❨07

Tuve que levantar la barbilla a tal punto que trastabillé de vértigo.

El edificio era grande. Tanto que, de no ser por los árboles y arbustos que lo escondían, hubiéramos distinguido su silueta a kilómetros. "Ruinas" se quedaba corto para describirlo. Las columnas apenas sostenían el techo, varias habitaciones carecían de pared, y los muros eran de piedra, pero una piedra vieja y sucia, generando la impresión de que el interior estaría cubierto de cucarachas carroñeras alimentándose de ratones, termitas, e incluso otras cucarachas. En lo alto de los tabiques, aves de roca caliza nos miraban con expresiones de horror en un símil grotesco de las gárgolas de Notre Dame. Las ventanas eran pequeñas y polarizadas y los balcones, aun siendo excesivamente altos, eran sobrevolados por los pájaros más prehistóricos de toda Suecia.

Y bien sé que una golondrina no hace verano, pero ¿y un montón de cuervos, en manada, circundando el cielo? ¿Acaso eso no advierte de invierno?

Incluso los paisajes se cubrían de mugre, a tal punto que los mensajes de sus rótulos ya lucían hebreo o alguna otra lengua antigua."ORFANATO BARNLUDDIG" . Eso ponía el letrero de la puerta. No había logrado reconocer el establecimiento, pero sí ese nombre. A fin de cuentas, la última vez que lo vi había sido tan sólo ayer, en blanco y negro, tras una pantalla de ordenador.

Era, efectivamente, el orfanato de la noticia. 

—¿Allí es donde quedaste con tus padres?— traté de no sonar afectada, pero mi voz me delataba. Siempre que pensaba que había encontrado la cúspide de todo este enredo, el límite máximo de escándalo al que este niño y su historia podía llegar, descubría un nuevo piso escondido encima suyo, más oscuro, más sucio, y más alejado de la tierra.  

Ya no quedaba ninguna duda: Axel había sido abandonado por sus padres. Sin mensajes. Sin explicaciones. Mandándole a un orfanato para poder hacer bola de humo y tomarse las de Villadiego. 

No obstante, los ojos del pequeño Rudolph brillaban y asintió en excitación, como el cachorro domesticado que oye los pasos de su amo. Desde que llegamos, sus manos se restregaban continuamente en sus nuevos pantalones, nervioso por la situación y tan entusiasmado que corrió a abrazarme las rodillas.

—¡Sí! ¡Aquí es!— exclamó. —¡Papá me esperará aquí! ¡Me dijo que viniera aquí! 

—Entiendes por qué, ¿verdad?— le repliqué, agitando mi pierna para barrerle lejos.

—¡Este, ungdam, es nuestro sitio especial!—respondió con la misma emoción de quien no entiende una hipótesis más que obvia. —El castillo de los caballeros andantes ante invasión enemiga. El refugio de Rodrigo Díaz de Vivar tras su destierro.

—¿Eso te dijo tu padre?— resoplé con incredulidad. —¿Que este sería tu refugio tras ser desterrado?

—Y no cualquier refugio. Tiene torres de vigilancia cubiertas en oro, azulejos de amianto, y está encofrado de cal y canto.

—La pregunta es: ¿Podrá Rodrigo regresar a su pueblo?

—Por supuesto, es el Mío Cid.

—¿Y quién aquí es Alfonso VI?

Su cuello hizo una torsión de casi ciento ochenta grados para poder mirarme.

—¿Cómo?

—¿Te dijeron tus padres que vendrían ellos aquí?— aclaré. 

Sin embargo, los segundos pasaban y él no contestaba. Se había quedado quieto en su sitio, observándome con esos grandes ojos negros de los que difícilmente podría haberme olvidado. Con él siempre conocía el paradero de sus pensamientos tanto como conocía la ubicación de sus padres. ¿En qué rayos pensaba?

—Mmmmm sí.

Chasqueé la lengua. Su respuesta sonó tan falsa como ayer cuando me dijo que sus padres regresarían por él. 

 —¡Al fin!— sentenció el duende maligno. —¡Al fin eres mío!

Dejé que mis piernas se impulsaran hacia delante, quedando arrodillada frente a él.

—Ese edificio tan alto. Lo ves, ¿cierto?— señalé con el índice hacia el frente. Su cabeza descendió para mirarme, haciendo que su cabello creara una cortina en su campo de visión.— Es un orfanato.

