Prólogo

     Las noticias volaban tan rápido como las lechuzas podían desplazarse. El mes de julio había venido con un clima húmedo y frío, impropio de la estación, aunque los días lluviosos eran los menos. Sin embargo, la neblina que cubría esa mañana las altas montañas de Escocia eran presagio de lo que el periódico iba a traer en portada ese día.

     El oro blanco del alba penetró a través de unos elevados ventanales, inundando de luz una inusual estancia y sacando refulgentes destellos a instrumentos de plata de extrañas morfologías. La estancia estaba dividida en dos pisos de morfología circular donde destacaban, al fondo de la misma, tres ventanales de arco ojival enrejados con celosía, a través de los cuales se podía observar una panorámica de un gran lago de aguas oscuras y en calma. Los huecos de las paredes que no estaban ocupados por retratos de hombres y mujeres que se movían y que vestían atuendos de lo más estrafalarios, con túnicas y sombreros altos de pico o de ala ancha de vivos colores, rebelaban una pintura roja con toques dorados, y unas lámparas de oro macizo estaban apuntaladas sobre el dintel de la puerta de entrada. Tenían una apariencia mitológica, pues representaban una criatura con cabeza de águila y cuerpo de león: el grifo.

     Pero sin duda lo que más destacaba por encima de los retratos móviles, de la sala circular y de las lámparas de grifo eran los numerosos instrumentos que se hallaban dispersos encima de un enorme escritorio de madera de ébano salpicado por toques de oro macizo en sus patas y en la silla de respaldo alto que había justo detrás. Se trataba de objetos de aspecto de lo más inverosímil. Un reloj que en vez de manecillas y horas tenía planetas, un astrolabio de plata y decenas de artilugios de misteriosa apariencia, entre ellas, un extraño conjunto geométrico conformado por un triángulo englobando a una circunferencia y siendo cortados ambos en vertical por una línea recta. Pero nada, ni siquiera la fabulosa ave de color rojo fuego que dormitaba sobre una percha cerca de la entrada, era tan remotamente enigmático como la vasija que estaba posada sobre el escritorio. Se trataba de una vasija de piedra de fondo profundo; por su superficie exterior se podían ver símbolos rúnicos antiguos. Pero sin duda, lo más intrigante de todo era el contenido, de aspecto viscoso y color gris plata, el cual desprendía luminosos destellos blanco-azulados como si de relámpagos se tratasen.

     Un trozo de muro tembló y se apartó hacia dentro sin producir sonido alguno, revelando un cuarto oculto en el que había una cama alta de sábanas de lino blanco, mantas de lana negra de oveja de las Highlands y un cobertor grueso de colores rojo y escarlata. El mueble estaba enmarcado por unos fastuosos pies en los que, situados a ras de suelo, descansaba la figura en bronce de un fiero dragón durmiendo. El pie se elevaba en forma de un dosel de cuatro columnas en madera roja de fresno en las cuales, insertos en relieve, se hallaban las figuras de un león, un tejón, un águila y una serpiente. En el centro del armazón que conformaba el techo del dosel se incrustaba la efigie de un grifo realizada en mármol impregnado con pan de oro.

     Una figura apareció en el umbral. Se trataba de un hombre de elevada estatura y edad avanzada que, pese a ello, todo él parecía estar rodeado por una aureola de un gran poder. Vestía una túnica púrpura que le llegaba hasta los tobillos, aunque no impedía que se vislumbrasen unos botines de piel de dragón de color escarlata. Su blanca cabellera caía suelta por detrás, llegando hasta la parte baja de la espalda, aunque su longitud era irrisoria si uno la comparaba con la de su barba plateada, la cual era tan extensa que debía sujetarla con el cinto de oro con el que anudaba la túnica. Su apariencia le hubiera granjeado más de una chanza a su costa, pero Albus Dumbledore no era una persona a la que eso le importase.

     En cuanto el anciano se hizo visible para los retratos, estos comenzaron a hablar a la vez formando tal algarabía que el hombre levantó las manos para pedir silencio. Los ojos de Dumbledore, de un color azul profundo y electrizante, se posaron en el retrato de un hombre de rostro cetrino con flequillo corto negro que jadeaba ruidosamente.

