CAPITULO 01: INOCENCIA

En una noche de agosto, se encontraba el pequeño Corvalo, un niño de solo 5 años de edad que vivía junto a su padre, el señor Antonio y su madre, la señora Olivia. Esta familia vivía plenamente en una humilde y acogedora casa, según los vecinos, quienes nunca lograron ver la pesadilla que se vivía en el interior de dicho hogar.

Corvalo era reconocido en su familia por la naturaleza sumamente traviesa, despistada, inconsciente y descuidada que lo caracterizaba, aunque en su interior no era más que un tierno e inocente infante. Pero tristemente, los encargados de su crianza lo veían únicamente como un malcriado sin escrúpulos y sin remedio. La razón era su incesante desobediencia.

Aquellos padres eran abnegados, pues en más de una ocasión se buscaban trabajos de todo tipo para llevar los centavos a la casa. Para su poca suerte, aquellos centavos eran pocos y difíciles de conseguir. En más de una oportunidad, la ajetreada vida de la familia se complicaba económicamente, y por si fuera poco, el pequeño Corvalo tampoco era de mucha ayuda, al contrario, perjudicaba mil veces más la miserable existencia de sus pobres padres.

—¡Te he dicho que no agarres nada! —gritaba la señora Olivia a los oídos del indefenso Corvalo cada vez que se acercaba hambriento y estirando la mano hacia la mesa, la cual se hallaba en el comedor. Este era el pleito diario de la familia, ya que con las pocas monedas que traían a la casa, no les alcanzaba ni para las migajas. Sin embargo, habían golpes de suerte que llegaban a sus bolsillos en forma de billetes, y en contadas ocasiones les permitía llenar aquella mesa del comedor. A veces la mesa llevaba encima unos exquisitos platillos, que a cualquiera le encantaría probar como a Corvalo. Ese pequeño no siempre se aguantaba el dolor en su estómago llamándolo a correr hacia la mesa y tomar aunque sea un trozo de cada platillo. Esa costumbre era la que condenaba al pobre muchacho, quien acababa sometido a golpes y maltratos de su propia familia, debido a que ellos también tenían el apetito bastante pronunciado. Prácticamente era una guerra generada por la hambruna.

—¡Deberías de trabajar, Corvalo!, ¡yo a tu edad ya trabajaba aunque sea vendiendo chocolates por la calle! Cuando traigas algo de dinero a esta casa aprenderás a dejar de ser un estorbo, y podrás sentarte a comer con nosotros.

Esas eran las palabras tan tajantes y cortantes del señor Antonio, quien al tomar asiento en la mesa, no hacía nada más que gozar de ver a su propio crío sufriendo por el hambre; con el tiempo se había acostumbrado a dejar que Corvalo le observara a lo lejos mientras comía cual bestia. «Te gustaría estar comiendo como yo, ¿eh?» , pensaba el señor Antonio, mirando a su hijo sentado en una esquina de la casa; anhelando con todas sus fuerzas un poco de comida.

Aquél niño parecía un mendigo en dicha casa, puesto que ni sus prendas podía cambiar. El tiempo sin una sola migaja que llevarse a la boca le había hecho desnutrirse más de lo debido, y hasta sus extremidades temblaban constantemente, ya que la falta de alimento no le permitía mantener el equilibrio ni siquiera al caminar.

—¿Puedo comer lo que dejen caer? —preguntaba Corvalo, cuando se arrastraba por debajo de la mesa en busca de las sobras.

—Mira, querida, ya tenemos mascota. —mofaba el señor Antonio al ver a su delgado hijo comiendo hasta el polvo del suelo.

Todos los días eran una tortura para el desnutrido, pues ni permiso para salir tenía. «Me gustaría tener otros padres, otra familia como esas que siempre veo a través de la ventana» , reflexionaba Corvalo en sus momentos de tristeza y desamparo, como cada noche antes de irse a dormir. «¿Y si algún día tomara el valor de hacer lo mismo que ellos hacen conmigo?, ¿y si alguna vez intento matarlos como ellos me matan a mí de esta manera?» , se preguntaba a sí mismo en sus sueños. Efectivamente, aquellos sueños no eran más que las mil repeticiones de las tantas ideas que llegaban a la mente del pequeño en su desesperación y sed de venganza. Llevaba soñando lo mismo incluso cuando estaba aún más joven, pero nunca había llevado a la realidad ninguna de esas ideas.

La peor parte para el pequeño llegaba al día siguiente, ya que significaba volver a soportar ese martirio de no probar ni las sobras quemadas y echadas a perder. Otro día más de hambruna.

—¿Cuando sea más grande podré ir a la escuela? —interrogaba Corvalo.

—¡¿Te parece que gastamos el dinero en tonterías?!, ¡no vamos a invertir nuestro tiempo en lo que no sirve ni para aprender a cocinar!

—¿Entonces enseñarías a cocinar, mamá?

—Como si aprendieras, eres más animal que tu padre.

—Quiero intentar, por favor, no soporto más el hambre.

—Querida, creo que el niño tiene razón. Mira lo delgado que está, ¿no te preocupa que hasta pueda convertirse en caníbal y nos haga más complicado el vivir? —intervino el señor Antonio.

—¿Caníbal dices?, ¡jah, hazme un favor y pisa tierra! ¡Ya le he enseñado hace muchos meses y no ha sabido ni sostener la maldita olla! —exclamó la señora Olivia con enfado.

—Por favor, mamá, quiero intentar de nuevo.

—Lo siento, Corvalo, pero tuviste tu oportunidad y no la aprovechaste. Mejor anda a ver qué cosa puedes aprender a preparar por tu cuenta, tienes manos y pies, puedes probar. Pero ay de ti si me incendias la casa. —expresó el señor Antonio.

Cuando los adultos no tenían manera de vigilar a Corvalo por culpa de sus oficios, él intentaba cocinar a solas, puesto que a la señora Olivia le enfurecía rotundamente encontrar a alguien más en su cocina; no toleraba ni que le tocaran los ingredientes por la firme creencia de que mientras menos hubiese en la despensa más deberían ser sus horas de trabajo y mayor esfuerzo le costaría recuperar todos esos alimentos perdidos. No obstante, a Corvalo se le complicaba moverse al ritmo que correspondía y hasta llegaba a desmayarse en sus diversos intentos por cocinar.

Sin duda alguna, esa no era una buena vida para un niño de sólo 5 años.

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