Asintió despreocupadamente, dejando claro que no entendía un rábano de lo que decía. 

—Axel.

—Ungdam.

—No sabes lo que es un orfanato, ¿verdad?

Dudó unos segundos antes de finalmente confesar que no.

—¿Has visto alguna vez "Los chicos del coro"?

—No leemos tebeos.

—¿Nada? ¿Ni Peter Pan tampoco?

Pensé en explicarlo a través de Nunca Jamás, pero, por la cara que puso, deduje que le sonaba a ruso. Y a un ruso profundo, ése que no entendían ni los propios rusos.

—¡Mira, niño, tus padres no están, ¿vale?! Se fueron, ¿y adivina qué? no van a volver, te dejaron tirado, lo siento, la vida es dura. xxxxx. — solté deprisa, sin ser realmente consciente de que lo había dicho en voz alta hasta que la montaña me devolvió mi propio eco. 

Me tapé la boca con la mano. ¡Rayos! Toda delicadeza había saltado por la ventana, y los colores en mi cara fueron detrás. 

—¿Eh? Ungdam, van a volver a por mí, ya verás. Vendrán a este lugar.

El pequeño Rudolph ni siquiera se mostraba impresionado ante mi desfachatez. Su mano tiraba del borde de mi abrigo, mientras le veía luchar contra una sonrisa. ¿Debía pensar que estaba de broma? Diez minutos de monólogo, sus padres seguían subidos en el mismo pedestal de siempre, y él aferrado a la idea ridícula de que le buscaban como un paracaidista a su mochila. Desesperado por reparar lo irreparable, por coser un agujero que se ha formado en el aire y que se puede ver, pero no tocar, ni mucho menos arreglar

Negué un par de veces, indignada por la forma en que habían jugado con su mente. 

—De acuerdo. Esperaremos entonces.— sentencié.

Cual coronel de la Rosgvárdia, me apoyé frente a la puerta de mi castillo ruso. Nos mantuvimos ambos ahí de pie durante varios minutos, que alcanzaron los dos dígitos, y pronto los tres. Calambres sacudían mis piernas, y nuestra ubicación fue cambiando fruto de la espera, o más bien de la desespera, de estar frente al orfanato, al suelo, y de ahí a estar desperdigados en un banco cualquiera. Todo ello sin que ocurriera absolutamente nada. Sin dirigirnos la palabra. Esperando por alguien que no llegaba y que estaba claro que no tenía pensado hacerlo.

Suspiré. ¿Éramos tontos? Sobre todo él. Aun en esta tesitura, continuaba perdido en su utopía fantasiosa de que aparecerían de repente, como si fuese a invocarles con su presencia o, de una forma retorcida, como si estuviesen ocultos en algún lugar, jugando al escondite con nosotros. No había dudado de ellos ni un solo momento. Por ello, pasaban los minutos y él seguía registrando cada centímetro del lugar, rodeando el edificio, a través de las ventanas, detrás de los árboles... ¡Incluso le atrapé mirando debajo de las piedras! Quedaba claro que los quería, los quería de verdad, como un hijo debería querer a sus padres y como sus padres desgraciadamente no le quisieron a él.

—No miento. Ya van a llegar, lo siento. Queda poco.— puso su mano encima de la mía, increíble, como si yo hubiera de ser compadecida en lugar de él.

Proooonto. Pronto serás mííío... empezó a cantar el duende maligno, indiferente a mi drama, para variar.

«Eh, ¿puedes bajar la voz? Te va a oír»

—¡Díselo! ¡Dile eso!— insistió.

No obstante, su voz se vio debilitada por la del niño a mi lado.

—Hubo una discusión.

Me giré deprisa a mirar al pequeño Rudolph, pero él no me miraba de vuelta. El paisaje era más interesante. Tal vez el orfanato.

—Antes de que saliese corriendo ellos... se pelearon. Estaban gritando e iban a por mí.— continuó relatando. Dentro de mi cabeza, rebobinaba nuestro diálogo en el intento por entender su confesión repentina. 

Sentía que había algo importante que estaba pasando por alto, pero no sé el qué.

—¿Qué fue lo que pasó?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?— estreché los ojos.

—Pero pasó algo extraño con ellos.— anunció. —No sé. Creo que querían hacerme daño.

Perpleja. Así me quedé. Ojiplática. 

