Capítulo tres: risas entre sombras

Todo estaba oscuro. Parpadeé molesta, con cierto esfuerzo, buscando desesperadamente que se hiciera la luz. Tardé en darme cuenta que estaba en una habitación sin ventanas. Tal era la oscuridad que parecía que ni siquiera había puerta alguna. No había ninguna rendija en el suelo que mostrara la luz del exterior de la habitación, ni nada semejante.

Analicé mi estado en medio de aquella situación, buscando una forma de eliminar mi desorientación. Estaba sentada en una incómoda silla de madera. Podía escucharla crujir al removerme encima de ella. Tenía las manos tras el soporte de la silla, retenidas con lo que parecían esposas metálicas. Titilaban en medio del silencio bajo el movimiento de mis manos. Intenté moverme lo menos posible, porque tenía heridas abiertas en las muñecas por el roce con el metal.

Me dolía respirar. Algo raro le ocurría a mis costillas, algo anormal. Todos mis músculos estaban agarrotados y tenía las piernas dormidas. Me hormigueaba molestamente la piel al intentar moverlas, aunque, con la herida de bala que tenía, tampoco hice muchos esfuerzos por moverme. Me dolía punzantemente un lado de la cara, pero me encontraba tan desconcertada, con mi cabeza dando vueltas sin parar, como un tiovivo de feria, que era incapaz de encontrarle sentido a nada. Era un sentimiento irritante, la dualidad entre la consciencia y la inconsciencia.

De repente, se hizo la luz. Una puerta enorme, que parecía ocupar toda la pared, se abrió. Su movimiento fue tan lento que rápidamente me di cuenta de que era una mole. Sin embargo, no pude anotar mucho más. El contraste con la oscuridad fue tan repentino que tuve que entrecerrar los ojos para que no me hiciera daño. Pude ver como dos sombras se adentraban en la habitación y cerraban la puerta tras de sí, en un ruido sordo. La imagen comenzó a serme familiar, aunque mi cerebro seguía siendo incapaz de entender por qué.

Siguieron el chirrido de la madera sobre el suelo y el chasquido al tirar de una cadena metálica para encender la luz; la habitación se iluminó. Era una luz mucho más lóbrega que la del exterior. Prácticamente solo iluminaba el punto sobre el que estaba ubicada, de forma que no podía ver las paredes ni la puerta. Casi no podía ver a las dos personas que estaban frente a mí, únicamente sus siluetas. Altos, de hombros anchos y brazos lo suficientemente gruesos para romper troncos. Lo único que estaba bien iluminado eran nuestras piernas. Ellos vestían unos pantalones de pinza grises y unos zapatos negros. Me sorprendió el atuendo. En un lugar así, me parecía más lógico un equipo militar que ropa de sastre. Sin embargo, había una clara distinción. Las suelas de sus zapatos estaban desgastadas y rayadas, como solo podían estarlo las de una persona que se pasaba el tiempo utilizando sus propios pies para moverse, en lugar de tener un chofer que lo lleve a todos lados. Vestirían muy bien, pero eran secuaces. Miré mis piernas. Las medias estaban rotas y manchadas de sangre; pude ver un par de buenos cortes desde mi posición. Sin olvidarme de la horrenda herida de bala. Además, me faltaba un zapato.

Uno de los hombres frente a mí sacó un fósforo de uno de los bolsillos de su pantalón y lo prendió en la suela de su zapato. Se lo acercó a la cara, encendiendo un cigarrillo que mantenía entre sus labios, iluminándole un segundo el rostro. Aprecié sus cejas rubias, pobladas, y su cabello repeinado hacia atrás. Mantenía el cigarrillo entre sus labios duros. Rápidamente apagó el fósforo con un hábil movimiento de muñeca, volviendo a ocultar su rostro en la oscuridad. Al ver cómo su boca se alumbraba débilmente con la aspiración de cada calada, algo en mi mente despertó. Recordé. Recordé la razón por la que apenas podía mantenerme erguida en aquella silla, con problemas para respirar; porque tenía las piernas acalambradas y magulladas; la razón de que me sangraran las muñecas al mínimo movimiento... De un fogonazo vi cómo aquel hombre se erguía y, a voz de grito, me abofeteaba con su fuerza de minotauro, dejándome con media cara amoratada. Tuve que parpadear rápidamente para volver en mí y darme cuenta de que era un recuerdo, no una vivencia del momento. Los dos hombres seguían sentados frente a mí. Me hablaban, aunque yo no les había escuchado. Eso pareció molestarles, porque abandonaron su postura relajada y adquirieron una amenazante.

—Muy bien, muñequita. Ya nos has dado suficientes problemas, es hora de que hables. ¿Dónde está Haddock?

