaba frío. Las noches comenzaban a ser igual de ardientes que los días. Me acodé sobre mis rodillas y con un bostezo me froté los ojos con las palmas de las manos, tratando de despejarme. Al ponerme en pie me sacudí la falda del vestido, tratando de que no se viera tan arrugado; ni siquiera me había tomado la molestia de desvestirme cuando caí rendida entre las garras del sueño.
Abrí los ventanales del balcón de par en par, dejando pasar aire fresco y dejando que se llevara, a cambio, lo cargado del ambiente. Al correr las cortinas me asomé para mirar el cielo.
Apenas rayaba el alba: completamente despejado de nubes, el sol se escurría aún sobre la línea del horizonte de tejados con un brillo blanquecino y lechoso. Me acodé sobre la barandilla, dándome un momento para disfrutar del amanecer. Una afilada golondrina salió volando de su nido bajo el tejado de enfrente, pasando a mi lado para saludarme en su vuelo hacia alguna parte.
Una mujer de coloridos ropajes subía la callejuela con un cesto de naranjas sobre la cabeza. Un niño corría descalzo tras un despeluchado cabritillo; desapareciendo de mi vista al doblar la esquina.
La acostumbrada brisa mañanera me revolvió el pelo y me refrescó las mejillas, trayéndome con ella un aroma especiado. Cerré los ojos complacida, saludando al bienvenido soplo de aire frío. Estábamos a principios de verano en Vesuvia: el sol no se demoraría en lucir sus estridentes colores arriba, entodo lo alto, estampado despiadadamente en el lienzo azul y despejado; calentantando las calles y nuestras cabezas sin darnos un respiro hasta el anochecer.
Un par de desaliñados muchachos caminaban tranquilamente, sujetándose uno en el otro; haciendo cada pocos pasos una parada para reírse. No pude evitar la sonrisa que se dibujó en mi rostro. Recordaba, casi sin quererlo, las noches en las que había salido con Asra a alguna taberna y habíamos vuelto a casa de la misma manera.
Un carromato tirado por un musculoso caballo me ocultó momentáneamente la visión de los muchachos. Un hombre panzudo y canoso arreaba las riendas, transportando verdes, dulces y jugosos melones. Se me hizo la boca agua.
Volviendo sobre mis pasos me calcé mis gruesas sandalias, y busqué entre los armarios de la pequeña cocina algo que llevarme a la boca. Encontrando una manzana de un intenso color rojo, me dispuse a preparar la bolsa de viaje, proyectando alargadas sombras sobre las paredes: no había olvidado que debía partir hacia Palacio.
Salí aprisa, cerrando definitivamente la pesada puerta detrás de mi. Después de las intrusiones de ayer noche...
Eché el primer cierre, el segundo y el tercero. Casi totalmente satisfecha, presioné mi mano sobre la puerta, y susurré un conjuro infranqueable. Espirales blancas de luz y humo crecieron; enredándose en la madera de la puerta, desvaneciéndose lentamente. Eché un último vistazo a la puerta.
Suspiré. Por debajo de la punzada de curiosidad que me había arrastrado a querer emprender aquel viaje, notaba un oculto trazo de nostalgia; de anhelo. ¿Dónde estaría mi maestro?
Por debajo de todo eso: una falsa sensación de calma.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies, sacándome de mis pensamientos; notándolo electrizante cuando ascendió por mi columna vertebral. El vello de mi nuca se erizó. Giré la cabeza de forma brusca.
Una sombra negra se avecinaba por la callejuela.
Traté de disimular la desconfiada mirada bajo la cual escudriñaba a la monstruosa figura. Su forma parecía humana, a pesar de su gigantesco tamaño. Entrecerré los ojos, enfocando y analizando rápidamente a la sombra. Alta y ancha como un carruaje: un manto de pieles curtidas la envolvía como si de una película de humo se tratara. Su rostro se mantenía oculto bajo la gruesa capucha de su manto.
La figura se detuvo a mi altura, dándome la espalda. El ancho de sus hombros ocupaba toda la calle; justo por donde yo tenía que pasar. Descarada como era, le di un par de toquecitos en el brazo.
- Disculpa, ¿puedes moverte? - pregunté a la gran masa que me cortaba el paso.
