230. Veneración a la nada
El momento de decir adiós al Páramo verde y poner rumbo a la aventura había llegado. La primera en subir por la pasarela fue Silvia, decidida y sin miedo aparente, detrás de ella iba Hugo de flaco carácter que a cada paso giraba la cabeza en dirección al grupo de guardias armados que los miraban con vacuos ojos de pez muerto. Leuco iba cabizbajo, con el peso y el pensamiento de la muerte cargado en su espalda. Ya sintiendo sin darse cuenta las afiladas caricias de sus dedos.
Lorenzo caminaba cerca de él por la pasarela metálica que ascendía hasta la borda del barco monstruoso. A cada paso aumentaba peste a carne sudada, carnicería abarrotada en un día de sublime calor, aroma intenso y sin educación que un poco más de volumen y se podría masticar. Las venas cubrían aquella carne morada, palpitantes y desagradables. Hablaban de vida, ¿pero qué clase de vida habitaba en aquel monstruoso barco?
De último subía el hombre de la VHX, con una sonrisa en la boca que nadie podía ver. Caminaba con decisión y ligero temblor le carcomían las manos, ¿qué pensaría él sobre aquella loca empresa? ¿Estaría soñando sobre su triunfo, temiendo el fracaso o viceversa?
Los ojos que crecían en la carcasa del barco giraron con lentitud hasta fijarse en los humanos cargados de desgracias. Lorenzo no encontró nada en ellos: ni humanidad ni rabia ni curiosidad. Se encontraban llenos de vacío y eso le oprimió el corazón con ansia. Él deseaba lo que aquel monstruo tenía, aquella negación del todo y la veneración a nada.
—¡No, no, no! ¡No quiero! —aulló Hugo, temblando de pies a cabeza, y se dio la vuelta, comenzó a correr pasarela abajo. Leuco lo agarró por un brazo y le dijo con una voz que de ansiosa se volvía chillona:
—¡No te vayas, no te vayas que te matan!
Hugo se zafó de la mano del simplón y lo miró sin mirarlo, con los ojos desorbitados y la boca rompiéndose en una sonrisa de cristales rotos. Negó con la cabeza, de lo lento a lo rápido y enloquecido.
—¡Tú no lo has visto! ¡Este es el barco de la enfermedad, es el barco de los muertos, de los monstruos! ¡Nada bueno pasa aquí, nada bueno! —gritó y corrió pasarela abajo, rumbo a cierto tipo de libertad. Aunque quizás no era la que él quería.
Lorenzo supo que no le sería difícil pararlo y obligarlo a ir al barco. ¿Lo haría o dejaría que continuase corriendo? Las dos posibilidades le resultaban entretenidas, así que era una decisión difícil.
No hizo ninguna tentativa de pararlo y Hugo corrió hacia el pantalán. Al llegar por la mitad, los guardias dispararon sin hacer ninguna advertencia. Unas escasas ráfagas de las cuales ninguna falló su objetivo.
El cadáver del hombre se desplomó en el suelo y el mundo se quedó en silencio durante unos segundos en una especie de tributo a su vida. Una triste y corta, sin nada sobresaliente.
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