I. El Mago
- Mi nombre es Hestia. Por aquel entonces, mi Nombre era, solamente, Hestia. De momento, mi vida había sido demasiado corta como para ganarme algún Nombre. Tres años no dan para mucho.
»Por aquel entonces era una estudiante de las Artes Mágicas. Vivía y estudiaba en la ciudad de Vesuvia; o como la llamaban los forasteros, la Ciudad Inundada. Y esa noche la recuerdo nítida, como si fuera la primera.
Aquella noche, la niebla vespertina era espesa, cubriendo la calle con un brillo etéreo y lechoso.
Me acerqué a la ventana para cerrar las cortinas, deteniéndome un momento junto al cristal para apreciar la tranquila escena. No había ni un alma por la calle. Era tarde; la ciudad dormía.
- ¿Esa es la canción que oímos en el mercado? - dijo, de pronto, una voz a mi espalda. Una voz masculina y serena, que pertenecía a mi maestro, Asra.
No me había dado cuenta de que estaba tarareando.
- Sí - sonreí sin quitar la vista de la calle.
- Te echaré de menos - un rastro de pesadumbre se coló en la voz de mi Asra.
Mi maestro Asra, el Mago. Por aquel entonces yo no conocía mucho acerca de su pasado. Aún así, se había esforzado por enseñarme todo lo que ahora sé de magia.
- ¿Debes irte esta noche? - pregunté, agachando la cabeza. No quería mirarle. Temía que su mirada me ablandara.
- Es la muerte de una noche sin luna - sentenció. - El tiempo indicado para iniciar un viaje. Toma... coge esto - dijo con reticencia tras una breve pausa. - Para que te entretengas mientras estoy fuera.
¿Un regalo? Qué inusual.
Alcé la cabeza por fin, descubriendo a mi maestro acodado tras el mostrador.
Corrí las pesadas cortinas, y me giré hacia él. Sostenía algo entre sus manos. Un leve sonrojo se había instalado sobre sus mejillas, y sus labios carnosos dibujaban una tímida sonrisa. Su pelo se aglutinaba en su cabeza en nubes blancas de algodón, como siempre.
Mis ojos descendieron unos centímetros para centrarse en la bronceada mano que mantenía extendida hacia mi. Entre sus dedos, su baraja de Tarot.
Mantuve la vista fija en aquel taco. Que quisiera regalarme aquello era lo último que me esperaba: esa baraja era de su propia invención, imbuida de un gran poder.
Todavía perpleja avancé un par de pasos hacia él, recogiendo con una mano los bajos de mi vestido blanco.
- ¿Crees que estoy preparada, Maestro? - le pregunté, con brillo en los ojos y esperanza en el corazón.
- Sigues Llamándome así... - me riñó, con su leve sonrojo en las mejillas y su tímida sonrisa. Desvió entonces su mirada violeta hacia un punto lejano en la habitación. - Pero sabes que eso es algo que no puedo contestar por ti... - volvió a cambiar la dirección de su mirada, clavando sus pupilas en las mías. - Has hecho un increíble progreso, pero aún así no dejas que las dudas se alejen de ti. ¿Crees tú que estás preparada?
- ¿Por qué nunca respondes a mis preguntas? - dije, con cierto deje de resentimiento en mi voz. Era algo que acostumbraba a hacer.
- ¿No lo hago? - preguntó, abriendo un poco los ojos. ¿Era sorpresa lo que veía en ellos? ¿O quizás decepción? - Quiero decir; puede que no tenga todas las respuestas que buscas, pero... Las cartas sí. Si sabes cómo usarlas. Y tú sabes cómo usarlas. - el maestro Asra, mientras hablaba, tenía esa mirada en sus ojos. Esa mirada misteriosa e indescifrable.
Se giró y abrió las cortinas que llevaban a la sala de atrás. Crucé los brazos sobre mi pecho y, con un suspiro de resignación, le seguí al cuarto trasero. Este, algo más pequeño y recogido que la habitación principal.
Allí era donde Asra hacía las lecturas a los clientes. Era un lugar propicio, con la suficiente energía concentrada en su interior para hacerlo. Recuerdo la lámpara de aceite que pendía del bajo techado; que nos daba una luz verdosa. La redonda mesa, que ocupaba casi toda la estancia. Y el gran ventanal en la pared del fondo que dejaba pasar la escasa y azulada luz de la calle.