     —Everard —dijo Dumbledore con tono enérgico—. Has vuelto de tu otro retrato en el Ministerio. ¿Qué ha ocurrido?

     —Señor director —respondió Everard con la voz entrecortada por la respiración—. Ha... escapado. Sirius Black —añadió al ver la mirada inquisitiva de su interlocutor—. El Ministerio... sumido en el caos y la incertidumbre.

     —¿Mi tataranieto ha conseguido huir de Azkaban?

     Todos, retratos y director, giraron la cabeza hacia el retrato del que había salido la grave y socarrona voz. Se trataba de un mago de ojos pardos, con cabello negro corto entrecano y una barba estilizada en punta por debajo del mentón. Igual que Dumbledore, vestía una túnica de color verde oscuro y se tocaba la cabeza con un sombrero de pico de ala ancha de color negro.

     —Sí, Phineas —afirmó Dumbledore—. Por desgracia.

     —Solo un Black podría lograr algo así —dijo Phineas Nigellus Black con un mal disimulado orgullo.

     Dumbledore esbozó una irónica sonrisa y realizó un asentimiento con la cabeza.

     —Por supuesto, Phineas —concedió el director con tono pausado—. Los Black siempre han tenido un gran poder.

     —¡Dumbledore! —llamó otro retrato, un hombre de cabello y barba castaños y rostro envejecido, y el director miró al retrato de su antecesor en el cargo, Armando Dippet—. ¿Qué va a...?

     Pero la pregunta del profesor Dippet quedó interrumpida por el sonido de un rítmico golpeteo en el cristal de una de las ventanas, y Dumbledore, en dos amplias zancadas, atravesó el despacho y se colocó junto a las ventanas que había tras el escritorio. Fuera, con las plumas erizadas por el frío, había un gran búho de plumaje marrón. Dumbledore descorrió el cerrojo de la ventana y el ave penetró con un suave aleteo en la estancia, salpicando el cristal con unas pequeñas gotas del rocío de la mañana. El animal se posó sobre el escritorio y viró el cuello hacia el director. En el pico portaba una carta en cuyo envés se podía ver un sello lacrado azul con una letra eme mayúscula y una varita mágica. Dumbledore asió el sobre con una mano de aspecto apergaminado y rompió el lacre. Sus ojos azules recorrieron el mensaje rápidamente y, cuando acabó de leerla, se acercó a la gran chimenea que dominaba el muro este y la arrojó a las llamas.

     —He de reunirme con el Ministro —informó a los retratos que lo miraban en un tenso silencio.

     Dumbledore avanzó hasta la percha en la que el espléndido pájaro de plumaje rojo dormitaba con la cabeza oculta bajo una de sus alas y acarició suavemente las plumas del cuello. El ave abrió los ojos y elevó la cabeza, revelando un penacho de plumas rojas y un pico de color oro.

     —He de reunirme con el Ministro —susurró el profesor al ave—. Pero necesito que hagas algo por mí, Fawkes. Necesito que busques a una persona.

     El fénix entornó sus grandes ojos negros posando los mismos sobre la penetrante mirada azul del director. Como si este le hubiera transmitido un mensaje telepático, el ave bajó la cabeza asintiendo e, irguiéndose en su totalidad sobre la percha, abrió por completo las alas mientras de su pico escapaba un potente graznido. Un sonido melodioso recorrió la estancia para, acto seguido, generarse un gran estallido que cegó por unos segundos a los allí presentes, salvo a Dumbledore, que se había tapado los ojos con un brazo. Cuando los retratos consiguieron recuperar la visión, Fawkes había desaparecido.

****

     —¡Es una necedad, Dumbledore! Los estudiantes estarán más protegidos si los dementores están en el colegio.

     El hombre que había hablado era de estatura más bien baja, y su regordeta cara, habitualmente de aspecto afable y bonachón, estaba ahora teñida de un rubor enfurecido. Sus manos, por el contrario, se habían puesto pálidas de haberlas tenido cerradas fuertemente, y el hombre recorría un despacho cuadrangular con pasos cortos y nerviosos mientras se secaba a cada pocos minutos las gotas de un sudor perlado que hacían que su calva brillase cada vez que se acercaba a la chispeante chimenea con un pañuelo de tweed verde musgo que hacía juego con el sombrero hongo que colgaba del brazo de un robusto perchero a la entrada de la oficina.

