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Mi cuchara había quedado paralizada en el aire.

Observé cada fino detalle de su rostro, tratando de exponerle, pero él estaba tan serio como habían sonado sus palabras.

«¿Insinúa que vive en medio del bosque, como si fuera uno de esos niños animalizados, criados por osos Grizzly, que saltan entre lianas, beben de los arroyos, y visten unos harapos parecidos a los que él llevaba hasta hace unos minutos?»

Y no en cualquier bosque...

«¡El niño dice que vive en Mörkskog!»

Me moví bruscamente hacia mi silla, alejándome del centro del estrado para volver a mi asiento y llevándome por el camino mi plato y mis cubiertos, que ya parecían ir de un lado para el otro como si fueran nazarenos en una procesión. Ahora mismo necesitaba mirarle a la cara, y no sólo a la sien o a un trozo de oreja... su oreja de oso, me refiero, porque la suya real estaba tapada por la capucha del abrigo de tal manera que veía de ella lo mismo que vería de la de Van Gogh. Si es que Vincent quería hacer un pequeño viaje espacio-tiempo, claro, para ponerle fin a toda esta conmoción que había provocado su propio cuadro. 

—¿Tu casa está metida dentro del bosque?— repetí, intentando procesarlo, y él me asintió con normalidad. Parece que no le veía nada alarmante a vivir en medio de Mörkskog. Lo cual era aún más alarmante todavía. —Quiero decir, tú... tú miras por la ventana y todo son árboles. Árboles y árboles. Nada más que eso.

El pequeño Rudolph hizo una pausa dubitativa para después asentirme con la cabeza. Por enésima vez. Como siguiera haciéndole preguntas de sí o no, sus cervicales iban a fracturarse al punto de acabar con su cráneo rodando por la cocina. Al igual que yo, que me resultaba todo tan loco que iba a perder la cabeza.

—¿Desde hace cuánto tiempo?

Se encogió de hombros. —Desde siempre.

—¿Con tus padres?

Tardó unos largos segundos en responder. 

—Sí.

—Padres humanos.— aclaré, medio afirmando, medio preguntándole; a lo que el pequeño Rudolph volvió rápidamente sus ojos hacia mí. 

—¿Qué serían si no?— preguntó, interesado. Demasiado interesado en que respondiera a su pregunta retórica.

—¿Lobos?— tanteé.

Sus cejas se unieron en línea recta.

—¿Lobos?— repitió, confuso.

Suspiré. Muy en el fondo quería soltarle todas las fábulas que me había inventado tipo Rómulo y Remo para que pudiera desmentirlas y acabar con esta comedura de testa. Pero entonces estaría exhibiendo que cada palabra suya era sometida a un meticuloso análisis, y creo que eso no resultaba muy adecuado para ganarte la confianza de alguien.

—No lo sé.— me encogí de hombros.

En realidad, sí que lo sabía.

Cuenta la leyenda que en lo más profundo de Mörkskog habitan unos seres con rostros fuera de este mundo, habilidades fuera de este mundo, y costumbres fuera de este mundo.

Monstruos.

Monstruos del tamaño de las secuoyas, fieros, constituidos por un cuerpo excesivamente robusto que crea cientos de relieves sobre la piel, pero a la vez demacrado, volátil, semejante al de los fantasmas. Con doscientas manos para así atraparte el cuello más fácilmente, trescientas piernas para así alcanzarte más rápido, y cuatrocientos ojos para detectarte desde todas las direcciones. 

Dicen que esos ojos son perturbadores. Salidos de sus cuencas, huecos y que nunca parpadean, como si perteneciesen a seres que han perdido contacto absoluto con el mundo... Aunque sus fauces son, sin duda, lo más terrorífico que poseen. Anormalmente grandes, capaces de expandirse más allá de los límites de su rostro. Con pellejos humanos colgando siempre de ella, una lengua tan verde como el veneno, y una hilera de dientes kilométrica que no se ve, que nunca han llegado a mostrar porque son seres silenciosos que no emiten una sola palabra. Tan sólo se quedan ahí, con sus cientos de ojos puestos sobre ti, planeando la forma más macabra de matarte.

