Skarlet

El dolor la despertó. A veces, era el clima impredecible al final de las estaciones. Otras veces, el se estremecía de sueño sin razón aparente, quizás el peso de sus hombros ya encorvados contra el dolor. Cualquiera que sea la causa, había poco que pudiera hacerse, además de acostarse boca abajo en su cama y esperar, cuidando de que nada más que aire tocara sus cicatrices. Ninguna magia podría tocar estas heridas, no sé recuperaría a como alguna vez lo hicieron. Sin tónicos, sin brebajes herbales, ni ungüentos, nada mágico o mundano. Los dioses antiguos solo sabían que su padre y emperador, había intentado cualquier cantidad de curaciones, la suya, la de otros, tanto dentro como fuera del Mundo Exterior. Maldecía en alto el que haya matado al hechicero sin pensar que sus hijos postizos necesitarían de su magia para poder curarse. No ha habido nada en las semanas posteriores al robo de su magia sangrienta.

Misma que le daba gran parte de su fuerza vital para vivir, luchar y subsistir.

Sus músculos se contrajeron dolorosamente fuerte y su respiración quedó atrapada en su garganta. Ella se levantó sobre sus codos, su columna vertebral se arqueaba en un esfuerzo por seguir moviendo los músculos. Si bien nada podría compararse con la primera agonía de despertarse sin su magia, días como estos se acercaban. Recordaba los músculos cortados con hierro y como intentaron mover y abrir su piel que ya no estaba allí para llegar a sus arterías para ser drenada de su magia y su sangre; cada movimiento es agudo y abrasador. Las articulaciones vacías le dolían, el dolor envolvía sus hombros y costillas como un vicio. En los peores días, podía jurar que todavía estaba allí, que podía sentir la sangre de sus enemigos palpitar en el cuerpo de otros, sentir el goce de la sangre contra su piel desnuda.

Sus músculos se calmaron, respiró hondo y temblorosamente, volviendo a caer sobre su estómago con fuerza y sintiéndose más débil. Sus almohadas estaban mojadas por las lágrimas que se habían escapado, y las mantas estaban húmedas de sudor. Su labio estaba en carne viva donde lo mordía con fuerza por el dolor que cubría toda su existencia, y se estremeció en el aire fresco de la habitación. Había poco más que pudiera hacer, dejarlo solo con sus pensamientos. Odiaba días como este.

Odiaba a Salazar.

Se odiaba a sí misma por amar y confiar ciegamente en ese maldito mercenario.

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