Me mantuve con los labios sellados, como ahora sabía que me había mantenido durante los días que había estado ahí recluida. Sabía que habían pasado varios por sus visitas, pero a veces éstas variaban en la duración y venían en periodos irregulares, por lo que, en medio de aquella habitación cerrada, era imposible saber el acontecer exacto de los días.

—¿No me has oído? —interrogó, pateando con una de sus piernas mi asiento, justo en el espacio entre mis piernas. Me trilló la piel en el proceso, pero no me quejé ni desvié la mirada.

El otro hombre se levantó y se sumió en las sombras, obligándome a estar pendiente del ruido de sus movimientos, de la forma en que arrastraba los zapatos por el suelo, para saber dónde estaba. Cuando me agarró la nuca por la espalda, ya estaba preparada para sus movimientos y pude permanecer inmutable. Me sujetó tan fuerte, hundiendo sus dedos en mi piel, que creí que iba a romperme el cuello.

—He dicho que si no me has oído —repitió, haciendo que el hombre tras de mí usara su mano libre en apretar las heridas de mis muñecas.

Estuve a punto de sisear, incómoda por el repentino dolor y el calor de mi sangre corriendo por mis manos y goteando entre mis dedos. Sin embargo, la voz de mi padre en mi cabeza, me detuvo. Recordé como mi padre, el valiente detective Hofferson, me enseñó desde la más tierna infancia las claves para poder sobrevivir en un negocio que heredaría de él tarde o temprano. Tenía el instinto, según decía. Aún en el momento de su muerte, seguía sin entender del todo a qué se refería y él jamás me lo dijo. Se divertía demasiado viéndome frustrada al no entenderle. Sin embargo, sus entrenamientos fueron mucho más lucrativos que sus acertijos. Me enseñó cómo huir, cómo defenderme, cómo atacar y cómo resistir.

No importaba lo que se les ocurriera a ese par de gañanes bien vestidos. Mi padre me había preparado para darle mil vueltas a cualquier cosa que ellos pudiera imaginar.

—Voy a reconocértelo, chica. Eres más estúpida de lo que pareces. De estúpida, eres hasta valiente. Pero si te mantienes callada, en espera de que tu príncipe venga a rescatarte, estás siendo una completa idiota. Se consciente de que ese tío te ha dejado en la estacada. Coopera con nosotros y podrás vengarte de ese capullo.

El repentino revés me sorprendió. ¿Qué pensaban? ¿Qué Hiccup me había dado las órdenes y que yo me había lanzado heróica e inconscientemente, en espera de que él volviera a rescatarme? La idea me pareció tan estúpida como divertida. Hiccup, el mismo hombre dulce que había gritado horrorizado al descubrir lo que yo planeaba hacer. Lo que había decidido hacer porque sabía lo que él significaba para el mundo. No solo por su intelecto, sino porque era bueno. Las buenas personas, capaces de grandes cosas, escaseaban. No iba a permitir que Hiccup, con todo lo que podía hacer por el mundo, se fuera al traste si yo podía evitarlo. No iba a negar que había tenido un pequeño matiz de sobreprotección pasional, pero había sido, en esencia, casi una decisión militar.

Entendiendo el prototipo de chica estúpida que ellos creían que era y lo que creían que había hecho y esperaba, no pude resistirme. Había soportado el dolor de las, muy probablemente, costillas rotas, los cortes y los golpes. Y sospechaba que no me habían hecho algo peor porque, por el momento, les interesaba mantenerme viva. Todo eso, en silencio. Pero las ganas de reír ante la incongruente situación me superaron y una fuerte risa escapó de mis labios. El sonido reverberó en aquella habitación con eco.

—¿Te parece divertido? —inquirió el secuaz frente a mí, con todo ácido.

El hombre tras de mí apretó el agarre de mi cuello con una ferocidad que podría romper rocas, pero no me contuve y seguí riendo. El que se mantenía sentado, se apartó el cigarrillo de los labios y me lo apretó en el interior del muslo, muy cerca de donde estaba su pie. Dolió como el infierno, pero seguí riéndome, liberada. Probablemente el ataque de risa estaba más influenciado por la situación traumática en la que me encontraba que porque fuera gracioso en sí mismo, pero eso no me detuvo.

Lo que sí logró acallarme fue el certero puñetazo que me dio en el lado herido de la cara el animal frente a mí, que se había cansado de mis burlas. El impacto fue lo suficientemente intenso para dejarme inconsciente con el mismo golpe. Lo último que pensé antes de fundirme en la oscuridad del agotamiento fue en el rostro de Hiccup y en que estuviera a salvo en su tierra.

¡Hola a todos, mis lindas flores!

Espero que este capítulo os haya gustado. Como podéis ver, Astrid sigue vivita y coleando. No está en sus mejores días, pero..., es un secuestro al fin y al cabo.

En fin, espero saber sus opiniones con respecto a este capítulo.

Con esto y un bizcocho, ¡nos leemos pronto!

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