Me pareció distinguir un gruñido procedente del interior del manto de pieles, y, con lentitud, la enorme figura se deslizó hacia la izquierda. Con cada uno de sus movimientos, había un traqueteo de pesadas cadenas balanceándose bajo sus túnicas.
El siniestro sonido me puso la carne de gallina. Sin embargo, me forcé a que aquello no me perturbara a mi ni a mi destino: bajando la mirada, contoneé mi cintura para pasar a su lado. La titánica figura desprendía un suave, especiado, y casi imperceptible aroma a mirra.
Su voz se alzó sobre el rumor de la calle y sobre mi mutismo, haciéndome frenar en seco mis pasos.
- Él regresará sin ser invitado. - Su voz era más suave de lo que hubiera imaginado; sin embargo, retumbó en mis orejas como un trueno lejano. - Él te ofrecerá una salida cuando más la necesites... - Estiré el cuello, agudizando el oído. - No le hagas caso. O caerás en sus manos... Como el resto de nosotros.
Un nuevo escalofrío me recorrió hasta las puntas de los dedos. La figura era, cuanto menos, siniestra. Y sus palabras no estaban ayudando a mejorar aquella sensación que se me acogió al estómago.
Un arrastre de cadenas se alejó, lento, chocando contra los adoquines del suelo; haciendo un sonido seco y chirriante.
Lentamente, me giré sobre mi misma. Una textura arenosa se instaló sobre mi lengua, como si estuviera masticando tierra; después, olor a pelo quemado y sabor a ceniza. Una leve y blanquecina niebla opacó mi visión durante, apenas, un segundo. Parpadeé para aclararme los ojos.
Después, silencio.
Un lustroso gato de pelaje blanco se lamía las patas, aseándose impasible en una esquina de la calle. No había ni un alma. Aún así, giré mi cabeza a ambos lados. Fruncí el ceño. ¿Qué hacía allí parada, y sola, en mitad de la calle? ¿No debería haber emprendido ya mi marcha hacia Palacio? ¿Por qué me había detenido?
Traté de recordar mis pasos. Yo... Había salido de la tienda y asegurado la puerta con un hechizo. Y luego... Luego nada. Después de hacer el hechizo, estaba ahí plantada.
Sacudí mi cabeza, confundida. Me reñí a mi misma por darle importancia a aquello, y con un pie delante de otro comencé a caminar calle arriba. Ya había perdido demasiado tiempo; la condesa aguardaba. Inspirando profundamente me dirigí hacia los escalones recubiertos de musgo: el camino hacia el Mercado.
Una mezcla de olores me inundó las fosas nasales al llegar a la cima de las escaleras. Estas continuaban más arriba: fuera de mi vista, torciendo a la derecha. Me pasé una mano por la nuca, masajeando la zona y secando las gotas de sudor que humedecían mi cabello.
Aunque era muy temprano, el sol apretaba y se cernía ya sobre las concurridas calles de Vesuvia, y el Mercado ya estaba completamente despierto.
Ante mi se extendían calles interminables y laberínticas atestadas de puestos cubiertos de telas coloridas. A mi alrededor todo eran voces y bullicio; charlas, risas, truques, regateos, vendedores anunciando a gritos sus productos, carruajes, caballos, rebaños de ovejas, cabras sueltas, algún cerdo, perros callejeros...
Dispuesta a atravesarlo de punta a punta, me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Giré la cabeza al reconocer la voz que gritó mi nombre sobre el mar de ruido.
- ¡Hestia! - un hombre grande y panzudo alzaba su mano hacia mi; resguardado a la sombra que proporcionaba el techado de tela de su puesto.
Selasi, el Pájaro, nuestro panadero predilecto, había reconocido mi cara entre las miles que inundaban el espacio. Siempre me he preguntado por qué le Llamaban así.
Esbocé una sonrisa y, contoneando mi cintura para esquivar a los viandantes, me acerqué a su puesto.
- ¿Has comido ya? - el Pájaro se puso los puños a la cintura, dirigiéndome una sonrisa amable. - ¡Tengo en el horno ese pan de calabaza que tanto te gusta! ¡No tardará en estar listo! - me acerqué al panadero con una mueca divertida en el rostro, buscando también un refugio en la sombra. - Ven, siéntate, hablemos un momento.