Me quedé parada, esperando a mi maestro. Asra retiró uno de los bajos taburetes para sentarse, y, manoseando su baraja de Tarot, me miró desde abajo.
- Vamos a ver lo mucho que has progresado - habló Asra, casi en un susurro. Sobre el tapete morado de la mesa, dejó descansar por fin el taco de cartas. - Ha pasado cierto tiempo desde que no practicamos.
Tomé asiento enfrente.
- ¿Eso es porque he perfeccionado la técnica? -
- ¿Lo has hecho? - me preguntó, mirándome brevemente. - Tienes un don, Hestia. No esperaría menos de ti - aquel comentario me sacó una sonrisa. Asra siempre se esforzaba por hacerme ver lo poderosa que soy... Su confianza era alentadora, pero no sé muy bien de dónde venía.
Mi maestro inspiró hondo, sacándome de mis pensamientos, y llevó su mirada hacia la baraja que descansaba en el centro de la mesa. Indicándome que podía empezar cuando quisiera.
Tomé una inspiración profunda. Hacía mucho tiempo que no practicábamos la lectura de cartas.
De pronto, algo me acarició la pierna, algo que sentí suave y frío. Aunque no era yo muy asustadiza por ese entonces, aquella visita no me la esperaba; y di un bote en mi asiento. Una mueca de sorpresa se estampó en el rostro de Asra. Se inclinó sobre su silla para mirar bajo la mesa. Tras un par de segundos, elevó su brazo para mostrarme su descubrimiento.
Una pequeña serpiente púrpura se enroscaba por todo lo largo de su brazo. El reptil me siseó con su lengua, simpático, clavando sus rojas pupilas en mis ojos. Era Faust, Familiar de mi maestro.
Asra dejó escapar una risa.
- Bien, pues ya estamos todos - bromeó. La serpiente reptaba ahora por la espalda de Asra, y continuaba mirándome. - Empecemos.
Echando una última mirada a la serpiente Faust, respiré hondo y extendí mi brazo para coger la baraja de Tarot. Con ambas manos barajeé; cartas iban y venían entre mis largos dedos. Su mirada seguía las cartas. Me detuve en el movimiento. Del montón, extraje tres cartas. Tres cartas que me llamaban, que susurraban mi nombre y me transmitían su energía.
Las puse sobre la mesa, boca abajo, formando un triángulo invertido. Dos arriba, una debajo. Decidida, descubrí una.
- La Suma Sacerdotisa - anuncié, observando el dibujo de la carta.
La carta de la Suma Sacerdotisa era un búho majestuoso, de plumas blancas y ojos color rubí. Un halo dorado cubría su cabeza, brillando sobre el fondo púrpura de la carta.
Asra se inclinó sobre la mesa, observando también la carta, expectante.
- ¿Y qué te dice? ¿Ella te habla?
Cuando las cartas me hablaban, no lo hacían con un lenguaje humano. Sin embargo, mi mente estaba despejada, y las respuestas venían a mi.
- La has abandonado - declaré; las palabras se escapaban de mi boca. Asra me miró de soslayo para volver a mirar la carta descubierta.
- ¿Lo he hecho? - preguntó con un deje de sorpresa, con Faust sobre sus hombros, que ahora le miraba curiosa.
- Sí - afirmé. - La has alejado y has enterrado su voz.
Asra frunció el ceño pero no dijo nada; esperando a que continuara con la lectura.
- Ella te llama, pero no la escuchas - dije, escuchando lo que la carta me relataba. - Maestro, si la ignoras...
Un golpe fuerte en la puerta me interrumpió, sorprendiéndonos a los tres. Asra y yo nos miramos, frunciendo el ceño. ¿Un cliente? ¿A estas horas?
- ¿Hemos olvidado encender la linterna de nuevo? - me preguntó con un deje de diversión en su voz. Ambos éramos despistados; no sería la primera vez que olvidábamos encender la luz de "cerrado" a la entrada. - Quienquiera que sea, llega en el momento justo - dijo, sacudiendo la cabeza. Con Faust reptando por su espalda, se levantó de la silla. - No puedo retrasarme más, he de irme. - con la tirada a medio leer, comenzó a recoger sus cosas aquí y allá, paseando por la tienda.
