281. Zaltor
—¿Cómo que no merezco ser vuestro dios? ¡¿Cómo te atreves a decir que alguien como ella es capaz de matarme a mí, a Zaltor?! —gritó una voz poderosa que rellenó cada espacio de aquel local y el rostro de Matto palideció al darse cuenta del tropiezo de sus palabras.
—¡Yo no quería decir eso! —chilló el gran hombre y tan grande ya no parecía, la razón es que el miedo lo inundaba de pies a cabeza haciendo que temblase cual niño desvelando en mitad de una noche plagada de pesadillas.
—¿No querías decir eso? ¿Entonces que fue, por qué surgieron esas heréticas palabras tu boca? No hace falta que contestes, no eres digno de vivir en mi isla. ¡Ni siquiera eres digno de vivir!
Nada más decir, Matto explotó. Su cuerpo se hinchó a una velocidad exagerada y pronto reventó esparciendo sangre, carne y órganos por todo el local. Manchando con sus restos a los allí presentes y la cabeza de Huesos, que se había mantenido en las manos del fenecido, cayó al suelo con la suerte de que no se hizo ni una fisura en su blanco cráneo teñido de rojo.
—Y vosotros dos... qué hacer respeto a vosotros dos... —dijo y para desesperación de Rakno y Sinno, aquellas palabras no iban dirigidas a Muma ni a Huesos.
—¡Por favor, nosotros no hemos dicho nada en contra suya! —gimió Rakno, nada de la anterior chulería residía en ella y mantenía entre dedo y dedo un cigarrillo que nunca se fumaría, apagado y manchado de sangre.
—¡Ten piedad! —aulló Sinno, pero no espero a tal piedad, sino que comenzó a correr, pero necio intento fue aquel porque a un dios no se le puede vencer corriendo.
Nada más salir a la calle, los huesos de sus piernas se rompieron y se desparramó en el suelo, nada más que un juguete roto aullador y sollozante cuyas piernas mostraban el hueso a través de la carne manchada de rojo, ya no rojo de Matto sino de Sinno.
Rakno era testigo mudo de aquel horror, de aquel terrible sufrimiento que con lentitud se deslizaba ante la muerte. Ella no quería encontrar destino tal y poco o nada creía en la misericordia de Zaltor. Los dioses veían a los humanos poco más que juguetes con los que divertirse, sobre todo aquel ente caprichoso que se deleitaba ante los gritos de dolor de Sinno.
El cigarro cayó al suelo, en medio de charco de sangre, y Rakno sacó de una funda oculta en la parte trasera de su camisa blanca una pistola negra. Antes que sufrir ante las torturas de Zaltor, se voló la tapa de los sesos. Su cuerpo cayó al suelo y poco después también moría Sinno, pues Zaltor ya se había aburrido de los gritos, aplastó su cabeza hasta que su cerebro salió disparo por el pavimento de piedra.
—Muma, era inevitable que llegarás ante mí. Pero no te preocupes, no te mataré. Por lo menos no por el momento... —dijo Zaltor.
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