Y es que los verdaderos monstruos no hablan. Ni rugen. Ni chillan. 

Los verdaderos monstruos sonríen en silencio, escondiendo sus colmillos para que así bajes la guardia con ellos y puedan clavártelos en la nuca. No en el cuello, no. En la nuca. Porque desde allí se pueden escudar en tu cuerpo para que otros no le vean. Y, sobre todo, porque desde allí tú tampoco puedes ver quién te está atacando. 

Una técnica que perfeccionaron durante siglos, sometiendo Grymbyn y dejando tras de sí una reguera de sus cadáveres.

No obstante, toda dictadura llega a su fin, y ellos no fueron excepción. La caducidad de su poder tenía por fecha la primavera de 1874; época en que aparecieron unos hombres misteriosos, evolucionados, con unas habilidades especiales que les permitían controlar a las tan temidas bestias.

Ángeles custodios. 

Así los llaman. Se les distingue porque llevan puesta una capa suelta y enormemente larga, que se bate en el aire y se asimila a dos alas angelicales. Siempre la van arrastrando por el suelo a medida que caminan y cubriéndose con ella a través de sus amplios capuchones de dementor, teñidos de un dorado tan oscuro que casi parece negro. Si no fuera por la leyenda, cualquiera pensaría que son criaturas maléficas. Sus ojos son de ese mismo tono amarillento, pero mucho más brillante, como si fuesen dos luciérnagas con vida propia o gemas ámbar sacadas de las cuevas suecas. Y son precisamente esas piedras preciosas las que dominan a los monstruos de Mörkskog. Se dice que el amarillo puro exude tanta energía positiva que ciega a la maldad; y, por eso, los ojos custodios les debilita y somete, impidiendo que ejecuten sus ataques. 

De esta forma, los ángeles custodios se convirtieron en los héroes de todos los cuentos. ¡Qué honra la del ángel custodio que impidió la extinción de nuestra sangre! ¡Gloria a toda la especie de los custodios, que en amabilidad y desinterés continúan aislados en el bosque, por nosotros, bloqueando las fronteras de Grymbyn y protegiendo a sus aldeanos!

A menos que ese aldeano sea un estúpido imbécil cabeza hueca y decida adentrarse en el bosque, claro. Entonces, quedaría fuera del radar de los ángeles custodios, poniendo en riesgo su propia vida y también la del resto de las personas que viven en el pueblo. 

Por esa razón, pocos de los que hayan entrado en el bosque han logrado salir. Y cuenta la leyenda que, quienes lo hayan hecho, sufrirán para siempre la maldición de Mörkskog que recayó sobre ellos desde el momento en que pisaron sus tierras. Aún a día de hoy se pueden oír los alaridos de sus víctimas. Pisadas, gritos, llantos, y toda clase de ruidos extraños alrededor del bosque. 

Eso dicen.

Y, si es cierto lo que dicen, que lo es, 

«¿entonces cómo pudo un niño sobrevivir allí por tanto tiempo?»

Confusa, alcé la mirada hacia el pequeño Rudolph.

—Tengo que volver por ellos.— murmuró. Sus ojos estaban acoplados al suelo, sombríos, y su mano empuñaba la servilleta como si esta conversación le supusiera una impresión y un sobrecogimiento terrible. Era la octava vez que repetía esa maldita frase, en bucle y como si fuese una especie de mantra.

—¿Adónde? ¿Al bosque?— le inquirí. No quería que entrase allí de ninguna de las maneras, y él hablaba y actuaba como si fuese a hacer esa estupidez. —¿Y qué hay de la leyenda?

Nada más acabé la pregunta, se formó un enorme revuelo en la cocina. 

