Feliz Navidad, Mataron a la señora Granados (Cristhoffer Garcia)
—¡Susy, cariño ven! —llamó la señora Pirela a su gata para darle de comer.
Eran las seis de la mañana de la víspera de Navidad y estaba preocupándose.
Finalmente, vio a la gata salir como un rayo de la casa de su vecina la señora Granados .
Ahogó un grito de terror al ver a la blanca felina chorreando sangre por su vientre.
—¡Ay, dios mío! ¿Qué te hizo esa vieja loca? —Dejó caer el plato para cargar a su mascota con desesperación. Al comprobar que no tenía ninguna herida abierta, dejó a la gata comiendo del suelo y con un nudo en la garganta siguió en sentido inverso las huellas escarlatas de su mascota.
El portal azul, viejo y oxidado, estaba abierto; también la puerta de la casa de la anciana de dónde provenían las pisadas felinas.
—¡Señora Granados! —llamó al tiempo que su corazón vaticinaba una desgracia. La mujer entró a la casa repitiendo el llamado en un murmullo. Minutos después, salió conmocionada de la vivienda gritando: ¡Mataron a la vieja Granados! ¡La mataron!
***
Cuando estacioné el vehículo a una cuadra de distancia del callejón El Guarataro, pasaban de las ocho de la mañana. Apagué el motor y emití un sonoro bostezo. Con reprobación observé las ojeras en el retrovisor, por tercer día consecutivo me trasnochaba viendo anime online, el único desahogo tras la muerte de mi novia.
Desayuné con premura, procurando no ensuciar de migas el auto.
—"Barriga llena, corazón contento", decía mamá —recordarla me llenaba de amargura. Abrí la guantera para sacar la insignia que rezaba: Rabath Brett, Detective de Homicidios del CICPC, un cargo obtenido a cambio de grandes sacrificios. De forma inevitable fijé mi vista en el regalo prometido a mamá. El lazo rojo se había aplastado dándole la forma de un hongo desnutrido.
Cerré la guantera con rabia y la puerta del auto corrió la misma suerte.
El pacheco que hacia afuera refrendo un poco mi ira y agradecí estar usando la ochentona chaqueta de cuero negra que me habían regalado.
El callejón El Guarataro se encontraba en la parte baja del populoso barrio del mismo nombre; veinte casas contiguas constituían esta comunidad. El portón metálico que permitía el acceso a la zona y que brindaba a sus residentes una falsa ilusión de seguridad se encontraba abierto para facilitar nuestro acceso.
Lo primero que observé fue el decorado navideño que exhibían las viviendas. Era común que cada familia adornara a su gusto, con distintos motivos; sin embargo la decoración era armónica, toda en blanco y morado. Lazos, luces, adornos y demás destacaban sobre las fachadas recién pintadas y cuidadas. Tuve la impresión de estar en una comunidad unida, con la única excepción de la casa de la víctima, la cual destacaba por su deterioro y suciedad.
Otros dos detalles llamaron mi atención. Un mural al final del callejón que representaba al Alcalde entregándole regalos de navidad a un grupo de niños, había sido vandalizado con pintura de aerosol. Alguien pintó sobre el pantalón del Alcalde una obscenidad y el mensaje: "¡Aquí está tu regalote, nenita!".
Además, era común que tras la muerte de una persona, la mórbida curiosidad hiciera que los vecinos y no vecinos se acercaran a averiguar los detalles. Está deshabitual falta de interés despertó mi curiosidad.
Ingresé en la vivienda evitando pisar las huellas dejadas por el gato, las cuales se hallaban ya marcadas como evidencia. La casa emanaba un olor a humedad que revolvió mi estómago; la superficie de los muebles tenía polvo arraigado, sinónimo de poca limpieza. Avancé a la izquierda, donde se hallaba la cocina y el cadáver.
—Hola, Rabath —saludó Dailin Sanchez, mi compañera, feliz de verme—. ¡Feliz Navidad!
—¡Ah! Hola, Dailin. Sí, Feliz Navidad —repliqué de modo automático y pregunté seguido— ¿que tenemos hoy?
—El especial navideño, ancianita a la troncha —ambos reímos del comentario y ella prosiguió con el perfil del cadáver—. La mujer se llamaba Margarita Granados, setenta años, pensionada, viuda y sin hijos, vivía con su sobrino. La causa de la muerte fue una herida punzocortante a la altura de los omóplatos, el cuchillo ingresó por la espalda y salió por el plexo solar. Abría la nevera cuando la atacaron a traición, derramó un envase con sardinas, eso fue lo que atrajo a la gata que se las comió y se ensució con la sangre.
—Pobre gatita, hambrienta —me lamenté.
—Sí, Rabath, pobre gatita —replicó Dailin con sarcasmo.
