Capítulo Uno: El dragón de hielo

Trigger warning: Esta trama puede abordar temas o intentar envolver al lector en determinadas sensaciones que pudieran ser detonantes para aquellos que han tenido episodios fuertes de depresión o ansiedad, así como de abuso o violencia. Si este es tu caso, te pido que no continúes leyendo, porque puede ser contraproducente para ti. Tengo más historias en mi perfil que pueden gustarte :D. Recuerda poner como prioridad tu salud antes que el entretenimiento.

Si te sientes solo o necesitas hablar de tus sentimientos con alguien, he dejado números de atención psicológica para varios países en el primer capítulo :3. Ten presente que ir al psicólogo, no es algo malo o vergonzoso, por el contrario es bueno para cada uno de nosotros.

Era de nuevo ese sueño en el que corría por el brezo entre neblina que aterrizaba para recibirla y colores que se desvanecían mientras el viento pasaba. Amaba ese sueño. Moriría sólo para soñarlo todas las noches y sentirlo todos los días. Era como su propio reino repleto de fantasía y paz, y, como casi siempre, claro, esa fantasía superaba su realidad por mucho.

Había decidido rechazar el azaroso día a día por ese sueño, aunque fuera el mismo. Siempre corriendo por el prado que acariciaba su blanquísima piel hasta llegar al pie de un precipicio. Ella lo llamaba "El dragón de hielo" porque cada vez que alcanzaba ese punto, una misteriosa corriente de aire salía del precipicio moviendo violentamente su vestido blanco, como si tal corriente fuera una helada exhalación de algún ser mítico que viviera custodiando el bosque. Después de eso, se dedicaba a reverenciar con humildad a la indómita naturaleza y caminaba hacia la derecha entre el límite del prado y el "dragón de hielo". Sabía exactamente cuándo detenerse porque un brillo cegaba por un momento sus verdes ojos antes de llegar al corazón de su sueño: el espejo.

El protagonista innegable. Lucía elegante y misterioso, brillaba por el reflejo del cielo y emitía un color púrpura que enmarcaba su perfección. Ella siempre se acercaba y al ver su reflejo, una delicada corona flotaba hasta posarse delicadamente en su cabeza.

Y así, aquella melodía nocturna se repetía una y otra vez con el mismo compás como un viejo vals. Y ella no quería despertar, nunca quería despertar, pero al final... despertaba.

Siempre parecía extraño amanecer entre tanta simpleza después de haber contemplado la maravilla por unos instantes. De a poco había comenzado a odiar la simpleza y es que ella misma lucía simple. Una vida simple, una apariencia simple y un nombre barbáricamente simple. Parecía que aquellos trozos inservibles de vida se habían juntado para crear la realidad más patética en la que pudo ser colocada.

Dio el suspiro profundo del día y apartó sus sábanas con tanta pesadumbre como una joven de quince años que se sentía de setenta, podía tener. Fue hacia el calendario para marcar el día que había pasado. Le encantaba marcar con un plumón rojo las noches en las que soñaba con el "dragón de hielo" y todo eso, así podía admirarlos como extraños y magníficos diamantes todos los días antes de irse a dormir.

—Hija, ábreme, ya amaneció —se escuchó fuera de la habitación.

No había cosa en este mundo que ella detestara más que escuchar a su madre llamándola desde la puerta. Porque, de entre todas las cosas que resultaron simples en su vida, la única que no cumplió con la regla fue su madre.

Sabía a la perfección que cuando ella llamaba a la puerta no era para preguntarle qué tal iba todo. No, Mary llamaría para seguir bombardeándola con estándares inalcanzables que atormentaban a su hija día a día. Pero tenía que afrontarlo, su hermoso sueño había terminado. Abrió la puerta con indiferencia para después arrastrarse hasta la ducha.

—Stacey, espero que hayas terminado los deberes anoche —había mencionado el nombre que odiaba.

—Lo hice.

—Excelente. Mira... esta de aquí. —Mary había sacado una vaporosa blusa blanca como resultado de escudriñar el armario de su hija—. Póntela hoy.

—Pe... pero mamá, es que no puedo —tartamudeó la chica desde la ducha.

—¿Por qué no? Se te ve hermosa.

—Yo...

—No seas una grosera, póntela —repitió Mary marcando cada palabra.

Stacey no era el tipo de adolescente que pelearía con uñas y dientes para defender su vestimenta. Ella, más bien, era de aquellas que miraban con súplica mientras el resto de su ser se movía desde el baño hasta su armario para ponerse la blusa después de la ducha.

Se miró un instante antes de ponerse la fina prenda. Había hecho lo posible para que su madre no la encontrara, pero cualquier intento parecía mediocre ante los ataques de Mary. Esa blusa era demasiado lujosa, demasiado exclusiva y, sobre todo, demasiado llamativa para ella.

Stacey siempre había sido, en realidad, una chica extraordinariamente bonita; era curioso como ante sus ojos, su apariencia de princesa europea se transformaba en la de un ser repugnante y extraño que no le llegaba ni a los talones a las bellezas que circulaban por la secundaria Stampton.