El mantel se movió entre mis manos tal que en un terremoto. El reloj dejó de sonar. Varias servilletas volaron por el techo, y, junto a ellas, un cuchillo de untar dinamitó por encima de mi cabeza hasta acabar clavándose en el suelo. El tarro de azúcar fue estrellado contra la losa en el proceso, galardonado con el título a mártir y haciéndolo sonar el doble de desastre. 

El pequeño osezno soltó un jadeo de sorpresa, como si la palabra "leyenda" fuera el Voldemort de Mörkskog, un tabú eminentemente prohibido que yo acabase de transgedir. Apurado, se levantó de la mesa y recogió los objetos del suelo, murmurando en el proceso decenas de "lo sientos". 

—¿Vos... co-conoce la leyenda?— sus ojos parecían dos ensaladeras. Seguía espantado ante mi mención de la innombrable.

—¿No debería?— le lancé de vuelta, escrutándole.Lo sorprendente es que tú la conozcas, en realidad. ¿Cómo es que no te asusta entonces estar en una zona tan peligrosa?

Porque eres un ángel custodio, ¿verdad? Tú y toda tu familia. Por eso vives en el bosque, por eso no le temes a los monstruos ni a la oscuridad, y por eso estás cortocircuitando ante la posibilidad de que sepa de una leyenda que hable sobre ti.

Jo-der

Silbé en estupefacción. Ahora todo quedaba claro. Axel parecía un chico normal, pero no lo era. En realidad, formaba parte de aquellos bastardos que debieron haberme protegido; pero que, sin embargo, me dejaron sola, frente al peligro.

—Sí dio miedo. Al principio.— confesó. —Pero ya no tanto... Creo.

Me miraba con inseguridad. Inseguridad no sólo de mí, también de sí mismo, de sus palabras, de si debería o no estar hablando conmigo, de en qué tono de susurro debería situarse para que nadie descendiese de los cielos para regañarle. Esa era la impresión que me daba. De que tenía un pedal de aceleración y uno de freno en cada uno de sus pies, y los pisaba indiscriminadamente. A veces uno y otras veces el otro. Infería que, si la regla "no hables con extraños" se repetía en Grymbyn hasta la saciedad, seguro que en el nicho de los monstruos del que él provenía aquella frase era su himno de presentación, vivencia y convivencia. Sobre todo conmigo. ¡Quién lo hubiera dicho, que el ángel se encontraría con la bruja! La leyenda con su maldición. El protector de Grymbyn con su asesina.

—¿Entonces a vosotros también os parece peligroso?— susurró de repente.

Le miré.

Me miró de vuelta.

—Eso es lo que dicen todos.— contesté, aunque en realidad lo que quería responderle era: "¡Sí! ¡Sí! ¡Por supuesto que nos parece peligroso, porque lo es! ¿De verdad os pensáis que vuestro grueso manual de peligros morkskienses no llegaría hasta Grymbyn? ¿Que estaríamos totalmente ciegos a lo que ocurre ahí dentro, que no leemos los periódicos, no vemos los cadáveres, no escuchamos a los lobos por la noche?"

Mi mirada fue a parar a su abrigo de oso. Todavía no podía creerme que él formara parte de todo ello... Aunque, si cerraba los ojos, podía imaginármelo a la perfección: El niño dejaba de ser un niño para transformarse realmente en un osezno, uno que expondría sus dientes hacia mí, se pondría a cuatro patas, y correría de vuelta al bosque, donde pertenecía. Lejos de mí. En retorno a su vida de agitar árboles, untarse las garras de miel, e hibernar plácidamente en su cueva. 

—No. No te vayas.

No me di cuenta de lo que había dicho hasta que acabé de hablar y se formó un despótico silencio. El pequeño Rudolph subió la cabeza como una bala. 

Estaba agarrándole del brazo.

—No te vayas... a atragantar. Come más despacio— rectifiqué, soltándole rápidamente. 