Torcí la boca, indecisa. Mi nariz olfateó el aire, y mi estómago se revolvió de hambre, rugiendo. Casi podría decir que ahora mismo, mientras os relato esto, puedo seguir oliendo el pan de calabaza... No había nada en el mundo como la mezcla de fragancias del mercado de Vesuvia.
Sin embargo, debía ser cuidadosa con mi tiempo: en Palacio aguardaban mi llegada... Pero no pude resistirme.
La cara del panadero, cubierta de pecas por toda una vida expuesta al sol, se iluminó al ver que asentía, esbozando una gran sonrisa. Me hizo señas para pasar al interior del puestecillo; donde, lejos del bullicio, el calor era menos acuciante. Me apoyé contra la pared trasera mientras un aroma refrescante me rodeaba; y el hombre me ofreció una desgastada taza de hojalata. Un pequeño cubito de hielo flotaba en su superficie.
- ¿Dónde está Asra? ¿Continúa dormido? - me preguntó afable, divertido. Di un sorbo a mi bebida mentolada. Aún me parece saborearla.
- De viaje - me encogí de hombros, sin querer dar muchas más explicaciones.
- Ahhh. - sonrió en un gesto pícaro, entendiendo. El panadero solía estar al tanto de los viajes de Asra. Bueno, de los viajes y de todo lo que pasaba en la ciudad en general. - Y, ¿dónde se ha ido esta vez?
Levanté mis hombros, encogiéndolos por el camino, ante la pregunta y la curiosa mirada de Selasi.
- ¿No te lo dijo? - Selasi alzó una ceja sin borrar la sonrisa de su rostro.
Bajé mis ojos hacia la taza, mirando cómo el hielito se enroscaba y retorcía sobre si mismo mientras se hundía con aplomo en el líquido, derritiéndose finalmente.
- Él... se comporta de forma rara, ya sabes - respondí sin más.
Si el panadero estaba confuso, yo lo estaba el doble. Por cosas como esta, sentía cierta rabia hacia mi maestro. Él siempre iba a lo suyo, se marchaba sin más; pero después, la que tenía que dar explicaciones, esa era yo. Y, claro, nunca tenía las explicaciones que se me pedían.
El panadero suspiró, cruzando los brazos sobre su pecho.
- Así que ha salido a algún misterioso viaje... Nada nuevo bajo el sol. - intentó animarme con una sonrisa divertida. - Pero, ¿qué hay de tu misterioso viaje, si me permites la pregunta?
Sacada de mi ensueño, parpadeé hacia él, visiblemente sorprendida.
- He estado toda la mañana escuchando rumores, ¿sabes? - arqueó una ceja hacia mi, pícaro y divertido ante mi inocencia. - Las gentes hablan; dicen que la Guardia de la Condesa fue vista anoche merodeando por tu barrio.
El Pájaro me dirigió una mirada sabedora, claramente tratando de pescar algún cotilleo. Pero yo sonreí y negué con la cabeza, terminando mi bebida.
- ¿Cómo va ese pan de calabaza? - pregunté, esquivando el tema.
A lo largo de los años he aprendido mucho, sobre todo a quién debo revelar ciertas cosas. Aunque el panadero era un hombre amable, sólo buscaba entretenerse un rato. Lo que significaba que entonces Selasi era todo oídos, pero en un rato sería todo boca. Y rápidamente toda la ciudad de Vesuvia sabría en lo que andaba metida.
Una carcajada se escapó por la boca del panadero.
- Misteriosos, como siempre - Selasi se llevó los puños a la cintura. - Asra y tú a partes iguales. - el hombre se inclinó sobre un pequeño horno. - ¡Ten! - la mano del panadero envolvió los bollos en un paño blanco, asegurándolos con un nudo. - Van unos cuantos, bien envueltos para ese largo camino que te espera.
Dejé una moneda de bronce sobre la madera del puesto y alargué mi brazo para devolverle la taza vacía. Cogiendo el pequeño hatillo que me tendía, y con un movimiento de cabeza, salí del puesto y comencé a caminar.
