Parte 1

Todo comenzó de manera tan abrupta que nadie pudo hacer nada al respecto. Nadie pudo estar preparado para lo que estaba a punto de suceder cuando la muerte llegó en forma de un manto blanco y gélido. Era un día cálido como cualquier otro día de verano en el pequeño pueblo de San Antonio. El cielo apenas era salpicado por algunas nubes dispersas.

La pequeña Naiara corrió presurosa a saludar a su padre quien preparaba el pequeño camión con cosecha para un largo viaje hacia la Capital.

–Papi. ¡Déjame ir contigo! –Suplicó con inocencia la pequeña de diez años.

–Lo siento hija. Me encantaría que me acompañaras, así mi viaje no sería tan aburrido. Pero necesito que te quedes con tu madre. Mañana por la mañana ya estaré de regreso, y prometo que te traeré un obsequio. –Le contestó sonriente Fabián Sotelo, su joven padre, de apenas treinta años, un agricultor como lo eran la mayoría en el pequeño y aislado poblado.

–Está bien papá. Mañana te estaré esperando.

–Te quiero mucho. ¿Lo sabes?

–Y yo a ti papá.

–Ve por tu madre y dile que estoy a punto de partir. ¿Acaso piensa no venir a despedirse?

–Ya te oí! –Contesta desde dentro de la casa su esposa Lara. –Estaba preparando tu almuerzo.

–Gracias mi querida esposa. ¿Qué haría sin ustedes chicas? –Les dice sonriente dándoles un fuerte abrazo. –Tengan cuidado. Y por favor traben las puertas. Es un pueblo tranquilo, pero aun así siempre me preocupa cuando quedan solas.

–Que tierno eres, siempre tan preocupado. Pero descuida, sabemos muy bien cómo cuidarnos. Tu viaja tranquilo y apresúrate en volver.

La familia volvió a despedirse con un gran abrazo y luego el hombre subió a su camión y emprendió su largo viaje. Por el espejo retrovisor observaba a su hermosa esposa de largos cabellos castaños y a su tierna hija. Las quedó observando hasta que solo fueron una tenue mancha en el espejo mientras el vehículo tomaba la ruta en dirección al sur. Si hubiera sabido que quizás era la última vez que veía a su familia por ningún motivo se hubiera marchado, pero era imposible saber lo que estaba a punto de ocurrir, nadie estuvo ni lo más remotamente preparado para el peligro que acechaba desde lo más alto de aquel cielo de verano.

Las horas pasaron hasta que la tarde estaba llegando a su fin, el sol todavía brillaba en el oeste tiñendo el cielo de una hermosa tonalidad naranja y los grandes sembradíos resplandecían con un resplandor dorado. La pequeña Naiara observaba el atardecer sentada en un viejo tronco de un árbol caído. Las hectáreas de plantaciones de maíz finalizaban en aquella selva majestuosa que se extendía hasta el horizonte. Desde altos postes, los espantapájaros que su padre había colocado con la esperanza de ahuyentar a los cuervos que hacían estragos en sus cosechas, le daban un toque mágico y misterioso a aquel hermoso paisaje. Distraída por la belleza del anochecer la pequeña no se percató de que algo extraño había en ese día en particular. Todo estaba envuelto en un silencio absoluto, no se oían el canto de ningún ave, ni siquiera los grillos que apabullaban con su intenso canto cuando el sol se oculta se oyeron ese día. En cambio, comenzó a oírse otro tipo de sonido, algo más estremecedor. El aullido del viento proveniente desde el norte comenzó a invadir todo el lugar, los árboles y las plantas se mecían y crujían incontrolables a medida que el viento aumentaba su intensidad. A lo lejos comenzaron a formarse oscuras y amenazantes nubes de tormenta. El paisaje pronto se volvió gris a medida que la tempestad se acercaba implacable. El viento fue tan intenso que incluso uno de los espantapájaros fue arrojado a lo lejos.