Me coloqué los guantes sin dejar de analizar a la anciana que era delgada, desnutrida, de piel mestiza y cabello canoso. Cuando la asesinaron tenía puesta una bata de dormir desteñida, intuí que el ataque tenía pocas horas de haber sucedido y como si leyera mis líneas de pensamiento, Dailin señaló: —Por el rigor mortis estimo la hora de la muerte entre las cuatro y las cinco de la mañana.
—¿Quién encontró el cadáver? —pregunté.
—La dueña de la gata, siguió las huellas sangrientas y salió dando gritos. Otro de los vecinos llamó a la policía. Nadie más entró luego de eso.
Asentí agradecido.
Al lado de la anciana había un paño de cocina con restos de sangre.
—Apuesto que el asesino limpió las huellas del arma antes de irse —me rasqué la cabeza, lo hacía siempre que pensaba—. ¡Vaya complicación!
—Estoy de acuerdo, esperaba poder cerrar el caso con una orden de captura y listo.
—Y ni hablar de la estúpida gata ensuciándolo todo —se quejó una voz conocida desde la otra habitación. Era el agente Jesús Mujica, que fotografiaba la escena para el expediente.
Me uní a él en la pequeña sala, siguiendo las huellas felinas. Las pisadas subían a una silla apartada del comedor, ensuciando el mantel de tela que cubría la mesa.
—Se instaló allí a limpiarse —dije imaginando a mi gata, Siam, en los mismos menesteres. Las pisadas luego iban en dirección a la puerta.
—Asegúrate de fotografiar esta área —le pedí a Jesús.
—Ya lo hice, siempre voy un paso antes —respondió con suficiencia.
Iba a replicarle, pero Dailin me llamó desde la cocina.
En la puerta de la nevera se encontraba una pizarra con los recordatorios escritos por la anciana, pistas a seguir:
"Para hacer hoy:
—Pedirle la plata a Darío, otra vez, me tiene arrecha.
—Dejarle un regalito a la nenita.
—Contarle a la vieja Escalante los amoríos perversos de su hija".
***
De acuerdo a los vecinos, el sobrino de la señora Granados, Aldair Pérez, trabajaba en un centro de atención telefónica y no disponían de su número para contactarle. Ubicamos la dirección de su trabajo y decidimos informarle personalmente de la trágica noticia.
El personal de seguridad de la empresa nos iba a brindar apoyo para ubicarlo, pero cuando subíamos al primer piso el individuo se encontraba en el rellano.
—Señor Pérez, CICPC, queremos hablar con usted —le dije y él arrancó a correr.
—¡Demonios! —exclamé tomando la delantera en la persecución. Las escaleras culminaban en una terraza—comedor, dónde contemplé con desesperación como el fugitivo corría sin detenerse entre las mesas y en una suerte de street jumping , saltó de una silla al muro de seguridad y de allí al vacío, causando la conmoción de los comensales presentes.
Comprobé que el infeliz cayó ileso en el techo de un edificio vecino.
—¡Apártense, C.I.C.P.C! —grité para alejar a los curiosos. Retrocedí unos metros para emprender la carrera, me quité la chaqueta, se la lancé a Dailin y sin reparo corrí... corrí escaleras abajo, ni loco iba a intentar ese salto tan largo.
***
Tras capturar al sobrino, nos contó —tras cierta represalia que recibió por hacerme correr— que esa mañana dejó a su tía viva. Discutieron por el dinero de la renta y él le aseguró que se lo entregaría en la tarde. La anciana preparaba unas sardinas cuando él se marchó de la casa y le pidió que dejara la puerta abierta para que se disipara el olor. Al vernos huyó pensando que le buscábamos por los papeles higiénicos que durante meses había hurtado de la empresa y revendido a sobreprecio.
—¡Qué idiota! —sé quejó Dailin desde su escritorio—. Si no hubiera huido, ni nos enteramos.
—Ya ves, tener la conciencia sucia es igual que tener el trasero sucio —repliqué.
—No entendí —me miró extrañada.
—Es un ladrón de "papel higiénico", es irónico —reí solo del chiste.
La conversación fue interrumpida por la llegada de Jesús, acompañado del Vocero del Consejo Comunal del Guarataro, Ernesto Sarmiento, la "nenita" a quién hacía alusión la señora Granados.
De contextura robusta y aires amanerados, el señor Sarmiento colocó su cartera de bolsillo sobre la mesa antes de sentarse. Una pieza de cuero de vaca, con una cruz de calaveras plateadas estampada en uno de los lados.
Después de realizarle algunas preguntas casuales, entramos en materia y nos confirmó algo que ya sabíamos: La señora Granados no era querida por los habitantes del barrio.
—Era una bruja —aseveró Sarmiento con su voz de niña—. Nunca quería colaborar con la comunidad y miren que le jalé para que lo hiciera.