- ¡Ahora, corre, vete! - me animó. - ¡No hagas esperar a la condesa!
Divertida, eché la mirada hacia atrás, viendo cómo el pícaro hombre se despedía de mi con el brazo en alto. Me despedí también agitando la mano, dispuesta a zambullirme de nuevo entre los viandantes y el interminable laberinto de puestos.
Una bandada de palomas huyó cruzando el cielo, oscureciéndolo sobre mi cabeza momentáneamente. Al tiempo que esquivaba la carrera de un par de niños cargados de bisutería y baratijas, y por consiguiente, la carrera del hombre que los perseguía por ladrones; mi vista se detuvo en un techado de tela roja. Un gran cuervo tenía sus ojillos clavados en mi. El sol caía pesado sobre sus plumas; reflejando su brillante color negro. El pájaro graznó hacia mi, abriendo su pico en un sonido chirriante y amenazador.
Una cabeza de rojos tirabuzones captó mi atención por el rabillo del ojo. Llevando mi mirada hacia allí, el corazón me dio un vuelco en el pecho al reconocer aquel cabello. Julian se movía cómodamente entre la multitud; mezclándose en el bullicio del mercado con el rostro expuesto, sin su máscara.
Parpadeé un par de veces ante la visión de su figura. Él no parecía haber reparado en la mía.
Sin pensarlo dos veces me lancé a su encuentro. El tráfico en el Mercado se movía en mi contra, lo que me forzó a caminar lento y seguir sorteando gente; tampoco quería hacer obvia mi posición. Julian parecía estar relajado, con la guardia baja, observando los puestos casi con desinterés.
El corazón se me aceleró en las costillas y fruncí el ceño. ¿Qué estaba haciendo al descubierto a plena luz del día? ¿Acaso quería que lo descubrieran? Los carteles de se busca continuaban esparcidos por toda la ciudad. Nunca los quitaron. La gente de alrededor debía conocer su cara.
El cuervo graznó de nuevo, y Julian giró la cabeza sobre su hombro. Nuestras miradas se encontraron. Me quedé congelada en el sitio, con el pulso martilleando en mis sienes; la respiración agitada.
De pronto sentí un dolor agudo en los dedos de los pies, sepultados bajo una gran rueda de madera. Siseé entre dientes, apartando el pie rápidamente. Un carromato se movió entre nosotros, bloqueando mi vista durante escasos segundos. Cuando finalmente tuve visibilidad de los puestos de nuevo, Julian se había esfumado. El cuervo también.
Me detuve en mis pasos, dejando que los viandantes pasaran incontables junto a mi. Solté un extasiado suspiro. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba persiguiendo a Julian, poniéndome a mi misma en peligro?
Dando un resoplido giré sobre mis talones para volver a adentrarme y fluir entre el bullicio del Mercado.
Vesuvia, con su inmejorable situación estratégica en el valle, y construida sobre el río que bajaba al mar, era una ciudad dispuesta y distribuida a partir de escaleras y canales. Escaleras, puentes y góndolas por todos lados, para ir a todas partes.
En mi, de momento, muy entretenido camino hacia el castillo, en tanto que ascendía por una callejuela de desgastados escalones, algo llamó mi atención. Resguardada en un rincón donde incidía la sombra, la tienda de un adivino mantenía sus cortinas abiertas. Un sentimiento de nostalgia me asaltó de pronto. Recordé que, una vez, Asra me contó que había trabajado en un sitio como ese.
Mientras yo me perdía en los recuerdos, una muchacha bajita, pelirroja y dicharachera salía de dicha tienda.
- Números de la suerte, comprobados. - murmuró, ensimismada, sujetando con comodidad la cesta de fruta que portaba sobre su cabeza. - Comestibles...
Su voz era un ruido de fondo, al igual que su presencia; que se perdía entre las pisadas del rebaño de cabras que bajaba en dirección contraria.
No tuve la oportunidad de reparar en la chica hasta que la tuve literalmente encima. Tratando de sortear a las cabras que me rozaban las piernas, ambas chocamos.
El impacto me hizo tropezar, a punto de caer, balanceándome al borde de un empinado escalón.
- ¡Ack! - gruñó ella, que no tuvo tanta suerte como yo.