     —Puedo entender la extrema gravedad de la situación, Cornelius —dijo Dumbledore con voz pausada—. Pero mientras yo sea director ninguna de esas criaturas traspasará las puertas del castillo.

     —¡Gárgolas galopantes, Dumbledore! —gritó Fudge, y unas gotas de saliva salpicaron el escritorio del Ministro de Magia—. ¡Estamos hablando de Black! Sabes tan bien como yo qué objetivo tiene al haber escapado de Azkaban. Convendrás conmigo en que es más importante la seguridad de los alumnos que las calificaciones que puedan lograr este curso.

     —En efecto, señor Ministro —respondió Dumbledore, y, pese a su calmada voz, había en ella una fría cólera que hizo que Fudge diera dos pasos atrás—. Hay que proteger a los estudiantes y, en especial, a uno de ellos. Pero no tolero que nadie ponga en duda mi compromiso con la seguridad de la escuela.

    Fudge abrió la boca con la intención de responder, pero fue interrumpido por el fuerte golpe que hizo la puerta de su despacho cuando un hombre negro de alta estatura vestido con una túnica azul celeste y un aro en su oreja izquierda irrumpió en el despacho.

    —Señor Ministro —dijo el hombre con una voz potente y grave, y sus ojos marrones se posaron entonces en Dumbledore—. Disculpe, no sabía que estaba reunido.

    —No se preocupe, Schaklebolt —repuso Dumbledore, poniéndose en pie y atusándose los pliegues de la túnica—. Ya habíamos acabado —dijo, y se volvió hacia el ministro—. Los dementores podrán apostarse en las entradas de los terrenos del castillo, pero no permitiré que entren dentro del mismo, Cornelius —agregó en un tono que no admitía réplica.

    El ministro dejó caer los hombros, abatido, y realizó un gesto afirmativo con la cabeza.

    —¿Qué ocurre, Schaklebolt? —preguntó Fudge, y Dumbledore, ya en el umbral de la puerta, escuchó la respuesta del auror.

    —Es el chico Potter, señor Ministro. Lo han visto en el Autobús Noctámbulo en dirección al Caldero Chorreante.

    

     Las llamas de la chimenea del despacho se tornaron de un brillante verde esmeralda antes de que Dumbledore apareciera dando vueltas sobre sí mismo. El profesor puso un pie sobre la alfombra que había justo delante de la misma y se sacudió el hollín que cubría su túnica rojo carmesí y su sombrero de pico. El alba había dado paso a un día gris, con nubes oscuras augures de lluvia que otorgaban a la atmósfera de un carácter plomizo. Se acercó hasta el escritorio donde todavía se hallaba la extraña vasija de piedra y colocó la punta de su varita sobre su sien. Una hebra de un color plateado surgió pegada al extremo de la misma cuando Dumbledore la separó. La hebra siguió surgiendo como un hilo interminable hasta que se rompió por un extremo y el profesor la depositó sobre la superficie de un tono azul grisáceo que había en la vasija. Inmediatamente la superficie de la misma se volvió de un tono anaranjado mientras el recuerdo se formaba en ella: el rostro agraciado de un joven de cabello negro alborotado en la coronilla y ojos marrones tras lentes redondas se hizo cada vez más visible. La voz del recuerdo de James Potter reverberó en la estancia circular.

    —No se preocupe, Dumbledore —decía—. Sirius daría su vida por nosotros antes que revelar nuestro paradero.

    El eco de la voz del recuerdo amortiguó el sonido de la aldaba con forma de cabeza de grifo que había en el lado exterior de la puerta de acceso al despacho. Dumbledore agitó rápidamente la varita y el rostro del joven se deshizo en hebras de pensamiento. La segunda vez que picaron se oyó claramente.

    —Adelante —dijo Dumbledore.

     La puerta se abrió y en el umbral apareció un hombre de elevada estatura, piel cetrina, nariz ganchuda y pelo grasiento y tan negro como los ojos sobre los que caía como las cortinas del telón de un teatro. Los labios del hombre estaban tan prietos que se habían vuelto blancos, y traía en su mano derecha la edición matutina del diario El Profeta de ese día.