—¿Eso le molestaba? —preguntó Dailin.
—Por supuesto, era... contrarrevolucionaria. Mira chica que logramos que el alcalde nos adornara las viviendas y pintamos un mural en su honor. Hoy iba a visitar nuestro callejón y por culpa de esa vieja cochina ya no lo hará.
—¿Cochina? —indagué.
—Sí, cochina, todas las mañanas dejaba la basura frente a su casa, podían pasar días sin que la botara.
—¿Qué sintió cuando despertó y vio el mural dañado? —indagué.
—¡Ay, me dio un patatú! —exclamó echándose aire con la mano—. ¡Me quería morir! Qué bueno que el alcalde no vino o... ¡Una vergüenza!
—Sabemos que la anciana le llamaba "nenita", ¿al ver el mural dañado no supuso que ella lo hizo? —pregunté.
—No, de hecho tenía días sin toparme con ella.
—¿Dónde estaba entre las cuatro y las seis de la mañana? —Dailin anotaba en una libreta.
—Estaba en casa, durmiendo —respondió lacónico.
—¡No mienta! —dije ofuscado—. Tenemos un testigo que lo vio en el callejón esta mañana.
Era un farol, pero sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Eso es imposible! Yo me levanté con los gritos de la señora Pirela, lo juro.
—Lo comprobaremos —dije con mi cara de policía malo.
***
A las tres de la tarde regresamos al callejón. Ya habían retirado el cadáver y asegurado la casa. Nos hallábamos en la pequeña y calurosa sala de la familia Escalante.
La señora Escalante bufaba molesta, arrellanada en el sofá. Sus ojos de ratón nos observaban con desprecio por interrumpirla a la hora de rezar el rosario.
—¡No tengo idea de que hablan! —dijo irascible con su relicario en la mano—. Esa mujer seguro planeaba calumniar a mi Fanny, como pueden ver es una beata consagrada al señor, a su comunidad. No tiene, ni tendrá novio.
De eso estaba convencido. La hija era la personificación de la fealdad. No era su gordura desproporcionada o los dientes torcidos y cariados. Era algo en su aura, una mala vibra que me causaba repulsión.
—Díganos, ¿a qué se refería la señora Granados con ese mensaje? —le pregunté tratando de sobreponerme al desagrado que me causaban.
—¡Esa mujer estaba loca! Siempre me insultaba sin razón. ¡En paz descanse! —Fanny se santiguó con su rosario de cuencas plateadas, un acto mecánico y carente de sentimiento.
—¿Conoce a alguien que albergara rencor contra la anciana? —Dailin desvío el tema.
—Todos en este barrio detestaban a esa arpía —La señora Escalante se palmeó la pierna exasperada—. En su juventud se acostaba con los hombres casados del callejón y luego borracha lo pregonaba a los cuatro vientos. Destrozó al menos dos matrimonios y durante un tiempo estuvo amenazada de muerte —Hizo una pausa para tomar un trago de agua, colocó el vaso en la mesilla y continuó: —Se marchó un tiempo del barrio y cuando regresó, tomó la costumbre de envenenar animales. El pequinés de Sarmiento, Cuqui, fue una de las víctimas, deberían preguntarle a él si la mató...
—¡Ernesto jamás haría eso! Él es un buen hombre —replicó la hija visiblemente ofendida.
—Bueno, tal vez sea bueno. Pero hombre... lo dudo —discriminó la señora Escalante.
—¿La señora Granados se acostó con su esposo? —el tono de Dailin fue cortante.
La señora Escalante miró a Dailin con rencor, la respiración se le aceleró y cerró los puños con furia. Me preparé para contenerla si decidía atacar a mi compañera.
—Mi Francisco era un pan de dios, jamás me engañaría con ese esperpento —tras una pausa añadió—. Y si lo hizo, ambos se revolcarán en las llamas del infierno.
La rabia con las que emitió está frase me hizo pensar que la infidelidad fue consumada.
Me levanté con ánimo de finalizar el interrogatorio cuando Dailin preguntó:
—¿Cuál de las dos toma pastillas para dormir? —señaló un envase de pastillas que se encontraban en la mesa.
—Eh... mamá. A veces tiene problemas para conciliar el sueño —Fanny se mordió el labio palideciendo.
Algo ocultaba esa fea mujer y me proponía averiguar que era.
***
La noche de Navidad estaba frente al computador escuchando como una chica gritaba de placer frente a un hombre visiblemente agotado.
—¡Te volví a ganar! —dijo EyeofDragon101280. Era la tercera ronda de "Soul Excalibur Online" que perdía esa noche y decidí desconectarme.
Mi cabeza no dejaba de darle vueltas al asesinato de la anciana. La señora Granados era una mujer mal intencionada y cruel, de continuar hurgando en su pasado la lista de posibles culpables seguro aumentaría. Sin embargo, por los momentos debía centrarme en las personas involucradas.