Al tiempo que Stacey guardaba sus cuadernos en la mochila, un terremoto de ansiedad la atacó. Nuevamente, sus manos temblaban ante cada movimiento que anunciaba el inicio de otro día escolar. "Basta, basta, basta", ordenó a sus manos con desesperación. Ella no podía ocultar el miedo que le provocaba aparecerse en ese salón, en especial con aquella blusa. No era posible, claro que no. Mary no lo entendía, pero Stacey sabía que eso le iba a costar caro. Era como si un esclavo de pronto se presentara vestido con finos ropajes de la realeza, ¿qué le esperaría ante su amo?

A veces, la complejidad es tan abrumadora en nuestras vidas que olvidamos por completo la complejidad de otros. Mary olvidaba, la mayoría de las veces, la complejidad de su hija. Ante su visión, la vida de una viuda de cuarenta y dos años que trabajaba como publicista de una empresa nueva, era mucho más complicada que la de Stacey. La impecable Stacey con un futuro brillante.

La susodicha bajó a desayunar con un aire desgarbado. La vaporosa blusa bailaba con el viento casi burlándose de Stacey.

La mesa lucía jugo de naranja con panqués de avena y fruta, "el desayuno de la victoria", según Mary.

—Stacey te he dicho que no te sientes así, me molesta —corrigió Mary enderezando la columna de la muchacha antes de tomar asiento.

Vaya que era difícil mantenerse así. Mucho más de lo que cualquiera hubiera esperado. Pasaba un bocado tras otro, como un remolino que la perdía en el vacío y que le impedía mantenerse erguida sin esfuerzo. Tomó el último pedazo de panqué y le imploró que se quedara como el ancla entre su casa y la escuela. Hoy no, no. Mucho menos con esa blusa.

—¡Stacey! ¡Vamos, vamos, vamos! Llegarás tarde, niña. No quieres tener retrasos. No quieres perder tu récord de asistencia.

—Yo...

—No quieres —repitió contundente Mary, atravesando a Stacey con la mirada. Un escalofrío redujo a la chica a cenizas y la obligó a engullir el último trozo antes de prepararse para subir al coche.

—Me dijo el profesor Maiden que no estás muy concentrada en clase. Ya casi no recibe participaciones tuyas —decía Mary mientras conducía con la mirada fija en el camino—. ¿Qué pasa?

—No me gusta —contestó en tono bajo la chica.

—¡Ya veo! ¿Cómo quieres que te escuchen con ese tono tan bajo? Así no hablan los triunfadores. Le diré al profesor Maiden que debe poner más atención a sus alumnos, no entiendo como...

Y hablaba y hablaba y hablaba. Una y otra vez. Ella no hacía intervenciones porque sabía que no importaba lo brillante que fuera su idea, su madre la aplastaría como un yunque aplastaría una uva. Finalmente Stacey recordó que lo peor no estaba en ese instante y lo confirmó cuando vio su escuela acercándose poco a poco.

—Mamá, me siento algo enferma —mintió mientras Mary se orillaba para dejar a su hija.

—¿No te lo dije antes, Stacey? No te oigo nada con ese tono —exclamó ella con molestia—. ¿Qué haces? ¡Bájate! Que tengo que llegar a la oficina.

Mary subió el seguro automático de la camioneta y después se despidió de su hija tan apresurada que en cuanto Stacey cerró la puerta, la camioneta aceleró hasta parecer tan irreal como un fantasma.

"No voltees, vámonos", repetía Stacey en su cabeza mientras miraba hacia el paso de los coches de espaldas a la escuela."No voltees", al final lo hizo. Y ahí seguía. Impecable y sólida. Comenzó a recordar todas las veces que la había imaginado destruyéndose. Esa escuela parecía indestructible.

Después de una pequeña discusión consigo misma, por fin entró por las oscuras puertas de la secundaria recordando la primera vez. Vaya, en realidad no había cambiado mucho, ella seguía siendo la misma chica callada de la esquina que se sometía ante el ego de los demás. De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por un montón de risas que llegaron como un burbujeo a su oído. Sabía que eran por ella. Siempre eran por ella, y parecía, verdaderamente, que todo lo divertido en esa escuela, había sido suplantado por ella.

—Linda blusa — dijo entre risas esa chica, bueno... justo ese tipo de chica que tiene toda secundaria. La que siempre está rodeada de su séquito.

Stacey la esquivó intentando llegar, por primera vez, intacta a su clase.

—Vamos, bonita, se te ve bien —repitió impidiéndole el paso. El resto del pasillo parecía seguirles el hilo.

—Déjenme —escapó en un susurro el reclamo de Stacey.

—¿Por qué? Solo te digo que te ves bonita, ¿no? —invitó la otra acercándose cada vez más a ella—. Eres bonita, ¿no? Por eso te pusiste esto. —Stacey intentó nuevamente rodearla, pero  fracasó. El resto del lugar parecía hervir en carcajadas—. Vamos, no seas anti-social, por eso nadie te habla, bruja.