     —Buenos días, Severus —saludó Dumbledore amablemente, y, por el tono de voz del director, daba la impresión de que la reunión estaba acordada—. Gracias por venir.

     Por toda respuesta, Snape lanzó el periódico sobre el escritorio, volcando un tintero de marfil del director. La tinta escurrió a lo largo de la portada de El Profeta, pero Dumbledore pudo vislumbrar el rostro demacrado de un hombre que sonreía de manera pícara a la cámara. Su pelo oscuro, de apariencia sucia, había crecido hasta llegar por debajo de los hombros. Había adelgazado tanto que la piel se había pegado sobre los huesos de la cara, marcando los pómulos y haciéndole parecer un cadáver si no fuera por el brillo que habitaba en sus ojos.

    —Black ha escapado —dijo Snape, y su voz estaba impregnada de un odio exacerbado—. ¿Cómo lo ha hecho?

    —No lo sé, Severus —reconoció Dumbledore encogiéndose de hombros—. Pero este año más que nunca necesito que estés pendiente del chico.

    —Es igual que su padre —repuso Snape, y un resentimiento aún mayor se hizo patente en su tono de voz—. Es orgulloso, fanfarrón y se cree mejor que otros por su fama.

    —Ves lo que quieres ver, Severus —dijo Dumbledore mientras limpiaba con un floreo de la varita los rastros de tinta—. La profesora McGonagall opina que se parece más a su madre. No físicamente —añadió al ver que Snape iba a rebatir—, pero sí en su personalidad.

     Dumbledore observó cómo Snape apretaba los puños con fuerza y cómo se daba la vuelta, dirigiéndose hacia la chimenea. El director esperó unos minutos mientras las lenguas de fuego tintaban de anaranjado las cetrinas mejillas del profesor. Juntó las yemas de los dedos y aguardó a que Snape se diera la vuelta y se sentase en la silla de chintz que había frente a él.

    —Déjeme enseñar Defensa Contra las Artes Oscuras, Dumbledore —pidió Snape con tono apremiante.

     Dumbledore negó con la cabeza.

    —Tengo un candidato mejor para el puesto —informó—. Un viejo conocido tuyo y de Black.

    El rostro de Snape se contorsionó en una máscara de odio y enseñó con rabia unos dientes amarillentos.

    —¿Cree que es seguro contratarle, señor director? —dijo en un tono rudo.

    —Por supuesto, Severus —repuso Dumbledore con afabilidad—. Recuerda que fue uno de los mejores alumnos de su generación en Defensa.

     —También yo —replicó Snape, y Dumbledore esbozó una sonrisa conciliadora.

    —Lo sé, Severus. Y lo demostraste con creces, y no solo en Defensa, sino también en las Artes Oscuras.

    —Señor director... —empezó Snape en tono de protesta, pero Dumbledore levantó una mano para hacerle callar.

    —Confío en él tanto como en ti, Severus —zanjó, y añadió—: Por eso te he llamado. Solo tú serías capaz de hacer esa poción.

    —¿Cómo está tan seguro de que la prepararé? —preguntó Snape de forma agresiva.

    —Lo harás, Severus, porque yo te lo pido —respondió Dumbledore, y su tono de voz fue autoritario. Sus ojos azules brillaron intensamente cuando dijo—: Solamente habría una persona que podría preparar esa fórmula con la misma o más brillantez que tú, Severus, y apuesto diez galeones a que sabes quién sería.

    El labio inferior de Snape tembló con violencia y se dejó caer sobre el respaldo de la silla, vencido. Levantó la mirada y sus ojos negros estaban brillantes y acuosos por las lágrimas. Tragó saliva antes de pronunciar con un hilo de voz una única palabra:

    —Lily.

    —Acabo de perder diez galeones —dijo Dumbledore con tono alegre—. ¿Recuerdas cuál era la asignatura preferida de la señorita Evans?

    —Albus, por favor... —suplicó Snape.

    —¿Lo recuerdas, Severus? —insistió el director.

    —Pociones —respondió Snape ,bajando la cabeza, apesadumbrado.