Su respuesta fue fría y demoledora, como una avalancha.

¡MUAJAJAJA! ¿Oyes eso? ¡Ya es mío!

«¡Cállate, coño!»

—¿Por qué? ¿Qué te decían?

—No lo sé.

—¿Tampoco? ¡¿Cómo puedes no saberlo?!

—Puede que fuera bestia peluda.— percibí confusión en su voz, nerviosismo. —Monstruo. Algo así. No busco insultarla, ungdam.

Sentí el peso volcánico de sus palabras incendiándome por dentro. ¿Monstruo? ¿Por qué todo el mundo lo llamaba así? 

—Hipócrita.

«Incisivo»

—¿Por qué dirían eso? 

Se encogió de hombros.

—¿Hiciste algo malo, Axel?

Esperé a que me respondiese, a que relatase algo más, pero no lo hizo. Tan sólo se quedó ahí, callado, mirándome como quien mira el cuadro de Van Gogh y trata de averiguar qué diablos quería expresar el autor con esos confusos trazos.

—Bueno...— tosí.

Podían oírse los grillos de fondo, cantando su propia melodía junto a los demás buitres de Suecia. Una especial para situaciones incómodas, seguramente. ¿Qué demonios se le decía a un niño que había sido abandonado? ¿Cuál era la frase estúpida de protagonista tipo "los desamparados son ahora mi familia" que encajaba en esta situación?

—No van a volver, ¿verdad?— susurró. El nivel de convicción y confianza que había en su expresión por que aparecieran se habían reducido drásticamente. Su sonrisa de ilusión empezaba a borrarse, y ya casi no había luz rodeándole. En apenas segundos, el cielo de Mörkskog se había encapotado con nubes, y solo así empezó a llover, porque en las novelas a la tragedia le sucede siempre una tormenta. —No quiero estar solo. Me da miedo. Por favor, no me dejes, ungdam.

¿Dejarle? No vamos a recular, especialmente ahora. ¿Es nuestro o no?

El niño, mi conciencia, el duende maligno... varias voces iban y venían dentro de mi cabeza, en espirales, puntos disconexos, con la aspereza de promesas falsas y la amargura de un recuerdo que quisieras atrapar, pero no puedes. Al final, el culpable de todo era el mismo de siempre: el duende maligno, enredando con mis recuerdos y metiendo forzosamente el espíritu de Steph en el cuerpo de este niño, por enfermo que sonase. Quizás por eso, de entre todas esas voces, predominaba una risita infantil. Había un niño riéndose de fondo en alguna parte, con varias campanas y xilófonos acompañándole.

Los vellos se me pusieron de punta.


** 20 de diciembre, 1999. Residencia de los Leroux, Grymbyn, Hemlighet.

—¿Te vas ya?— su cabello oscuro se asomaba desde el pasillo.

—Sí. Sé bueno, ¿vale? Pórtate bien.

Traté de salir por la puerta. 

No obstante, su pequeño cuerpo se interponía entre mi objetivo y yo, pegándose a mi maleta como una hiedra.

—¡No puedes dejarme!— gritó. —Haré lo que sea, ¡lo que sea! ¡no me dejes solo!

—No será mucho tiempo. Ya te lo he dicho, Steph, necesito descansar un poco.

—¡¿Y qué hay de los señores Leroux?!

—Ellos lo saben.— le eché una última mirada de soslayo para después separarla por y para siempre. —Debo irme.

Esa fue la primera mentira.

¿Sabían mis padres de mi partida? No. ¿Lo iban a consentir si les pedía permiso? ¡En absoluto! 

La Navidad se acercaba, y sabía lo que eso significaba: fiestas sociales, formalismos, ostentaciones. Porque "Adeline, la base del éxito está en el networking"

"¿Por qué no nos acompañas y conoces a la familia Karlsson?"

"Esta es mi hija, va a la mejor escuela de toda la ciudad"

Mis padres no sólo construían historias grandilocuentes frente a los demás, sino que además querían llevar sus nombres a la Historia, con mayúscula. Uh, sí, el honor mayestático de compartir ADN con ustedes, mi realeza. En el fondo yo siempre me avergoncé de mi apellido de renombre, a diferencia de muchas de las niñas que me observaban con un deje de envidia. Y es que la nobleza no es puro privilegio, como todo el mundo piensa; también es apechugar con lo malo, y, lo peor, con una gran sonrisa en la cara. La nobleza significa desterrar para siempre de tu vocabulario el «No quiero» y el «No me apetece». 

