219. Mentiras

 Al día siguiente, o puede que fuera dentro de una semana, Leuco y Lorenzo se volvieron a encontrar en el gimnasio de la cárcel y de nuevo era un espacio blanco y sin ventanas, incluso el equipamiento era de ese mismo color.

—¿Y qué hiciste para acabar aquí? —le preguntó Leuco.

Ambos estaban usando las cintas de correr, el sudor comenzaba a surgir en sus frentes y no había ni rastro de Hugo ni Silvia ni siquiera guardias, pero Lorenzo se sentía observado, una sensación que nunca se aliviaba del todo y siempre permanecía sobre su cabeza, incrementando su nerviosismo.

—Por asesinato, mi mujer... dicen que la maté, no lo hice —dijo Lorenzo y la mentira salió pura de su boca ni siquiera pretendía hacerlo, pero así fue y no le importó. Quizás era mejor y si lo hacía las suficientes veces podía hasta convencerse a sí mismo de que era cierto, de que él no había matado a su mujer, ¿por qué habría de hacerlo? ¡Él la quería!

—¿De verdad? —le preguntó con cautela Leuco.

Lorenzo miró al hombre y al ver su rostro simple supo que podía mentirle todo lo que quisiera. Él se lo creería todo, sería sencillo, sería fácil, sería un idiota si no se aprovechaba de eso porque en el futuro le podía ser útil.

No sabía lo que estaba sucediendo en aquella cárcel, pero estaba seguro de que no era normal y que pretendían hacer algo con él, algo que no era simplemente entregarlo al garrote vil.

—No, fue mi hermano Godofredo quién lo hizo —mintió Lorenzo.

Se asombró al descubrir que lo hacía con una facilidad pasmosa, siempre se había considerado una persona honesta, ni más ni menos que el ciudadano normal del Reino. Pero en esos momentos la mentira saltaba delante de la verdad y no le importaba en absoluta, quizás hasta lo prefería.

—¿Tu hermano? Eso es horrendo... ¿Pero por qué lo hizo? —le preguntó Leuco, no había ni la menor duda en su voz, creía a pies juntillas todas las mentiras que le lanzaba a la cara y había algo satisfactorio en ese. La posibilidad de quitarse de encima la etiqueta de asesino, por lo menos en frente de aquel hombre con la mente de un niño.

—Él quería a mi mujer, era eso. No soportaba que me hubiera elegido a mí y como no la podía tener, la acabó matado e incriminándome a mí —explicó Lorenzo ganándose una mirada de simpatía de Leuco.

—Qué mal, lo siento mucho. Yo estoy casado, mi mujer se llama Leticia y si alguien le hiciera algo, no pararía hasta acabar con su asesino —dijo Leuco con tono fúnebre.

—Lo pensé, pero llevó mucho tiempo aquí. Ya no me importa, solo quiero dejar todo eso atrás y no sé, no sé qué hacer —dijo Lorenzo, lo primero que dijo que era cierto. 

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