    —Exactamente —confirmó Dumbledore, y se inclinó hacia Snape para bajar el tono de voz—. Tú quizá no tengas tanto aprecio por Pociones, pero Lily dio su vida por proteger a su único hijo. ¿No crees que impartir su asignatura favorita es una buena manera de recordarla?

     Snape no pronunció palabra. Se limitó a asentir con la cabeza, tras lo cual enterró el rostro tras sus manos. Cuando por fin descubrió la cara, unas lágrimas recorrían sus mejillas como pequeños riachuelos.

    —Está bien, Dumbledore —aceptó con voz temblorosa—. Haré lo que me pide.

     —Gracias, Severus —dijo el director—. Sabía que podía contar contigo. —Los ojos azules de Dumbledore se dirigieron hacia una de las ventanas, donde la lluvia repiqueteaba en el cristal y el viento sacaba terribles rugidos al golpear contra las verjas—. Hace un buen día para una excursión a Hogsmeade, ¿no crees?

    Y, con grandes zancadas, abandonó el despacho dejando a Snape con la sorpresa en el rostro.

****

     Caminaba por la calle central de Hogsmeade, una vía empedrada que recorría como una arteria el pueblo de arriba abajo, dando ramales para ir a calles secundarias y callejones. Dumbledore dejó atrás los grandes barriles de barrica que había a un lado del pub Las Tres Escobas y continuó calle abajo, hasta llegar a un desvío hacia la derecha que seguía descendiendo. Se encontró frente a una taberna cuyo letrero oscilaba emitiendo un agudo chirrido y en el que se podía ver la cabeza cortada de un jabalí. Al contrario que el guardabosques del colegio, Dumbledore no era muy apasionado del pub Cabeza de Puerco, de hecho hacía catorce años que no entraba allí, pero la ocasión lo requería. Aspiró una bocanada de aire y empujó la puerta.

     El interior de la taberna era muy diferente al de Las Tres Escobas. En Cabeza de Puerco, el polvo se amontonaba en cualquier esquina y sobre las jarras de cerveza que se apilaban sobre la barra. Un fuerte olor a cabra impregnaba cada molécula del aire que se respiraba en la estancia, y Dumbledore atisbó un par de gordas arañas que correteaban por las vigas de madera del techo. Tampoco la clientela era ni por asomo parecida al pub de Madame Rosmerta. Los magos y brujas que allí había tenían un aspecto más extraño, y en nada ayudaban sus oscuros ropajes ni el hecho de que estuvieran fumando en pipa.

    De la trastienda surgió el camarero, un hombre alto de ojos tan azules como los de Dumbledore. Su abdomen era algo más abultado, aunque lo disimulaba con una espesa y larga barba canosa y un pelo plateado más revuelto que el del director. El camarero no pronunció palabra alguna, pero hizo un ademán a Dumbledore con la cabeza para que fuera al piso superior.

    Dumbledore entró en una pequeña habitación donde no había más muebles que una cama y una mesa. Los muros estaban desnudos, a excepción del retrato de una chica de unos doce años que miraba pizpireta a su alrededor. El director se acercó al cuadro y posó sus ojos en los de la chica, de un color azul oscuro. Alargó la mano para tocar el trozo de lienzo donde estaba representado el rostro de la joven.

    —Ariana —dijo Dumbledore en un susurro—. No sabes lo mucho que te echo de menos.

    —¿Qué has venido a hacer aquí, Albus? —preguntó una grave voz a sus espaldas.

     Dumbledore se dio la vuelta. El camarero había entrado en la habitación y miraba al director con sus ojos azules centelleando tras las lentes ovaladas.

    —Hola, Aberforth —saludó Dumbledore a su hermano—. Estás al corriente de lo ocurrido, imagino.

    Aberforth asintió con una seca cabezada.

     —Black se ha fugado de Azkaban —respondió con su voz grave—. Lo sé. Lo que me extraña es que no lo haya hecho antes.

    —¿A qué te refieres?

    —Albus, tú conociste a Black mejor que yo. ¿De verdad lo ves capaz de traicionar a James y Lily Potter?

