267. Pax

 —Tú no sabes dónde estás, ¿no? —le preguntó la niña y a Muma no le gustó en absoluto la mirada que le lanzaba, con unos ojos de pronto más que serios y una boca amargada, nada contenta por el hecho de que había recuperado su muñeca.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Dónde se supone que estamos? —preguntó Muma, pero antes de que la niña contestase se escuchó el rugido de un coche blanco que se acercaba a ellos desde el fondo de la calle.

Muma sintió ganas de huir y el libro temblaba en sus manos, libro que contenía el hechizo capaz de conceder ese deseo. Por desgracia, no le era posible por el simple hecho de que no le quedaba nada de energía.

—Muma, ¿no podrías ponerme de nuevo en mi cuerpo? No me gusta la sensación de no poder moverme, me da algo de angustia... Oye, ¿tú crees que me puedo quedar paralítico? ¿Y por qué puedo moverme si no tengo músculos? —preguntaba Huesos, pero nadie le hacía caso: el niño ladrón porque estaba inconsciente, la niña porque miraba con algo semejante al desprecio a Muma y esta se encontraba al borde de un ataque de pánico.

El vehículo se paró justo delante de Muma y de él salió una pareja formada por una mujer de mentón duro y un hombre apacible cual oveja. Ambos vestían de una manera parecida: con pantalones blancos y holgados, una camisa de manga corta con ribetes azules y un lazo enroscado al cuello.

—Buenos días, me llamo Sinno —dijo el hombre apacible, rostro sencillo y de toques redondeados con una mirada honesta, en la cual no parecía residir ni la más mínima pizca de maldad.

—Yo soy Rakno —contestó la del mentón duro, más baja que su compañero, en ella había algo de terca frialdad con pizcas de desaliño.

—Muma... —se presentó, con el poco deseo de hacerlo y más el de desaparecer de aquella escena que se le antojaba de tintes catastróficos para su libertad.

—¿Tú le has tirado esa calavera al chaval? —le preguntó Rakno, observando desde la distancia el cuerpo caído sin que hubiera demasiado interés para socorrerlo.

—Tenía mis motivos para hacerlo —se defendió Muma.

—Sí, estamos seguros de que así era —le dijo el complaciente Sinno, con una sonrisa agradable que le decía a Muma que todo saldría bien, pero luego era mirar a Rakno y ese sentimiento no estaba ahí, sino que se intercambiaba por todo lo contrario —. Pero en la isla Pax no podemos permitirnos esa clase de comportamientos violentos, sea cual sea la justificación. Verás, en nuestra pequeña isla la violencia está absolutamente prohibida.

—¿Y dónde no lo está? —preguntó Muma, pues tenía la idea de que los comportamientos violentos no era algo que se apreciara en demasiados lugares.

—Bonita, puede que en otros lugares lo diga, ¿pero lo hacen de verdad? No lo creo, pero en Pax sí. Cualquier acto violento debe ser castigado —dijo Rakno. 

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