La Suma Sacerdotisa había dejado de hablarme. Por más que miraba la carta, esta era ya, simplemente, el dibujo de un búho estampado sobre un cartón.
Recogí la tirada, y lo que ocupaba mi cabeza era el destino de mi maestro. ¿Dónde iría esta vez? ¿Qué me traería cuando regresara? Decidí no preguntar nada. Ya sabía, por experiencia, que no iba a contarme nada. Así que permanecí callada, escuchándole recoger sus cosas.
Asra deshizo sus pasos de nuevo hasta la trastienda. Una bolsa de viaje colgaba de su hombro, y tenía la cara cubierta por un amplio chal de lana teñida. Las coloridas rayas del improvisado turbante contrastaban intensamente con el violeta de sus ojos; la única zona de su rostro que quedaba a la vista.
- Bien... Cuídate, Hestia - dijo suavemente. Su voz salía opacada a través del turbante. Se aclaró la garganta, y aspiró rápidamente para añadir algo más.
Pareció cambiar de idea; puesto que no dijo nada. Al contrario; apartó el chal de su cara, y encorvándose sobre mi, me cogió por la nuca con una de sus manos. Estiró para acercar su boca, dejando un beso sobre mi frente. Sus labios ejercían una caliente y suave presión sobre mi piel.
El corazón me latía fuerte contra las costillas cuando volvió a poner distancia entre nosotros. Reprimí un suspiro bajo su mirada.
- Hasta pronto. - me despedí, sin poder evitar que por mi voz se colara un rastro de pesadumbre.
Asra asintió con su cabeza hacia mi, manteniéndome la mirada en tanto que volvía a ajustarse el chal en el rostro. Sus cejas, ligeramente fruncidas, delataban aquel brillo incierto e inusual que centelleaba en sus iris de amatista.
Mi maestro dio media vuelta y con pasos suaves desapareció por la puerta de atrás.
Me permití soltar un sonoro suspiro. Me froté la cara con ambas manos cuando me sentí al borde de derrumbarme; al borde del abismo, a punto de caer en el círculo de vacío y soledad que ya había experimentado anteriormente, en otros de sus viajes.
Para mi sorpresa, el misterioso visitante volvió a llamar a la puerta. De manera insistente, aporreó desde fuera la puerta, haciendo resonar los golpes en todos los rincones de la tienda; como queriendo hacer aún más notoria mi reciente soledad.
Levanté la cara de mis manos y solté todo el pesado aire por la nariz, dilatando mis fosas nasales. Cansada, me levanté de la silla, y con una exhalación exasperado, me recogí los bajos del vestido y fui a abrir la puerta. Estaba decidida a decirle unas cuentas cosas a quienquiera que fuese que viniese a estas horas.
Una alta figura irrumpió dentro, casi dándome con la puerta en las narices. Sin cerrar la puerta, me giré hacia la descarada persona que parecía no saber que era ya pasada la media noche.
- Discúlpame por la hora - dijo algo agitada la figura, con una voz femenina y grave. - Pero no podía soportar otra noche en vela.
La mujer vestía un gran chal, en verde, con cuentas doradas; que le cubría toda la cabeza y le bajaba hasta los pies. Comenzó a desenvolverlo; y una vez que la elegante prenda quedó retirada, me reveló su cara. Me miró con la mandíbula alzada, por encima de su nariz con altanería. Era una mujer joven, con el cabello granate; adornado con sortijas de oro, esmeraldas y perlas.
Recuerdo sus ojos granates y rasgados, que viajaban por toda la tienda, inquietos. Su piel era muy morena y resaltaba sobre su túnica; de un claro tono de rosa.
Su cara vestimenta; de tules, pedrerías, bordados y transparencias revelaban su procedencia.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Mi corazón comenzó a latir fuerte contra mi pecho: acababa de reconocer la personalidad de la inesperada clienta. ¡Nadia, la Condesa de Vesuvia! La condesa, en mi tienda, a la muerte de la noche...