    —Las personas cambian, Aberforth —respondió el director en tono serio—. Yo mismo di testimonio de que Black era el guardián secreto de los Potter.

    Aberforth bufó.

    —Sabes tan bien como yo que Crouch solo quería dar un golpe sobre la mesa y proclamarse Ministro de Magia —replicó agriamente—. Black debió de tener un juicio.

     —Puede ser, pero todas las pruebas estaban en su contra. ¿Para qué dilatar más el proceso?

    —Actuaste cobardemente, igual que con Grindelwald, no quisiste ver lo que tenías delante de tus narices, Albus —espetó Aberforth—. Y en ambos casos hubo personas que no merecieron el destino que les tocó —añadió, echando un fugaz vistazo al retrato de Ariana.

    —¿Qué habrías hecho tú, Aberforth? —preguntó Albus con los ojos lacrimosos.

    —Ofrecer a Black la oportunidad de dar su testimonio frente a un tribunal —respondió este—. Y si se le hubiera declarado culpable, condenarlo a Azkaban como así fue. —Hizo una pausa y crujió sus nudillos—. Antes que a Black, yo hubiera creído culpable a Pettigrew.

    —Hubo testigos que vieron morir a Pettigrew como un héroe, hermano.

    —¿Un chico tan cobarde como ese? —preguntó Aberforth con sorna—. Albus, tú lo viste en el colegio y en la Orden.

    —Pettigrew murió, y ahora hay que proteger a Harry Potter del peligro de Black —zanjó Albus.

    —Haz lo que veas, Albus —terció Aberforth—. Solo prométeme una cosa. Si alguna vez tienes la oportunidad de hablar con Black, no le niegues por segunda vez la opción de contar su versión. No cometas dos veces el mismo error, hermano.

    Los dos pares de ojos azules se observaron fijamente durante unos segundos. Albus se llevó la mano a la torcida nariz y subió las lentes que se deslizaban hacia abajo. Con una firme y lenta cabezada, asintió. Hubo un sonido similar a un petardo y un fogonazo iluminó el pequeño cuarto. Una llama apareció en el aire y una pluma cayó oscilando sobre la mesa de madera.

     —Es la señal de Fawkes —informó Albus a su hermano antes de levantarse—. Lo ha encontrado. He de irme, Aberforth.

    Albus se incorporó y había llegado a la puerta cuando la voz de Aberforth lo llamó.

    —Piensa lo que te he dicho, Albus.

    —No te preocupes, Abby —respondió el aludido, y, virando el rostro hacia el retrato de Ariana, añadió—: Lo haré.

****

     Dos corzos escaparon al galope al escuchar el estruendo que produjo Dumbledore al aparecerse. El anciano director se alisó la túnica de color mostaza como si fuera lo más normal del mundo que una persona surgiera de la nada. Recogió el sombrero de ala ancha del suelo, pues se había caído al intentar mantener el equilibrio. Examinó el lugar: se encontraba en la falda de un monte en el cual el camino único atravesaba un oscuro bosque. Dumbledore extrajo su varita e hizo que su extremo se iluminase. Suspiró brevemente y echó a andar hacia la espesura del bosque en el que se hallaba. El viento cimbreaba las copas de los altos abetos y emitía agudos gritos de tal manera que parecía que los propios árboles relataban cosas del pasado. A medida que se iba adentrando en la foresta, la vegetación a ras de suelo iba aumentando en altura, de manera que encontró helechos que le quedaban a la altura de los codos y arbustos frondosos que eran el escondrijo de numerosos insectos y algún herbívoro. Los cipreses fueron dando paso a robustos robles y a un precioso hayedo que corría junto a una garganta excavada en la roca por el agua del río que corría a su paso por la zona. Dumbledore vio unos pequeños cangrejos que luchaban contra la agresiva corriente del río.

    Continuó subiendo por la ladera hasta que vislumbró, cercano a la cima, un claro donde la corteza de los árboles parecía haber sido arrancada de cuajo y de manera irregular. Y allí, en la explanada donde las copas de los árboles se separaban dejando que un haz de luz iluminase el claro, había un pequeño refugio. La edificación parecía no haber sido usada durante años, pues parte del tejado de pizarra estaba caído y el muro este tenía algún hueco entre las piedras que lo conformaban. La puerta estaba sacada de los goznes, y las ventanas tenían los cristales rotos.

