208. Fotografías olvidadas

 Muma se quedó unos largos minutos delante de la tortuhogar, quien tenía la cabeza en el interior del caparazón y estaba durmiendo, pues se podían escuchar quedos ronquidos.

Quería entrar en la casita y encontrarse con Nuna, pero un miedo comenzó a nacer en su interior: la idea de enfrentarse a una Nuna todavía ausente le daba miedo y más si aún se encontraba empecinada en regresar al mundo gris del cuál habían venido.

Pero el miedo podía tomar peores formas, Muma giró la cabeza para ver la pequeña casa del puerto. ¿Y si Nuna decidió seducir y acostarse con Antonio, como una forma de venganza contra ella? ¿Podía ser posible?

Muma meneó la cabeza, sin querer creer en esa posibilidad. Se agarraba la esperanza de que aquella relación podía salvarse, de que volverían a ser felices y viajarían a lo largo y ancho de las mil islas viviendo mil aventuras.

Se acercó a la casita que se erguía en el verdoso caparazón de la tortuhogar y una sensación amarga le invadía la boca, la seguridad de que nada de lo que pudiera hacer serviría para algo.

Nuna y Muma nunca volverían a ser pareja y cada vez habría más distancia entre la una y la otra, hasta que de nuevo ambas se convertirían en unas desconocidas.

—Imposible... —gimió Muma subiendo las escaleras que llevaban a la puerta, la empujó entrado en el restaurante de olor marrón, otoñal, melancólico...

El entorno permanecía estático en un momento pronto a perderse, la fotografía olvidada entre los objetos de una persona fallecida, un momento irreal que se perdía en el tiempo que huía a golpe de reloj.

—Qué tonterías estoy pensando... ¡Es mi restaurante! ¡Y tengo el Garfio Dorado! Y lo conservaré para siempre, el restaurante y el título... dentro de nada tendremos la prueba de Junco... Nuna y yo nos encargaremos de todo... de contratar gente y... Butfais hará la comida... Todo será genial —dijo y esbozó sonrisa, de poca duración y consistencia, estropeada por lágrimas traidoras.

Caminó por el largo corredor hasta llegar a la escalera, se mecía en su interior el medio de encontrarla con otra mujer, otro hombre, de descubrirla entregando su cuerpo a alguien que no era ella.

—Ella nunca haría algo así... —murmuró Muma.

Comenzó a subir las escaleras, crujía la madera bajo sus pies y el nerviosismo se acrecentaba. Subió con lentitud de los pasos de una condenada a muerte que quiere retrasar su ida el mayor tiempo posible, pero aquello, al igual que la muerte, era inevitable.

Se quedó en frente a la puerta a través de la cual no se escuchaba ni gritos ni gemidos ni aullidos. Puede que ni siquiera estuviera allí, que se hubiera desvanecido de la existencia como el sueño al despertar.

Muma abrió la puerta.

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