222. La verdad

—Lo es. Yo me convertí en una mala persona y por eso me merezco estar aquí, eso es lo importante. Fui un Hijo del Sol, pero dejé de serlo porque me di cuenta de que ellos tampoco son buenos. ¿Entonces qué más da quién seas? ¿Qué importa? —murmuraba Leuco con voz ausente hipnotizada por las imágenes de la pantalla.

Brillaba el día en Cassiria en la casa de Lía y la puerta se encontraba abierta. Daba pasos el cámara a su interior, con una lentitud excruciante, y el interior lo encontraron dominado por una oscuridad que poco a poco se desvaneció.

El recibidor de la casa se encontraba vacío de muebles, sensación amodorrada de soledad. Algo no natural acentuado por las manchas de sangre en el suelo que subían por las escaleras hasta el piso de arriba.

—No, no puede ser —murmuró Leuco y no podía apartar la mirada de aquella sangre de un rojo brillante que contrastaba con lo tenue del escenario desolado.

Lorenzo sonreía en la oscuridad y deseaba que él también hubiera matado a su amante. Eso significaría que había alguien más como él, que sus pecados eran algo habitual y comprensible. ¿Y acaso no lo era? ¿Por qué repugnaba tanto el asesinato cuando los animales están matándose los unos a los otros continuamente?

—¿Qué le hiciste exactamente? —susurró Lorenzo.

Ansiaba ante sus ojos la confesión del crimen pasional de Leuco, pero este no contestó, sino que sus ojos continuaba fijos en la pantalla. El cámara subía por las escaleras enfocando aquellas abundantes manchas de sangre.

—Yo no lo hice nada —contestó Leuco, pero Lorenzo no le creyó, pues pensaba que se mentía a sí mismo para alejar la culpabilidad de su corazón. Pero las imágenes de la pantalla era la verdad desvelada que le confirmaba que aquel hombre simple era de su misma clase.

—A mí me lo puedes contar —le dijo Lorenzo.

El cámara llegó hasta el segundo piso, el rastro de sangre se paraba delante de una puerta en la cual había colgado un corazón grande de un tranquilo rosa que rimaba con el rojo que se colaba por debajo de la puerta.

—¡Yo no le hice nada, te lo juro! ¡Yo no le hice nada a Lía! —gritó Leuco mirando a Lorenzo y de los ojos del simple hombre caían lágrimas abundantes.

Comprendió que estaba siendo sincero y que él no le había hecho daño a su amante. La comprensión lo molestó tanto como el hecho de que estaba llorando, como si fuera un niño pequeño.

Estaba equivocado, Leuco no era como él, sino simplemente una persona normal y corriente. Otro payaso aburrido que no tiene ni idea de la verdad que comenzaba a formarse en los pensamientos de Lorenzo.

Comprendió que lo mataría, igual que al resto de reclusos. Si tenía la oportunidad, acabaría con su vida y casi lo consideraría un acto de bondad, porque vivir siendo como era Leuco más que bendición era maldición. 

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