Miré alrededor; al plato, al mantel, al zumo, adonde sea con tal de eludir su mirada. Y, mientras, la tostadora decidió aprovechar ese espacio de incómodo silencio para apoderarse del protagonismo de la habitación, haciendo un ruido metálico que nos sobresaltó a ambos e impulsando las tostadas casi a la altura del cielo. El pequeño Rudolph había quedado totalmente impactado ante el espectáculo. Observaba ese punto con ojos de quien ha visto algo para lo que no tiene explicación.

—El pan... saltó.— balbuceó, señalándolo y tras botar en su asiento análogamente a la tostada.

De lo que no se había dado cuenta era de que, en el movimiento, había dejado su antebrazo desnudo y a disposición de mi mirada. Cuando se llevó las manos a la boca lo vi: cicatrices. Aquellas marcas moradas en sus muñecas permanecían con la misma intensidad que la noche pasada. Y, honestamente, ya no estaba tan segura de si eran improntas de pulseras... O si más bien fueron cuerdas, prietas, de cáñamo, rodeándole las muñecas durante días y cortándole la circulación en el intento de alguien de someterle.

—Y, cuéntame, Axel, ¿cuál es tu comida favorita?— apoyé el codo en la mesa y mi mentón sobre el puño. Me rehusaba a hacer contorsionismos para husmear sus malditos antebrazos.

—¡Esto!— elevó una tostada entre sus manos. —¡Pan con fresas!

Parecía un anuncio. Uno mal hecho, del tipo que mostraba una servilleta cubierta de mermelada en primer plano, como si el chico del anuncio hubiese vomitado el producto antes de ponerse a grabar. 

Traté de ocultarlo, pero al final no pude evitar sonreír.

—Algo que no esté encima de la mesa.— aclaré.

—¡Froktropp! ¡El Froktropp de papá!— respondió con entusiasmo, y en ese momento lo vi claro. El color que destacaba en sus ojos entre toda esa miscelánea; era claramente el amarillo. Un amarillo vivo, brillante, como el que describía la leyenda que tenían los ángeles custodios.

—¿Qué es eso?— murmuré, en referencia a sus iris.

Vaciló.

 —Lo siento, ungdam, no puedo revelar la receta. Papá dice que, si lo hago, dejará de ser especial.

 —¡Vaaaaya!— le acompañé en el susurro y en el drama. Aunque realmente mi mente estaba en otro lugar. Específicamente en esas dos colmenas de miel que había en sus ojos y que me suprimían la capacidad para pensar o para cualquier otra cosa que no fuese admirarlos. Quizás yo era verdaderamente un monstruo, atraído por las gemas de ámbar de sus ojos y siendo controlada por él desde que nos conocimos. 

O al menos no le daba otra explicación a que siguiese aquí, oyendo la cantinela de imbecilidades de un niño de cinco años.

—¿Y quién es tu papá, Axel?

El nombrado levantó la cabeza, iluminándose como un árbol de navidad.

—Es muy inteligente y alto. Como así de alto.— se puso de pie sobre la silla y estiró el cuello con exageración. Era imposible que su padre midiera todo eso. —E inteligente.

«Dije quién, no cómo, idiota»

Le hice una seña para que volviera a sentarse. —Mi padre también era inteligente. Se llamaba Maximilien. ¿Cómo se llama el tuyo?

—Papá.

—Papá, ¿qué?

—Papá, ¿qué de qué?

—¿No sabes cuál es su nombre?

No sé si había hablado en un tono más brusco de lo esperado, pero él quedó completamente mudo en su asiento, paralizado. Sus pupilas estaban fijas en mi cara, impasibles como si yo no hubiese dicho una sola palabra y nada más nos hubiéramos dedicado a contemplarnos mutuamente en silencio. Ya no veía ese amarillo brillante en sus ojos. Empezaba a pensar que me lo había imaginado, de la misma forma en que me había imaginado a mí misma hablando. 