    Dumbledore se acercó hasta la entrada y tocó con los nudillos la puerta caída. Dio un paso atrás y se mantuvo erguido, esperando pacientemente una respuesta del interior, y, por fin, esta llegó en forma de una voz ronca que parecía un gruñido.

    —¿Quién va?

    —Soy Albus Dumbledore —respondió el director—. ¿Harías el favor de salir? Tengo una propuesta que hacerte.

    Dumbledore aguardó hasta que, entre luces y sombras, apareció en el umbral de la puerta la figura de un hombre. Pasaba los treinta años por poco, sin embargo, ya se intuía alguna cana en su cabello castaño. Su mejilla derecha presentaba la cicatriz de un arañazo, y llevaba una barba tan descuidada, pensó Dumbledore, como la de Hagrid. El hombre era de elevada estatura, aunque más bajo qe el director, y, pese a su juventud, su piel estaba muy seca y su cuerpo se veía que no estaba bien nutrido, pues la túnica que vestía, de un color marrón desvaído, estaba raída por el bajo y remendada en varios puntos de las mangas, le quedaba holgada. El hombre plantó una fiera mirada de ojos ambarinos sobre los ojos azules del recién llegado.

     —Hola, Remus —saludó Dumbledore con amabilidad—. Ha pasado mucho tiempo, y veo que la vida se ha cebado contigo.

    —Desde la muerte de Lily y James no he tenido ingresos —respondió Remus.

    —¿Te has enterado de las últimas noticias? —preguntó Dumbledore de forma directa.

     Remus negó con la cabeza. Dumbledore sacó su varita del interior de la túnica e hizo un movimiento en el aire con ella. De la nada apareció un periódico. Dumbledore lo asió al vuelo y se lo tendió a Remus. Este lo extendió con un ágil movimiento de antebrazos y leyó la primera plana. A medida que sus ojos color ámbar se desplazaban por la portada, el escaso color que habitaba en sus mejillas fue desapareciendo. Levantó la mirada de la edición de El Profeta y sus ojos temblaban con violencia en las cuencas.

    —No puede ser...

    —Lo es, Remus —aseguró Dumbledore—. Por eso te necesito en Hogwarts. Para proteger a Harry. Tú conoces bien a Black...

    —Creía que lo conocía, Dumbledore —lo interrumpió Remus.

    Dumbledore agitó una mano en el aire.

    —Como sea —dijo, y dio media vuelta para marcharse—. Te espero el primero de septiembre en Hogwarts.

    —¡Dumbledore! —gritó Remus cuando el profesor estaba ya a dos metros—. Se olvida de lo que soy.

    —Eso ya está hablado con el profesor de Pociones, profesor Lupin —respondió Dumbledore con una media sonrisa—. No se preocupe por la luna llena del día anterior. Podrá tomar el Expreso de Hogwarts.

****

     El gran reloj de la torre del enorme edificio de ladrillo rojo señalaba las diez y media del día uno de septiembre cuando Remus Lupin se plantó a la entrada de la estación londinense de King's Cross. Se había cambiado la vieja y raída túnica para pasar desapercibido entre el gentío por un traje gris más viejo todavía y que desprendía un fuerte olor a naftalina. Dejó en el suelo, a los pies de la entrada de la estación, una maleta de piel pequeña y vieja atada con numerosos nudos, y observó por un instante King's Cross, recordando los años en los que él acudía como estudiante al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Porque sí, tanto Dumbledore, como Snape, como Sirius Black y él mismo eran magos.

    Ingresó en la estación por la puerta principal y se camufló con la inmensa cantidad de viajeros que, con prisas e improperios, corrían hacia el andén del que partía su tren. Los ojos ambarinos de Remus se posaron en el muro que separaba los andenes nueve y diez, y se acercó hasta él. Se colocó de lado, apoyando su mano izquierda contra el muro mientras estudiaba con aire despistado la multitud que iba y venía, y, de repente, desapareció en la oscuridad.