—Miau —Siam maulló acusadora pidiendo que fuéramos a dormir.
—Feliz Navidad, Siam —dije rascándole la cabeza, mientras revisaba mi e-mail. Jesús había enviado las fotografías de la escena del crimen, justo lo que esperaba.
Las imágenes captaban la cocina, el cadáver cubierto con restos de sardinas y las huellas sangrientas de la gata.
—Mira el desastre que hizo tu amiga felina —le dije a Siam que me ignoró limpiando sus patas.
Justo en ese momento observé la foto que mostraba el mantel de lleno de sangre. Un objeto entre la tela reflejó el brillo del flash de manera casi imperceptible.
La sensación de encontrar la pista definitiva recorrió todo mi cuerpo.
***
Esa mañana de navidad, mis compañeros y yo visitamos de nuevo la casa de la señora Granados. La pequeña pieza de metal plateada era en efecto la pista que nos reveló al asesino.
El ambiente en el callejón era festivo. Las rítmicas gaitas zulianas sonaban a todo volumen desde una casa, en otra se escuchaban los cánticos de una partida de domino. Varios niños se divertían exhibiendo los juguetes que el Niño Jesús o Santa les había traído.
Aquellos que se percataron de nuestra presencia, pretendieron ignorarnos como si al hacerlo pudieran ocultar la situación.
—Es evidente que la muerte de la señora Granados no afectó para nada las navidades de esta comunidad —comentó Dailin con tristeza.
—Ya ves, se ha perdido el respeto por los muertos —dijo Jesús.
—Me preocupa más que ya no se respete la vida —añadí tocando sin reparo la puerta del culpable.
***
—Dile que pase, Jesús, por favor —pidió Dailin.
Estábamos en el cuarto de interrogatorios y al abrirse la puerta se coló el olor a café recién hecho. Tal como esperábamos al sentarse a la mesa, el culpable extrajo la cartera de su bolsillo trasero colocándola sobre la mesa.
—Señor Sarmiento, no me andaré con rodeos, sabemos que usted asesinó a la señora Granados, ¿por qué lo hizo?
—¡No es cierto! Yo no lo hice —su voz aniñada me exasperó.
—Nos dijo que no había conversado ese día con la mujer y sin embargo... —Dailin sacó de su chaqueta una bolsa con la prueba recopilada esa mañana. Una pequeña calavera de metal desprendida de su cartera.
Al verla el rostro de Sarmiento palideció.
—También puedo asegurar que encontraremos sus huellas en la casa.
Golpeé la mesa con un puño.
—¡Usted le enterró el cuchillo y disfrutó verla convulsionar! —grité.
El hombre se derrumbó y llorando nos contó lo sucedido.
—Ella nos extorsionaba desde hace meses, por casualidad un día sacando la basura descubrió mi relación con Fanny.
—Para encontrarse dopaban a la señora Escalante con las pastillas ¿verdad? —inquirió Dailin.
—Era la única forma, la mamá de Fanny es una conservadora.
—¿Así que decidieron matar a la señora Granados para preservar el secreto? —pregunté.
—¡No! ¡Fanny no está involucrada! Esa mañana salí temprano a cerciorarme de que todo estuviera perfecto para la visita del Alcalde y cuando vi el mural dañado, supe al instante que había sido la bruja. Entré a su casa furioso aprovechando que la puerta estaba abierta, estaba arreglando sardinas como si nada. Discutimos, se burló de mi voz y mi sexualidad —sollozó—. Sus palabras me volvieron loco, quería callarle la boca de una trompada. Cuando iba a guardar las sardinas en la nevera, vi en la pizarra que planeaba contarle a la mamá de Fanny nuestros encuentros clandestinos. Yo... yo tomé el cuchillo y... la asesiné.
—Luego se sentó en el comedor a llorar —añadí.
Sarmiento asintió tapándose el rostro con ambas manos para llorar a moco suelto.
***
—Así culminó el caso de la señora Granados, mamá. Era una mala mujer que vivía con la determinación de lastimar a las personas a su alrededor y disfrutaba con ello. Su afán de arruinarle las navidades a Ernesto y a Fanny, le costó muy caro —Suspiré y con una voraz tristeza clavada en mi pecho, continúe: —Todo lo contrario de ti, mi vieja, que te preocupaste siempre por hacer el bien.
Para entonces tenía el rostro anegado en lágrimas, producto del ardiente remordimiento.
—Lo siento, mamá. Aquel día no llegué a tiempo para despedirme. Perdóname, te amo.
Esa tarde de navidad dejé sobre la tumba de mi madre el regalo que durante dos años permaneció en la guantera del auto; producto de un pasado que justo ahora no quiero recordar.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top