–Naira entra ya mismo! ¡Se avecina una tormenta! –La llamó preocupada su madre mientras corría a quitar la ropa que secaba en el tendedero.

Las nubes pronto cubrieron todo el cielo oscureciendo todo a su paso. Pronto la noche cayó sobre el pueblo y con ella vinieron los primeros y estruendosos rayos. La pequeña observaba atentamente por la ventana de la cocina mirando hacia la carretera por la que se había marchado su padre.

–¿Crees que papá estará bien con esta tormenta? –Preguntó afligida a ver los relámpagos que cruzaban de lado a lado iluminando todo el cielo y haciendo que la casa vibrara por el poder de sus truenos.

–No te preocupes hija. Solo es una tormenta como cualquier otra. Tu papá sabe cómo conducir con precaución en estos casos. Mañana lo tendremos con nosot...–Sus palabras fueron interrumpidas por un repentino apagón de luz. –No te asustes hija, encenderé una vela.

La oscuridad en la casa era total, Lara no podía ver lo que tenía frente a ella. Buscó con cuidado para no golpearse, hasta que por fin pudo encontrar un par de velas escondidas en el fondo del cajón del armario de la cocina. Una vez que pudo encenderla su luz iluminó el rostro de su asustada hija.

–Tranquila mi niña. Es solo una tormenta. Pronto pasará. –Intentó calmarla, pero los rayos que iluminaban los campos parecían caer cada vez más cerca. La fuerte lluvia comenzó a impactar contra la casa, pronto el agua comenzó a entrar por debajo de la puerta y por las hendiduras entre las ventanas. Pareciera que un gran diluvio estuviera cayendo esa noche sobre San Antonio.

–Mamá. ¿Puedo dormir contigo esta noche?

–Claro hija. Iba a pedirte lo mismo. Te cuento un pequeño secreto. También me asustan las tormentas.

La niña esbozó una sonrisa mientras su madre le daba unas suaves caricias en su espalada. –Será mejor que vayamos a acostarnos. No podemos hacer nada en esta oscuridad. –Dijo la madre mientras que con una mano sujetaba la mano a su hija y con la otra sostenía la vela para subir por las escaleras hasta las habitaciones.

Juntas se metieron en la cama y se taparon con las sabanas. Pronto la vela se apagó y el cuarto quedó sumido en las tinieblas, solo interrumpidas por la luz de los constantes relámpagos.

–Solo espero que papá esté bien. –Pensaba la pequeña mientras miraba por la ventana la furia de la tempestad que se azotaba sobre la comunidad. Quizás haya sido por la oscuridad o por el miedo y la preocupación que sentía, pero Naira no se percató del vapor grisáceo que salía de su boca cada vez que respiraba. Pronto se quedó dormida arrumada por el sonido de la lluvia sobre el techo de chapa.

Sin saber bien qué hora era, la madre se despierta de repente sobresaltada. Su cuerpo temblaba descontroladamente. Sus manos estaban entumecidas y dolían espantosamente. En ese momento se percata del vapor que desprendía su aliento. Una horrible sensación la invadió. El cuarto estaba helado, el frío era tan intenso que apenas podía soportarlo. Sin entender como había pasado de un cálido día de verano a uno de crudo invierno, Lara se levanta y busca desesperada la frazadas y cobijas que habían guardado una vez que había terminado el último invierno. Cuando regresa tapa cuidadosamente el cuerpo temblante de su hija y se acurruca junto a ella abrazándola. Aun con las frazadas el frío podía sentirse hasta los huesos. Afuera la tormenta seguía golpeando con fuerza y el horrible aullido del viento podía oírse cada vez con más fuerzas, como si se tratara del temible lamento de una fiera moribunda.