Ella volvió a hablar, en parte borrando aquel gesto digno y regio propio de su cargo:
- Por favor, debes leerme las cartas - me pidió, casi implorante, mirándome desde su altura.
Di un bote en mi sitio, para después asentir con la cabeza, balbuceando como pude mi respuesta:
- Ha v-venido al sitio adecuado.
Percibí cómo se relajaba, deteniendo su granate mirada en mi; con un atisbo de sonrisa plasmado en el rostro.
- Eso me han dicho, sí. - Sus ojos granates subieron por mi vestido blanco y se posaron en los míos. - Tu reputación te precede. - elevó su mandíbula. - Mendigos y nobles por igual... Las gentes de esta ciudad susurran tu nombre. - la condesa Nadia dio un par de pasos hacia mi. Su expresión se tornó seria, y me miró fijamente. - Aunque en mi sueño eras... diferente. - entornó los ojos, inclinándose levemente. De pronto, sacudió la cabeza, alborotando ligeramente sus cabellos; que desprendieron un sutil aroma a jazmín. - No importa. He venido con un propósito.
Tragué saliva y me esforcé por sonreír.
- ¿Y cuál es ese propósito? - pregunté amable, queriendo sonar educada.
Ella alzó una ceja ante mi pregunta.
- ¿Nerviosa, tal vez? - preguntó a su vez, devolviéndome la sonrisa. - No tienes por qué estarlo. Requiero muy poco de ti.
Asentí lentamente con la cabeza, dándole pie a que se explicara. Ella entrelazó sus manos sobre su regazo y, con expresión solemne, la condesa Nadia volvió a hablar:
- Ven a Palacio, y sé mi invitada por cierto tiempo - pidió, paseando por la tienda distraídamente. - Con todos los lujos, claro está. - puntualizó, pasando una mano sobre el mostrador de cristal. Se miró el dedo índice, y se lo amasó con el pulgar. - Solamente te exigiré que traigas tu don contigo... y La Arcana.
Mis cejas se arrugaron sin poder evitarlo. La Arcana... debía estar hablando de la baraja de Tarot de Asra.
- Les diré a los guardias que te esperamos para mañana - anunció, sin esperar el consentimiento por mi parte; girándose de nuevo hacia mi. - Pero antes... - arqueó una ceja, dejando entrever una mueca de desconfianza. - Quiero ver tu talento por mi misma. ¿Hacemos una lectura? - sonrió sin dejarme tiempo siquiera para objetar, y avanzó hacia la trastienda, decidida; como si ya conociera el lugar.
Por lo que parecía, yo no tenía muchas opciones.
Torciendo la cabeza en un gesto exasperado, armándome de paciencia, salí de mi estupor y la seguí a la parte de atrás.
La Condesa me esperaba frente a las cortinas que cerraban la sala, esperando a que yo las abriera para ella. Con un balanceo pasé a su lado, con cuidado de no pisar sus faldas, para con ambas manos descorrer las cortinas.
La pequeña sala se abrió ante nosotras. Un aura de misterio la llenaba como la niebla las calles; un aura que no había percibido hasta entonces.
La condesa tomó asiento en un taburete, de espaldas al gran ventanal. Hice lo propio, y me senté frente a ella. El taco de tarot continuaba descansando sobre el tapete morado. La condesa me miraba cuando lo cogí, y siguió todos los movimientos que hicieron mis manos. De nuevo en aquella noche sin luna, coloqué tres cartas sobre la mesa. Detuve mis manos e inspiré hondo, reuniendo concentración.
Una de las cartas irradiaba más energía que las demás. Descubrí esta.
- El Mago - declaré, firme.
Un zorro rojo de afiladas garras me miraba, con sus ojos violetas, desde la carta. Sostenía una copa y una estrella de David. Sobre sus hombros, un chal. En su cinto, una espada y una rama de laurel.
La condesa Nadia se inclinó sobre la mesa, hacia la carta, estudiando la cara del zorro.
- Harto apropiado - comentó, alzando una ceja. - ¿Qué tiene El Mago para mi, pues?
Mi mente estaba clara y despejada. La respuesta vino a mi más fácil que nunca.
- Tienes un plan - transmití. - Un plan importante para ti.