Tuve que contener un bufido. ¡Señoras y señores, un ángel custodio! ¡El guardián de Grymbyn, la jerarquía más alta en la cadena de Mörkskog, la raza más poderosa del mundo, el que nos cuida por las noches! Sin embargo, ahora parecía un chiste malo y contradictorio, como un gato licántropo o un hemofóbico que se transforma en vampiro cada luna llena.

Cambié de tema. —¿Y por qué no estás con tu papá, en casa?

—Me echaron.

—Te echaron...— repetí, despacio, suponiendo que había un mensaje encriptado detrás de esas palabras. Pero no lo había. Increíble. Yo que pensaba que era la criatura más malvada de todo Grymbyn, y sin embargo, me estaban surgiendo duros competidores entre los ángeles. ¿No tiene ironía? —¿Por qué? ¿Qué ocurrió?

Metió los labios para dentro, mordisqueándoselos.

—No lo sé seguro.— susurró, desviando la mirada hacia el mantel. 

—¿Cómo no? ¿Acaso eres tont– No, a ver, a ver, que me quede claro. Entonces tus padres te echaron de casa, y por eso tú saliste del bosque hasta llegar aquí, ¿correcto?

El pequeño Rudolph agitó la cabeza de arriba abajo, haciendo que la capucha de oso cayese sobre su cara. 

—Y puedes volver allí, ¿correcto?

No respondió. 

De hecho, ninguno de los dos hablaba, ni gesticulaba, ni tampoco parecíamos respirar. Tan sólo el mantel se atrevía a mecerse de arriba abajo al compás de su pierna espídica, con el agua colisionando de fondo contra el fregadero, las luces del techo zumbiendo momentáneamente; y, si agudizaba el oído, se podía apreciar al pequeño Rudolph masticando su quinta o sexta hogaza de pan. No pude evitar acordarme de anoche, de estar mirando al suelo y oír exactamente lo mismo. El niño comiéndose su cucurucho de helado, y yo comiéndome la cabeza para averiguar cómo rayos debería hablarle. No habíamos cambiado mucho, después de todo. Ambos sentados a un lado y al otro de la mesa, parecíamos parte de un interrogatorio donde por poco y más le esposaba a su silla y le apuntaba a la cara con un flexo. No obstante, su muñeca ya había sufrido suficientes cuerdas. No quería someterle a ningún instrumento más.

—¿Estás segura?

—Perdona.— corregí, velozmente. —No estás obligado a responder.

No obstante, él no parecía estar poco preparado para hablar de ello.

La que no estaba preparada era yo.

—Si vuelvo,— comenzó a decir. —me matarán.

Nada más formular esas palabras, se formó un silencio despótico en la habitación. 

Su amenaza quedó disuelta en el aire, retumbando entre las cuatro paredes como si formase parte de una profecía.

Un trueno rugió desde el bosque. Los cubiertos temblaron dentro de sus cajones, y un escalofrío recorrió mi columna vertebral al punto de levantarme involuntariamente del asiento y tirarme la taza de café encima.  

—¡Mierda!— me apresuré hacia el lavaplatos. —¡Joder!

"¡Adeline Étiennette Leroux!", casi podía oír a mi madre gritándome desde el inframundo. "¡Una grosería más saliendo por tu boca y te la lavo con jabón! ¿Qué van a pensar los demás de ti?"

Eso. ¿Qué va a pensar Axel de mí?

—¿Te encuentras bien?— murmuró el niño de los cascabeles detrás de mí.

¿Eres idiota? ¿Qué crees, que estaría cachazuda e imperturbable con una amenaza de muerte y miles de llamas avanzando por mi epidermis? ¡Este es el castigo que merece quien se inmiscuye en asuntos fuera de su incumbencia! ¡Quémate la lengua, a ver si así dejas de hablar con esa voz que nadie quiere escuchar y con esas preguntas sucias a las que acostumbras! 