Todavía temblando por el repentino y atroz frío, la mujer se queda profundamente dormida junto a su hija. Cuando volvió a despertarse se percató que había algo extraño. Algo blanco cubría la ventana en su totalidad. Sin saber bien que era, la madre se levanta con cuidado, frotándose las manos para darles calor. Al abrir la ventana se queda estupefacta, una fuerte ráfaga de viento la golpea y la hace caer, el helado viento traía consigo grandes cantidades de nieve. La mujer se levanta a duras penas y antes de volver a cerrar la venta observa horrorizada como todo el paisaje estaba cubierto por una gran capa de blanca y extraña nieve, algunas ramas de las altas plantas de maíz apenas eran visible. Todo está cubierto por aquel gélido manto blanco. El cielo seguía cubierto por aquellas oscuras nubes y el viento soplaba con plena violencia impulsando la nieve que caía formando fuertes ventiscas. 

Sorprendida la mujer cierra de inmediato la ventana. Corre hacia el armario y saca las viejas ropas de invierno que tenía guardada. Despierta a su hija y mientras esta la miraba atónita sin entender que sucedía ella le decía que se abrigara.

–Que está sucediendo mamá? ¿Por qué hace tanto frio?

–No lo sé hija, por favor ponte esto.

–Donde esta papá? ¿Ya ha regresado?

–Todavía no hija. Pero el estará bien. Veras que pronto estará aquí con nosotros. –Intentaba reconfortar a la pequeña mientras apilaba sobre ella varios abrigos.

Juntas fueron hasta la cocina donde la madre rápidamente coloco unos leños en su vieja cocina a leña, los roció con un poco de combustible y arrojó sobre ellos un serillo encendido. El fuego se encendió rápidamente y juntas se sentaron y acurrucaron frente a él.

Cuando el calor volvió a sus cuerpos, la madre se levantó y fue hacia la ventana para intentar ver algo. El horror que sintió en ese momento al darse cuenta que no podía reconocer nada de lo que sus ojos veían. Todo, absolutamente todo estaba cubierto de blanco, la nieve seguía cayendo con fuerza y el viento bramaba con furia sacudiendo las chapas de su hogar. El camino que llegaba hasta su hogar ya no existía, era como si estuvieran en el polo norte.

–Oh Dios. ¿Qué está pasando aquí? –Susurró para sus adentros.

–Que sucede mama? –Preguntó la niña preocupada.

–Nada mi niña. Solo es una tormenta. Pronto pasará. Intentemos darnos calor. Papá estará aquí muy pronto. –Intentó convencer a su hija y en el fondo trataba de convencerse a sí misma, pero el rugido del viento incesante le hacía preguntarse si de verdad todo mejoraría. 

Las horas fueron pasando, el viento era cada vez más intenso y la nieve se acumulaba de manera alarmante contra la ventana, hasta que, de un momento para otro, cubrió por completo el acceso de la escasa luz del día. La oscuridad más absoluta invadió la pequeña casa, solo interrumpida por el cálido resplandor de los leños ardiendo. La electricidad se había ido hacía horas y no había vuelto a regresar. La madre y su pequeña permanecían en silencio, abrazadas mirando fijamente hacía la puerta, tenía la esperanza de que, de un momento para otro, su amado esposo y padre, entraría con una enorme sonrisa dibujada en su rostro, pero eso no sucedió. Pronto se hizo de noche, la primera noche desde que aquello comenzó. La madre trajo hacia la cocina el colchón de la cama de su hija, y luego de tomar una taza de té caliente se acurrucaron juntas intentando dormir. Luego de un rato la pequeña se desvaneció en un sueño profundo, pero su madre no pudo. –¿Dónde estás Fabián? –se preguntaba afligida.

El acogedor sonido del crepitar de las llamas que aún ardían con la intensidad suficiente como para mantener calefaccionado el pequeño ambiente, contrastaban con el feroz bramido de las ráfagas que soplaban con una inaudita intensidad. Cuando comenzó a sentir que los parpados le pesaban, Lara se acomodó junto a su hija. Mientras acariciaba con delicadeza sus cabellos le susurraba que todo estaría bien. 

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