265. Llorar

 Huesos se acercaba con paso seguro a la niña que, de tanto que lloraba, no se fijaba en que aquellos dos, y extraños, desconocidos se acercaban a ella. Muma observó al esqueleto y una idea se le cruzó por la cabeza ¿acaso la presencia del no muerto no asustaría a la mocosa?

Pero eso no era lo peor que podía pasar: Huesos era un esqueleto, un no muerto y era bastante posible que a la gente de aquella ciudad no le gustase ver uno, ¡puede que incluso pensara que ella era una bruja y la quemasen en la hoguera!

Los ojos angustiados de Muma bajaron hasta quedarse clavados en sus ropajes: llevaba una túnica morada, una túnica que justamente parecía pertenecer a una bruja. Tembló al recordar la soga en el cuello que le pusieron en el Reino Palmera.

Su mirada llena de terror recorrió aquella calle ancha y de similares casas de toques cuadrados que se multiplican a ambos lados. No había nadie más por aquellos lares, con excepción de la niña llorosa y otro niño más, uno que se alejaba de ellos con una muñeca en la mano.

Muma no quería acabar en la hoguera por una magia de nigromancia que ni siquiera había conjurado, por lo que tenía que pararle los pies al cabeza hueca de Huesos. Pensó en alzar la voz, pero corría el peligro de que la niña se fijase en ellos dos.

¿Por qué a Huesos no se le ocurría que quizás no fuera bueno ir hablando la gente como tal cosa? ¿Acaso no era consciente de su aspecto temible? ¿Por qué acabó enganchada al no muerto en vez de su bien querida Nuna? Amargada hasta hondas proporciones, Muma corrió en dirección al esqueleto.

Se lanzó sobre él como leona sobre su presa, con la suerte de hacer que se cayera en el suelo. Respiró aliviada por haber solucionado el problema pensando que el siguiente paso sería comprarle alguna máscara con la que ocultarle la cabeza, cabeza que en esos momentos no se encontraba entre los hombros.

Sorprendida se quedó Muma, encima del cuerpo de Huesos, al ver la ausencia craneal. Levantó la mirada intentando descubrir a donde se había ido de viajes y pronto vio la descorazonadora verdad: la cabeza rodaba calle abajo, rodaba felizmente en dirección a aquella niña que no dejaba de llorar ni un misero segundo.

Era la visión de un desastre imposible de mitigar, como estar en un pequeño barco a merced de un tsunami. Abrió la boca, pero de entre sus dientes no salió ni grito ni aviso ni nada, solo un gesto mudo de puro horror ante lo que estaba a punto de suceder.

La cabeza de Huesos se quedó justo a los pies de la niña, pero una pizca de esperanza latió en Muma al darse cuenta de que la histérica no dejaba de llorar, no se había dado cuenta de la esquelética presencia.

—Ey, niña. ¿Por qué lloras? —le preguntó el esqueleto. 

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