- ¿Y? - requirió la Condesa, entornando los ojos, impaciente. - ¿Debería ponerlo en marcha?
Alcé la mirada de la carta. Sus ojos me atravesaban, rodeados del halo verdoso de la estancia. La voz de El Mago me susurraba al oído con dulzura, con premura.
- Sí - afirmé. No había ningún tipo de duda. El Mago me hablaba claramente. - Ahora es el momento de actuar. Todo está en su sitio.
Nadia ensanchó una sonrisa en su rostro.
- No se hable más.
Abruptamente, se levantó de la silla, lanzando un último vistazo a la carta descubierta.
Con la mandíbula elevada y un golpe de su cabello salió del cuarto; retirando con decisión las pesadas cortinas. Reaccionando rápida me puse en pie de un salto, y la seguí.
Esta señora es agotadora, pensé entonces.
Nadia se volvió a colocar su chal verde sobre los hombros, manoseándolo en un intento de amoldarlo a su figura.
- Tu lectura es sencilla - me dijo, sin mirarme; sus manos trabajaban rápidas con la tela. - Nada que otros a los que he escuchado no me hayan dicho ya. Sin embargo... - cubrió su cabello con delicadeza; y con una mano sujetando un pliegue sobre su boca, concedió: - Eres la primera que despierta mi interés.
El chal verde ya sólo me permitía ver sus rasgados ojos granates. Avanzó hasta la puerta con dos gráciles zancadas, casi flotando, como quien se cree dueño de su destino. Y se detuvo junto a la puerta.
- Ahem - carraspeó, esperando.
Di un bote en mi sitio y me lancé a abrir la puerta. La condesa me dio una fugaz mirada llena de diversión. Atravesó el umbral en un suspiro, y desde la calle, se despidió:
- Te veré mañana, pues, en Palacio. - alzó una ceja, y vi las arrugas que había creado en sus ojos una sonrisa. - Felices sueños.
Con un aleteo de pestañas se giró y comenzó a alejarse, caminando.
Durante unos instantes me quedé allí inmóvil, mirando; admirando su larga figura. Esta no tardó en evaporarse entre la niebla y las sombras.
Me crucé de brazos y fruncí el ceño, notando cómo una arruguita vertical se formaba entre mis cejas. ¿Qué podía necesitar, nada más ni nada menos que la Condesa de Vesuvia, de mi; una simple aprendiz? Y toda esa charla sobre mi reputación... ¿Era posible que, quizá, me estuviera confundiendo con Asra?
Solté un suspiro, dejando salir forzadamente todo el aire de mis pulmones en una exhalación. Mi pecho vibraba de nerviosismo y anhelo. Entré de nuevo en la tienda, focalizando mi atención en el sonido de mis pasos.
Primero, Asra se marcha... Otra vez. Luego, de la nada, ¡aparece la Condesa y me dice que necesita mi ayuda!
Me masajeé las sienes con esmero. Aquella noche no podía ponerse peor...
De pronto, una grave voz se alzó de entre las sombras del cuarto.
- Extrañas horas para echar el cierre - ronroneó la voz.
Me detuve en seco, aguantando la respiración. ¿Quién había dicho eso? ¿Acaso no había cerrado la puerta al entrar? Mis ojos se abrieron de par en par; intentando averiguar, entre las oscuras sombras que proyectaban las velas, dónde estaba escondido el intruso. Di un par de pasos, cautelosa.
- Detrás de ti - la misteriosa voz me sopló al oído.
Giré sobre mis talones, sobresaltada. La visión de una amenazante figura negra cernida sobre la puerta me hizo recular un par de pasos.
Aún oculto entre las sombras, volvió a hablar:
- Así que esta es la guarida del brujo - ronroneó. Pude sentir su mirada sobre mi; escudriñándome sin descanso, paciente. - Entonces, ¿quién... - su voz vaciló - ...eres tú?
Mi corazón se aceleró cuando el intruso dio un par de pasos hacia mi, saliendo de entre las sombras. Una máscara blanca le cubría el rostro, e iba envuelto en una gran capa oscura.
El miedo me heló la sangre; pero mi coraje siempre había sido más fuerte. Llamé a mi magia que corrió rápida hacia las yemas de mis dedos; y una bola de energía escupió hacia el extraño.