Por lo que, como buena aprendiz de los mayores farsantes del país, engañé. Fingí. Inventé. Había aprendido que eso de que mentir es algo malo que no se debe hacer era, precisamente, la primera mentira. Las mentiras nos ayudan a salir de apuros, vencer nuestros miedos, dar una imagen interesada a los demás. Las mentiras nos ayudan a sobrevivir. No obstante, una concatenación de mentiras te pueden llevar a cometer errores...

Y yo definitivamente pagué caro mi pecado.

** 



—¡No! ¡Nunca te dejaría solo!— aseguré. —Y no pienso dejar que desaparezcas de nuevo. Aunque no merezco perdón, perdóname. Me retracto en lo que dije. ¡Te engañé! Perdóname. Vuelvo contigo a casa, ¿de acuerdo?

—¡Bravo!— el duende maligno aplaudía. —JAJAJAJA ¡Antes muerto que fuera de nuestra vista! ¡Así se hace, Adeline!

Tras mi discursito cursi, el pequeño Axel me miró con expresión de sorpresa, y yo di varios pasos atrás. Los colores se me subieron a la cara. 

¡Adeline Leroux, la nueva acosadora infantil de Grymbyn! ¿A quién quiero engañar? Él no es él. Él no es absolutamente nadie. Nuestros caminos podrían separarse y el mundo seguiría girando de la misma forma. Ninguno de los dos significábamos nada para el otro. Es más, Axel era de la raza niño niñus, y yo era alérgica al retraso mental de esa especie. ¿Quedarme con él? Eso era una misión suicida. 

¿De verdad? ¿No te irás sin mí, ungdam?

No sé regresar sin ti.— razoné, fingiendo indiferencia.

—¿Entonces... yo... de verdad puedo quedarme?— el niño parpadeaba perplejo, y su voz subió un par de tonos a medida que acababa la pregunta, casi como si estuviera emocionado. ¿Lo estaba?

«¿Qué se supone que haces, cabeza de cenutrio? ¡Tienes que irte de aquí! ¡Sal corriendo!», le grité en mi cabeza. «¡Yo no soy como crees que soy! NO CUIDO a la gente. Ser cordial y servicial no sólo son palabras que rimen, sino que además se confunden en la práctica. ¡Me niego a ser la niñera de nadie!»

¿Es que acaso piensa un monstruo auxiliar a otro monstruo?— se burló el duende maligno.

A la pregunta le acompañó un fuerte pitido en el tono más agudo de un pentagrama musical. 

Me tapé rápidamente los oídos. Desde alguna parte de Mörkskog, las sombras habían empezado a hacer un ruido metálico, penetrante, en lo que parecía la invocación satánica de los niños que vivieron en este orfanato, furiosos por tenernos ocupando su patio, y golpeando las campanas en colectivo para hacer quién sabe qué con nosotros.

El pequeño Axel miraba compulsivamente hacia todas las direcciones posibles, estrechando los ojos en el intento por ver. No obstante, todo Mörkskog parecía laberíntico, y además no se distinguía mucho entre la difusa semioscuridad de invierno.

—Es solo un animal.— le aseguré, para nada segura. 

El chillido cesó a los pocos segundos, pero yo seguía teniendo la sensación de que un fantasma nos espiaba desde las sombras. Las ramas de los árboles se me empezaban a confundir con brazos humanos. Los líquenes eran ojos. Las sombras se movían.

—Vámonos.— ordenó Axel.

Fruncí el ceño. —¿Cómo? ¿Quieres irte?

No obstante, él ya estaba caminando en la dirección contraria. Después de oír los alaridos del monstruo de Mörkskog, no me iba a hacer de rogar. Anduve detrás suyo durante cinco, diez, quince minutos. Tal vez veinte. El niño me había agarrado de la manga del abrigo, haciéndome mover con prisa en su dirección, con sus facciones aún teñidas en alerta y alternando su mirada entre la vereda de enfrente y el paisaje que íbamos dejando atrás.

—Detengámonos aquí un momento.— susurró de repente, mientras nos conducía a un conjunto reservado de arbustos.

—¿Por qué?

—Ehhhh ¡Para recoger setas! ¡Acompáñame, ungdam!— Se puso de cuclillas bajo la sombra de los árboles. —¡Agáchate más! No las verás bien, si no.