Su cesta de frutas se tambaleó, haciendo que una docena de pomelos se precipitasen rodando escaleras abajo.
- ¡Oh, estupendo! - se quejó ella, corriendo detrás de las frutas que continuaban rodando.
Tuve que morderme la lengua para no lanzar una maldición, y por ende, aconsejarle que mirara por dónde iba... Pero yo también iba distraída cuando chocamos; así que el accidente también había sido culpa mía.
Me agaché junto a la extraña para ayudarla a recoger los pomelos que descansaban sobre las escaleras; algunos ya sepultados bajo las pezuñas del rebaño. Traté de reunir entre mis brazos todas las piezas que vi con mejor aspecto, que no fueron muchas. Cuando me acerqué a ella para dejarlas en su cesta, sus ojos brillaron.
- ¡Oh, muchas gracias! - me sonrió con culpabilidad. - Es muy dulce que me ayudes. ¡Y después de haberte empujado!
No pude evitar fruncir el ceño y la boca en una mueca de disculpa.
- Tranquila; el tráfico caprino a estas horas es insufrible... - bromeé, tratando de quitar hierro al asunto.
Ella me sonrió cómplice, agradecida por mi nimia chanza.
Juntas, terminamos de recoger las frutas, volviendo a llenar el cesto. Ahora, algunos pomelos habían perdido su brillo y tenían algún golpe, pero seguían en perfecto estado.
- ¡No sé cómo agradecerte la ayuda! - me dijo la chica, ofreciéndome una mano que estreché con gusto. La piel de su palma era áspera y callosa, en comparación de la mía. - No debería hacer esto, pero... - limpiando la piel de uno de los pomelos en la tela que cubría su hombro, me lo tendió con una sonrisa.
Al devolverle la sonrisa acepté el fruto, que guardé en mi bolsa junto con el hatillo de pan de calabaza.
- ¡Cuídate! ¿Vale? - Continuó hablando ella, posando una mano sobre mi hombro. - Nos veremos por la ciudad, ¡estoy segura! - De pronto, sus ojos azules se abrieron de par en par. Ella me escaneaba, paseando su mirada por todas las facciones de mi cara. La chica entrecerró los ojos, poniéndose de puntillas para observarme mejor. - ¡Espera, espera! ¡Yo te conozco!
Mis cejas se arrugaron, poblando mi frente de arrugas. Por un momento, pensé que había olvidado la identidad de la chica; lo que me haría encontrarme en un apuro.
- ¡Tú eres Hestia, la Hechicera! - Aclaró al fin, sonriendo, complacida. - La condesa Nadia avisó de que debíamos esperar tu visita.
A cada palabra que decía, mis cejas se fruncían cada vez más. ¿Cómo que debían, en plural, esperar mi visita? Y, ¿quién me Llamaba así? Si solo era una aprendiz; no tenía sentido... ¿no?
- Puedes llamarme Portia - se presentó, volviendo a ponerse la cesta sobre la cabeza. - Soy la sirvienta principal de la condesa, la Patrona. - anunció orgullosa, irguiéndose sobre si misma desde su baja estatura.
Oh. Claro, todo encajaba. La patrona estaba en la ciudad realizando encargos para Palacio.
Sin embargo, en mi cabeza aún quedaba una pieza suelta: el nombre de Portia resonaba en mi mente como las campanas del Templo. Juraría que ya había oído hablar de ella, pero, ¿dónde? ¿Entre los numerosos rumores que recorrían a diario el mercado?
- Bien, ¡hemos tenido suerte! - exclamó ella de pronto, visiblemente complacida; sacándome de mis cábalas. - Vamos. Te mostraré un atajo hasta Palacio.
Sin decir una sola palabra más, la Patrona entrelazó su brazo con el mío, y cambiamos el rumbo, escaleras abajo.
Mientras el sol viajaba incansable por el cielo, Portia y yo subíamos escalera tras escalera, aparentemente infinitas; por una zona de la ciudad en la que no había estado nunca y que no conocía.
Cuanto más alto ascendíamos, menos viajeros eran los que nos encontrábamos en el camino; al igual que los escalones iban presentándose en mejor estado: revelando el escaso tráfico de aquellos caminos. En Palacio no debían tener muchas visitas.
