154. El cuadro
El cuadro era el retrato a cuerpo completo de la reina y ella estaba desnuda, sin la más mínima pizca de ropa cubriendo sus partes íntimas. El fondo era un paraje desolado en donde nada crecía, un desierto gris de naturaleza escasa y muerta, sobre un cielo del mismo color. Aunque no había nubes, sino firmamento limpio en donde caía un sol de tonos azulados, triste, apagado, sin la capacidad de dar el más mínimo color. En aquel páramo sin vida estaba la reina y parecía perdida en aquella inmensidad, la expresión de su rostro daba a entender que no sabía dónde se encontraba y un creciente miedo comenzaba a invadirlo, en aquellos ojos amargados que miraban la pesadilla a su alrededor, en la boca que comenzaba a abrirse para lanzar lo que tenía pinta de ser un aullido de horror. El cabello lo llevaba revuelto, salvaje, cubierto por una infinidad de hebras blancas. Daba aspecto de sucio, de ausencia de pena, de semanas, meses, así como también de tijeras, de cualquier tipo de cuidado, le caía ecléctico por los hombros, quebradizo y feo. La cara era cadavérica y enfermiza, de los tonos pálidos de las personas que se acercan a la muerte, resistencia inútil. El cuello largo daba grima, como si lo fuera demasiado, aunque solo por unos segundos, daba cierta sensación de inquietud. Los pechos le caían sin vida, dos sacos de carne sin gracia terminados en pezones largos, oscuro y se le marcaban las costillas cual perro hambriento de la calle. La barriga le caía flácida, ombligo oscuro de futuros sufrimientos. Brazos raquíticos de apenas carne, mucho hueso, congelados en una postura inútil, medio abiertos, medio cerrados, en actitud de no saber qué hacer con ellos, ¿y qué hacer cuando todo está perdido, cuando no se sabe qué hacer, cuando la muerte es la única esperanza que se tiene? El sexo de la reina estaba pintado con detalle, un órgano viejo y usado, de labios caídos, de feo estado, con una mata revuelta, negra y blanca, sobre él. Las piernas mostraban una misma apariencia que los brazos, cosas miserables que apenas tenían la fuerza suficiente como para mantener a la reina en pie. Todo aquel retrato daba una idea patética, de una mujer desesperada al borde del abismo, sin ningún rasgo de idealización, sin nada que alabar, sino más bien despreciar. Aquel sería el último retrato que Soalfón realizaría en su vida y, tal y como había predicho, se convertiría en una obra muy, pero que muy conocida.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top