215. Pura escoria

Lorenzo tenía en la mano una espada con la hoja mancha de sangre. La lluvia caía con fuerza excesiva contra la ventana del dormitorio, de tal manera que la gris ciudad de Nebula no era nada más que una mancha difusa.

Poco importaba el exterior, eso era lo de menos, era el interior lo que le hacía llorar al alma por el espectáculo de muerte que bailaba ante sus ojos. Su mujer muerta sobre la cama con una expresión de vacía estupidez en el rostro y él la había matado, lo había hecho porque ella quería abandonarlo, sin tener en cuenta sus sentimientos, ¡sin tener en cuenta todo lo que había hecho por ella!

La mató, pero fue sin darse cuenta, no lo quería hacer, de pronto tenía la espada en la mano y ella sobre la cama empapada de sangre y esa expresión boba en el rostro.

No fue su culpa, no lo fue.

Sabía que era imposible que ella volviera y lloraba porque no había sido culpa suya, él no la quiso matar, eso era la verdad.

Pero la espada temblaba en su mano y la sangre goteaba sobre la alfombra formando un charco que se acrecentaba. No sabía cuanto tiempo había pasado mirando el cadáver, no sabía si fueron minutos u horas.

Intentar recordar cómo conoció a Carlota, pero era tarea imposible, solo es capaz de atinar a momentos llenos de luminosidad y color que contrastaban enormemente con aquella nueva realidad gris y húmeda, de lluvia, golpeando incesantemente contra la ventana y el cadáver de su mujer tirada en la cama.

Recordaba Lorenzo el cadáver del gato en el bosque, un recuerdo que nunca había sido olvidado y siempre permanecía en el rabillo de la memoria. Entre él y su mujer no había demasiada diferencia, solo eran cuerpos sin vida y nada más. ¿Qué importaba cómo vivir si al final acabarías muerto?

Lorenzo sabía que él acabaría igual y le alivió la idea de que sería pronto, seguramente lo condenarían a muerte y no opondría ninguna resistencia. Prefería irse cuanto antes de aquel mundo podrido y perderse en la oscuridad de la no existencia, de la cual nunca debería de haber salido.

—Y, sin embargo, aquí estoy... —dijo Lorenzo, el esqueleto, amargado por haber descubierto quién era, la clase de mala persona en la que se había convertido, a la pobre Carlota.

Pero por lo menos en esos momentos sabía que lo había hecho queriendo, que la había matado sabiendo lo que hacía, para borrarla de la existencia y castigarse a sí mismo, porque durante unos años había pensado que era posible ser feliz.

Ahora comprendía que era imposible para él serlo, estaba condenado a sufrir y a vivir. De todas formas, ¿cómo había llegado a aquella isla extraña que no parecía pertenecer al Reino del Páramo Verde? Decidió hurgar más en sus recuerdos, pero ya sin la esperanza de descubrir que en realidad era un hombre que merecía la pena y no pura escoria. 

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