- ¡Ahá! - gruñó, esquivando la llamarada. - ¡En garde, pues!
El extraño se abalanzó sobre mi, haciendo girar su capa de forma dramática. En un intento de esquivarlo me quedé acorralada contra el mostrador. Busqué con mis dedos algo que poder usar para atacarlo, y, encontrándolo, mi mano se cerró alrededor del cuello de una botella vacía.
- ¿Estos son los trucos que el brujo te ha enseñado? - el extraño habló bajo su máscara con la voz opacada, burlándose de mi. - Ya los he visto ant...- con todas mis fuerzas estallé la botella contra su cabeza. - ¡Ack! - gruñó.
La máscara salió despedida de su cara, y cayó al suelo, a mis pies.
Mi primer instinto hubiera sido correr. Contra todo pronóstico, me quedé inmóvil en el sitio, como si me hubieran clavado los pies al suelo. El intruso estaba doblado sobre sí mismo. Su mata de pelo rojiza y rizada ondeó cuando levantó su cabeza.
Mi acelerado corazón se detuvo, y di un paso atrás.
Le había dado fuerte. Un profundo corte sangraba en el puente de su nariz, que corría libre brillante por su barbilla y, espesa, goteaba con lentitud. El extraño me regalaba una sonrisa ladeada, mostrándome uno de sus afilados y brillantes colmillos. Si no hubiera estado centrada en los latidos de mi corazón y la espeluznante imagen, me habría fijado en que era un hombre increíblemente atractivo.
- Tienes un par de huevos... - todavía doblado me habló entre dientes.
Me contuve de soltar un respingo; más impresionada por su corte sangrante que por la espeluznante imagen en la que se había convertido el extraño. En su lugar, di un paso atrás y apreté los dientes en una mueca rabiosa; forzando una posición defensiva. Si creía que podría intimidarme, lo llevaba claro.
Se llevó una de sus manos enguantadas al corte. Se palpó con los dedos recubiertos de aquel cuero negro. Encogió sus facciones en una dolorosa mueca.
El intruso se irguió con deliberada lentitud, sin esfuerzo; forzándome a levantar la vista para mirarle desde mi estatura. El brillante color rojo de la sangre que le manchaba aquel lado de la cara hacia que el tono pálido de su piel fuera aún más notable a mis ojos. Un único iris grisáceo, del color de la plata líquida, me miraba. El otro ojo permanecía oculto bajo un parche negro.
Tragué saliva.
Yo había visto antes aquel rostro. Claro que le había visto. Estampado por toda la ciudad, en los carteles de se busca.
Pero su nombre parecía resistirse en mi memoria.
Apreté la mandíbula cuando el hombre dio un paso hacia mi, inclinándose para quedar a mi altura; acercando su afilada y aguileña nariz.
- ¿Dónde está el brujo? - preguntó, arqueando la ceja del ojo que me miraba.
- El maestro Asra no está - dije, irguiéndome y cruzando los brazos sobre mi pecho.
El intruso me miró de arriba abajo. Se enderezó sobre sí mismo, cuadrando los hombros en un mohín exasperado.
- Si es así... - vaciló por un momento, buscando algo con la mirada a mi alrededor que pareció no encontrar. - No tiene sentido malgastar la visita. - terminó por clavar su ojo en mi. - También eres adivina, ¿verdad? - cruzó los brazos sobre su pecho, y desvió su mirada, ahora algo tímido. - Solo te pediré que me leas las cartas. Y te dejaré tranquila.
Arqueé una ceja ante su petición. ¿Qué le pasaba a todo el mundo esta noche con las cartas?
- Eso es para lo que sirve el cuarto que tenéis ahí atrás, ¿no? - preguntó inquisidor. Asentí con la cabeza, insegura de los motivos de su extraño requerimiento. - Después de ti, entonces.
Hizo un gesto con su mano, animándome a que lo guiara hacia la trastienda. Dando un resoplido, y una vez más aquella noche, descorrí las cortinas. El intruso se dejó caer sobre la silla, recostándose en su respaldo.
- Vamos, puedes empezar - me apremiaba. - No seas tímida.