—Solo quiero ir a clases —respondió Stacey envolviéndose en su cabello.

—No puedes ir al salón así, linda. Te ves demasiado hermosa. Nos pondrás celosas. —Stacey comenzó a sentir ese bochorno que la llenaba hasta llegar a los ojos y convertirse en lágrimas—. Tu estilo es más como de pasarela, ¿no?

La campana sonó y todos comenzaron a dispersarse.

—Stacey, no temas, yo te ayudo. Para que puedas entrar a clases. 

La chica se acercó a su víctima rápidamente. La huida fue imposible porque tan pronto como Stacey pensó en correr, la adolescente ya había roto su blusa hasta dejarla como un pedazo de tela andrajoso, dejando a la vista la playera blanca que traía debajo.

—¡Listo! Ahora estás a la altura —rio la muchacha mientras la tímida joven lloraba en silencio—. Te lo dije, quería darte un cambio de estilo. Dime, inútil... ¿Ahora te sientes bonita?

Dakota parecía malévola, pero a comparación de otras, podría considerarse tranquila. La alta chica se alejó del pasillo carcajeándose. Stacey seguía llorando sin hacer ruido alguno. Sabía que no serviría de nada. Absolutamente de nada.

Comenzó a caminar hacia su primera clase, despeinada, con la ropa rota, y los ojos tan tristes y profundos como el mar.

Usualmente Stacey completaba su predecible vida, como toda chica introvertida, sentándose hasta el fondo del salón. Su madre le exigía excelencia académica, por lo cual no podía dejar que su mente volara en clases, como al resto de sus compañeros les sucedía. Ella siempre tenía que estar concentrada. Cada palabra que escribía era revisada posteriormente por Mary.

La vida de Stacey no era fácil, era compleja y solitaria. Pasaba día tras día completando la agobiante rutina que su madre estableció. Recibía "A" por un lado, y por el otro se tenía que esconder para poder comer su almuerzo sin que nadie la molestara. Aquel truco funcionaba perfectamente.

Nadie la buscaba si ella faltaba a clases (lo cual sucedía en raras ocasiones). Solo era visible por el rato en el que necesitaban absorber parte de ella molestándola.

Stacey tampoco era la favorita de los profesores, no era precisamente una chica participativa y, mucho menos simpática. Siempre se mantenía oculta tras su largo y lacio cabello negro, mirando hacia abajo, porque sabía que si hacía contacto visual con ellos, no dudarían en reaccionar con agresiones.

Una cosa en particular la mantenía con los nervios de punta estos últimos días. La profesora Johnson les había encargado una exposición que se encargaba de determinar el total de su calificación. Para cualquier persona aquello podía resultar cualquier cosa, pero después de años de haber evitado, en la medida de lo posible, las exposiciones, Stacey se sentía bastante presionada con el riguroso requisito.

"¿Funcionará?",  se preguntaba mientras mordisqueaba su sándwich en el receso oculta entre los arbusto que rodeaban la escuela. Posiblemente no.

¿Qué tendrían que aportar sus compañeros "ávidos" de conocimiento? Stacey sabía que era una oportunidad perfecta para ser devorada viva. Exponer jamás había sido su actividad favorita. Siempre que se veía obligada a hacerlo terminaba en tragedia, pero cómo hacerle entender eso a la profesora. Por supuesto que nunca podría expresar y defender sus ideas de una manera tan sencilla.

La chica salió del arbusto cuando terminó de comer. Sacudió lo mejor que pudo sus pantalones de mezclilla y se quitó finalmente la blusa rota para quedarse únicamente con la playera de abajo. Sabía que aquello le causaría problemas con su madre pero era la única forma de sentirse, aunque fuera, un poco mejor.

Regresó al salón acompañada por una avalancha de miradas que la recorrían como serpientes. Comenzó a caminar cada vez más rápido hasta toparse con su banca. Detestaba ese intervalo entre un lugar seguro y otro. 

La chica comenzó a notar cómo los demás la miraban y cuchicheaban algo sobre ella. "Basta", pensaba para sí. No podía soportarlo, sabía que algo importante se acercaba y lo único que quería era que la vida se detuviera un instante solo para dejarla tranquila.

El profesor atravesó la puerta y ella agradeció que la atención se disipara. Stacey soltó un tembloroso suspiro y después hundió su mano en la mochila para sacar el cuaderno pertinente pero lo único que recibió fue la sensación de algo pegajoso que llenaba su mano. Las risas estallaron como producto de la expresión de Stacey al tocar el gel para cabello.

—¡A ver si con eso te peinas! —gritó una voz avivando el jolgorio

—Ya, ya, ya jóvenes —vociferó el profesor—. Stacey Tyler, ve a lavarte las manos.

La chica reaccionó un poco después y obedeció las indicaciones del profesor sin dudar. ¿Por qué ella era la que recibía el regaño? No había hecho nada malo, ¡nada!

 Sus ojos cayeron en el reflejo del espejo que adornaba la parte superior de los lavabos y apartó la vista en cuanto su mirada la encontró. No le gustaba verse. Era una condena eterna.

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