—¿Qué? No me digas que estás pensando en el Froktroop precisamente ahora...

—Sí, justo eso. En aceite de oliva, perejil, y los boletus que hemos de recoger.— ignoró mi tono.

—Se supone que la receta era secreta, pero vale.

El pequeño Rudolph ignoró mi tono y mi presencia en general, para ponerse a revolver el barro con sus manos desnudas. La tierra entre robles y castaños estaban repletas de mízcalos, con tonos pálidos verdosos, base estrecha y un sombrero cilíndrico. Iba a enseñarle a recogerlos, pero, para mi sorpresa, él se me había adelantado y con una soltura mucho mayor a la mía. Sus ojos parecían entrenados para encontrar rápidamente los fungi maduros en aquel mar de hierba húmeda, y sus manos giraban los tallos con la destreza de un recolector experimentado. Incluso sabía cómo proteger el micelio, e iba tapando los agujeros que creaba por el camino. Como digo, un experto.

—¡No!— gritó repentinamente. Su brazo se precipitó a placar el mío con una velocidad pasmosa. —¡No lo toques!

Elevé mis manos sobre mi cabeza, como si su puñado de níscalos fuese en realidad un fusil M16. —¿Qué sucede?

—¿Qué sucede? Ungdam, mira esto.— Con un palo del suelo y una técnica más que remasteurizada, apartó parte del sombrero de la seta que tenía enfrente. Un azul zafiro de lo más sospechoso cubría todo el himenio. —Boletus Satanas. Es tóxico.

Efectivamente, no sólo los anillos del boletus fardaban un vistoso color azul, sino que además el tronco se teñía de un rojo diabólico muy acorde a su nombre. Regla número uno en la naturaleza: lo que sea demasiado llamativo, aléjate, es peligroso.

—¿Y tú cómo rayos sabes eso?

—¿El qué? ¿Sobre Boletus Satanás?

—Sí.

—Mmm— dudó. —Me lo dijo mi madre, creo.

Una bombilla, no, una fábrica de luces LED se iluminó en mi cabeza.

—Ella... ¿sabe mucho acerca de estas cosas?— pregunté, mientras recogía hongos con la mayor indiferencia. Ya hace bastante tiempo que me doctoré en ser un pez muerto y seguir la corriente. Sobre todo con aquellas cosas que huelen a polvorosa. En todos los sentidos.

—¿Cosas?— parpadeó.

—Cosas como diferenciar hongos alucinógenos de los normales, por ejemplo.

—Por supuesto.

—O de tipos de plantas.

—Sí, también.

—¿Sueles verla cerca de muchos... como... polvos?

—¿Polvo? Claro, ungdam. Es su trabajo.— dio un rápido vistazo atrás suyo, como si comprobase que el edificio no se hubiera movido de sitio.

Entre sus labios salía una constante estela de vaho que se fundía en el aire de esta fría habitación, construyendo formas de esqueletos y haciéndolo parecer la espuma de un viejo extintor que ya no servía más que para nublar la escena. El viento le acompañaba con su constante soplido, el cual, desde cerca, simulaba una televisión mal sintonizada o un animal que rugía desde algún rincón. Removía con furia las hojas de los árboles, congelándolas en su paso. Hacía tanto frío que Suecia parecía haber ascendido en el mapa, y las ramas del suelo crujían en protesta.

No obstante, la broma se hacía cada vez más real.

❮ ¿No entiendes nada? Veréis, querido público 

❮ Lo pondré fácil para vuestros diminutos encéfalos e inexistentes sinapsis 

❮ Familia refugiada en el bosque, padres conocedores de setas alucinógenas, abandonan a su hijo... ¿A qué os suena eso? Exacto. Narcotraficantes. El señor y la señora Rudolph no sólo habían demostrado la suficiente enajenación como para vivir entre bisontes y alces, sino también la necedad de ganarse la vida comerciando con droga, y la desfachatez de abandonar a los suyos cuando el contrabando les traicionaba. ¿Qué pasa? ¿Debían dinero? ¿Les estarían acechando otros narcotraficantes? 

¡Por eso vivían alejados de la civilización!

Ellos seguían esperando su solución mágica. El niño seguía esperando a sus padres.

Y ya no quedaba ni lo uno ni lo otro.





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