    Cuando abrió los ojos se encontraba en un andén nuevo. Una locomotora de un rojo escarlata echaba vapor por su chimenea. Los remaches de las puertas eran de color dorado, y los vagones presentaban el mismo color que la máquina. Del morro de la locomotora colgaba una placa metálica en la que se podía leer Expreso de Hogwarts y, pendiendo de una barra metálica del techo, una placa que oscilaba hacia adelante y hacia atrás en la que se podía leer: «Andén Nueve y Tres Cuartos. King's Cross – Hogsmeade».

    El andén, no obstante, estaba vacío. Remus lo había concebido así de antemano para evitar las murmuraciones por parte de los estudiantes, pues no era habitual que un adulto, aparte del maquinista y la bruja del carrito de golosinas, viajase en el tren. Rápidamente, abrió una puerta y subió el pescante que daba acceso al vagón. Anduvo por el pasillo y se introdujo en uno de los compartimientos. Se cambió el traje por su vieja túnica y, tras eso, colocó su ajada maleta, en la cual se podía leer su nombre en unas letras que se despegaban, en el portaequipajes superior y se dejó caer sobre el asiento, colocándose junto a la ventana.

    El reflejo de su rostro le devolvió la mirada, y Remus se percató de las grandes ojeras que presentaba. Ahogó un bostezo y se recostó en el asiento. Introdujo los dedos en uno de los bolsillos de la túnica, y estos rozaron un objeto doblado. Cuando lo extrajo, vio que se trataba de una antigua fotografía en la que aparecían siete personas, todas vestidas con los uniformes de gala de Hogwarts y una beca sobre los hombros con los colores de las cuatro casas. Se vio a sí mismo a la edad de dieciocho años, con el cabello castaño claro sin ninguna veta gris. A su izquierda estaba un chico bajo y regordete de incisivos grandes, nariz pequeña y puntiaguda y pelo ralo rubio. Una chica de cabello castaño oscuro que caía en ondas a ambos lados de su tez de piel aceitunada agarraba la mano de Remus. A su lado, una joven de tez muy blanca y un flamígero cabello pelirrojo sonreía a la cámara. Sus ojos verdes, pese a la felicidad del momento, irradiaban un destello triste. Remus se enjuagó las lágrimas con la manga de su túnica al observar cómo la pelirroja Lily jugueteaba con el alborotado cabello del chico que estaba a su lado, un joven alto y fuerte, de mentón afilado y cuyos ojos castaños se hacían más pequeños tras los cristales de unas lentes redondas. Junto a él se hallaba una joven rubia de ojos azules como zafiros y, al lado de esta, un muchacho ligeramente más alto que James y con un elegante y aristocrático porte. Su cabello negro caía con gracilidad por los hombros del chico, y sus ojos grises brillaban de felicidad.

    Remus devolvió la mirada al Sirius Black de dieciocho años de la foto y se prometió a sí mismo, antes de guardar la fotografía y caer rendido en un profundo sueño, que haría todo lo posible para proteger al joven Harry Potter de las garras del vasallo del Señor Tenebroso.

__________

   ¡Hola de nuevo! ¿Cómo están?

   ¡Sí, ya estoy de vuelta! ¡Y aquí tenemos el fanfic de los Merodeadores después de Hogwarts antes de escribir los cuatro primeros años en Hogwarts!

   Ante todo, espero que la espera no se os haya hecho excesivamente larga, pero deseo que el resultado merezca la pena. Como veis, cada capítulo va a ser más extenso de lo que estábamos acostumbrados hasta ahora, pues hay muchas cosas que contar en cada uno, y ya empezamos con un prólogo que es el doble de longitud que el del fanfic anterior ("De Potter a James").

   He querido hacerlo de esta manera, que cada prólogo sea de la segunda generación e hile con la trama de cada volumen del libro. Quise empezar con Dumbledore y Remus porque son personajes fundamentales en el devenir de los acontecimientos, al igual que otro que apareció, Snape.

   Como siempre, contadme qué os ha parecido el capítulo. Si os ha gustado podéis dejar un voto y, si os sentís a gusto, comentar, que ya sabéis que procuro leer todos los comentarios y responderlos.

   Sin más, y no sabéis las ganas que tenía de decir esto, me despido hasta el próximo.

   ¡Nos leemos!

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