Sofocada, me enjugué el sudor de la cara con la mano. Portia me echó una mirada desde su baja estatura y, percibiendo mi cansancio, decidió hacer un alto en el camino. Le agradecí el gesto con una mirada de alivio. Ella no parecía estar cansada, sino todo lo contrario; parecía poseer una fuente de energía inagotable que se recargaba cuanto más se esforzaba.
En tanto que yo me recogía los bajos del vestido para refrescarme las piernas, ella me sonreía; con uno de sus puños a la cintura y su otra mano sobre el cesto de su cabeza.
- Hestia... - comenzó a hablar. La miré distraída, sintiendo como la brisa del camino me abanicaba las acaloradas piernas. - Estoy contenta de que estés aquí - confesó. - La condesa podría necesitar una gran ayuda, y, a mis ojos, pareces una buena muchacha.
Parpadeé varias veces ante la sinceridad de la Patrona, fallando en un intento por mostrarle una sonrisa. Vaya compromiso. ¿Dónde me estaba metiendo?
Sin embargo, la pelirroja apenas le dio importancia a la reciente confesión, y pronto volvimos a ponernos en marcha.
Cuando finalmente tuvimos el palacio ante nuestros ojos, gigantesco, majestuoso e imponente, era casi de noche
Cuando finalmente tuvimos el palacio ante nuestros ojos, gigantesco, majestuoso e imponente, era casi de noche. El sol había empezado a ocultarse hacía ya rato, y ahora, en el cielo se mezclaban el dorado y el índigo como en una paleta de óleos; ni una sola nube aparecía para estropear la pintura.
Abrí los ojos como platos ante la monstruosa visión que era el enorme complejo palacial: atravesado por el río, levantándose alto hasta casi rozar el cielo en un amasijo de brillantes torres puntiagudas; extendiéndose al borde de la mismísima cascada del río, ancho hasta el punto de no poder vislumbrar dónde terminaba.
Ante mi, una imponente verja de hierro retorcido sobre sí mismo. Más allá de las rejas, el río era peligrosamente salvado por un kilométrico puente de piedra pulida que se extendía hasta las lejanas puertas de palacio.
Dos guardias, apostados en cada lado de la verja, clavaban sus ojos en mi a través de sus yelmos. Cuando vieron a Portia, bajaron sus armas.
- Ludovico, Bludmila: esta es Hestia - nos presentó la pelirroja. - Se quedará en Palacio como nuestra invitada. - la muchacha se giró hacia mí en un ademán amigable, informando a los guardias. - Hestia: Ludovico y Bludmila.
Los guardias inclinaron sus cabezas envueltas en metal, relajando sus anteriores posturas rígidas; saludándome en silencio. Aún boquiabierta, perpleja y anonadada, sólo atiné a asentir igualmente con la cabeza, devolviéndoles el saludo.
Al unísono, Ludovico y Bludmila empujaron el pesado metal; y la verja de hierro se abrió, de par en par, ante mi.
- Detrás de ti, Hestia - Portia habló, invitándome a pasar. Yo, estupefacta, apenas la oía.
Las puertas de hierro se cerraron con un gran estruendo detrás de nosotras, y ya no había vuelta atrás.
Portia me condujo a través del largo y empinado puente. Llevé mi curiosa mirada hacia los remolinos de agua que brillaban bajo nuestros pies, maravillada. La Patrona me agarró del brazo, apartándome suavemente del borde.
- Vamos, no queremos hacer esperar a la condesa.
Según íbamos acercándonos a las titánicas puertas, la ansiedad comenzaba a crecer en mi pecho y subía por mi garganta, como burbujas que hervían en mi interior. ¿Era una sabia decisión? ¿Qué era lo que me esperaba en esta fortaleza, tan lejos de casa?
Antes de darme cuenta, estábamos paradas ante los portones.
- ¡Aquí estamos! - anunció Portia, visiblemente entusiasmada.
Ella alzó su puño contra el revestimiento de cobre de las puertas, dando tres fuertes golpes, tres fuertes impactos que me asombraron. Tan pronto como el último eco de las tres llamadas se desvaneció, las puertas comenzaron a abrirse hacia el interior...
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