Lo miré largamente para terminar poniendo los ojos en blanco, con la baraja de mi maestro entre las manos. Justo en el momento en el que iba a empezar a amasar las cartas, caí en la cuenta de algo.
- No... No sé tu nombre - le dije, torciendo la boca.
El ojo del hombre me miró sorprendido.
- ¿Mi nombre? - me preguntó, reservado.
Asentí con la cabeza, agitando las cartas ante él.
- Para tu lectura - aclaré. - Necesito saber tu nombre.
- Oh. - el hombre parpadeó indeciso, para después aclararse la garganta con un carraspeo. - Claro. Sí, por supuesto. - su rojo cabello onduló cuando desvió su mirada. - Puedes llamarme Julian.
Asentí con la cabeza, con su nombre haciendo eco en mi mente.
Por tercera vez en la noche, dispuse tres cartas en un triángulo invertido. El ambiente se cargó de tensión; de impaciencia y expectación. El sonido de la respiración de Julian hacia eco en mis oídos. Tan pronto como descubrí la carta, mi mente comenzó una carrera contrarreloj.
- Muerte - sentencié.
Un esqueleto me daba su perfil sobre el fondo de la carta. Un manto negro cubría su calavera, y, marchante, sostenía una afilada guadaña entre sus largos y huesudos dedos.
Un manto negro cubría su calavera, y, marchante, sostenía una afilada guadaña entre sus largos y huesudos dedos
La carta comenzó a susurrarme, pero antes siquiera de poder entender lo que me decía, Julian interrumpió:
- ¿Muerte? - se agitó. - ¿Muerte? - repitió. Una serie de grandes risotadas brotaron de sus labios. Alcé mi mirada hacia él apretando los labios en un gesto contrariado. Julian se levantó de la silla y me dio la espalda. - La Muerte ya puso su mirada sobre este desgraciado, y la apartó. - en un gesto dramático se volvió a mirarme por encima de su hombro. - Ella no tiene ningún interés en una abominación como yo.
Julian descorrió airado las cortinas, desapareciendo tras ellas. Colmada de confusión, me levanté como un resorte y le seguí.
- Espera, eso no es lo que la Muerte significa - intenté aclarar, alcanzándolo. - Es...
Pero Julian dejó escapar un sentido suspiro, negando con la cabeza.
- No, no. - se negó a mi explicación, asumiendo el papel que él mismo se había dado. - Mi destino está escrito - dijo, con un deje de decepción, más que de resignación. Abrí la boca para objetar, pero continuó: - Has sido amable conmigo. - me miró con la picardía y la travesura en lo gris de su iris, llevándose una mano al pecho con sentimiento. - Así que te haré partícipe de un secreto.
Alcé una ceja, curiosa; atraída por sus palabras.
- Tu maestro Asra volverá a ti. - dijo, agravando su voz y el gesto de su rostro. - Te ha enseñado todos sus trucos... Incluso se podría decir que le importas.
Me quedé mirándole, perpleja. Arrugué mis facciones en una mueca contrariada. ¿Qué sabía él de Asra?
Mientras mi mente trabajaba a toda velocidad en una respuesta apropiada, Julian se agachó para recuperar su máscara, que continuaba en el suelo. Él enfrascado, continuó su discurso:
- Pero cuando tu maestro regrese... Búscame por la ciudad; por tu propio bien - levantó su mirada de la máscara, y con expresión cansada, su grisáceo iris se mezcló de pronto con el verde del mío. - No dejes que te engañe, brujita.
Me aguantó la mirada; de reflejo oscuro y cargado de experiencia. Nada más lejos de la realidad, mis cejas se fruncieron en mi semblante desconfiado.
Julian carraspeó, cuadrando los hombros, y se ajustó la máscara sobre la cara.
- Bien, se ha hecho tarde - suspiró. - Y el tiempo no me sobra. - ronroneó, irónico, con un deje de diversión en su voz.
Alzó su brazo para ocultarse bajo su capa en un gesto dramático, abalanzándose sobre la puerta; dejándome clavada en mitad de la tienda.
La puerta se cerró con un fuerte golpe cuando Julian desapareció tras ella, lanzándose a la niebla del alba...
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