—Sería idóneo si hubiera también un campo de sábila escondido en este lugar.— siguió parloteando detrás de mí. —El generador de ríos no va a ser la panacea de una quemadura.

Bufé ante la rareza de su comentario. Se veía totalmente imperturbable tras expresar su caso de acoso parental, así, como quien recita el tiempo. No sé si debería preocuparme. —¿Te refieres al fregadero?

Hubo un silencio de varios segundos.

—¿Qué, perdona?

—Lo que acabas de decir.

—No he dicho nada.— rebatió, frunciéndome el ceño.

Puse los ojos en blanco. Tenía esa payasada muy vista, la de gastarme una broma a las espaldas como un maldito cobarde. ¡Adelante! Si tan humorista eres, a ver si le encuentras la misma gracia a regresar a tus padres psicópatas con la maldición de Mörkskog a cuestas...

Volteé la cabeza para mirarle. —Si no podemos contactar con tus padres, Axel, habrás de irte por donde viniste.

—¡No! ¡Contactar no!— se levantó de su asiento, dándome la razón aunque con la expresión de alarma más contradictoria que había visto nunca. —Debo volver. M-Me van a dejar si no. Tengo que volver. Tengo que volver.

Entrecerré los ojos. Aquella frase me resultaba ya tan familiar y usada que parecía grabada por una casetera vieja más que salida de él, emitida por ese clon suyo que me acechaba por las esquinas de esta casa. La mermelada de fresa se deslizaba por su barbilla, pero él estaba demasiado acorralado como para limpiársela. Nada de lo que decía tenía sentido.

—¿Volver adónde?

—Ellos me lo dijeron...

—¿Quiénes son ellos? ¿tus padres?

De nuevo, no contestó. Su mirada estaba perdida en algo que había detrás de mí. Y no hacía falta que me girara para saber qué era ese "algo": Un lienzo, pintado con acuarelas de tonos azules, que plasmaba un falso Grymbyn con su falso Mörkskog.

—¡No me ignores, rayos! ¿quedaste con tus padres en algún lugar?— insistí. Quedaba claro por qué alguien pactaría cita con quien llevaba días amenazando de muerte. Me temía lo peor, y al final lo peor se hizo realidad.

—Sí.

—¿Dónde?

—Si ellos no me encuentran allí, me de-dejarán.— continuó rumiando, pasando por alto mi pregunta. —No. No. Tengo que volver...

«Oh, cariño, ya te han dejado», clamé en mis pensamientos. «¿Cómo no lo ves?»

—Pero te echaron.— razoné.

—Por favor.

—Te amenazaron.

—Por favor.— volvió a suplicar, la voz quebrada.

Suspiré. El niño me trataba de convencer con los ojos; y pronto me perdí a mí misma en sus pupilas negras, tan profundas como debían estarlo siendo sus pensamientos. Perdidos, devastados, y pidiéndome auxilio del mismo modo en que lo hizo un veinticinco de diciembre entre las calles nocturnas de Grymbyn. En ese momento quería sucumbir a ellos tanto como deseaba arrancárselos de cuajo, pincharlos con el tenedor, y colgarlos en una pared donde pudiera verme ignorarle cada día, a cada hora, sin poder hacer nada.

—Te ayudaré, ¿vale? No vas a quedarte solo.— le aseguré. Al principio de mentira, pero cuanto más lo pensaba, más me atraía la idea de llevarle a encontrar a su familia. ¿Por qué? No lo sé. Quizás quería que el mismo Rudolph me guiase hasta la guarida de Santa Claus, ya sea éste un demonio guardián, un ángel endiablado, o el mismo monstruo a los que en teoría custodian...

Sonreí, al principio falsamente, pero luego de aquella manera de quien ha logrado su objetivo.

«¿Es que los ángeles custodios no perciben a las malas personas?», me pregunté. «¿No se dan cuenta de cuándo les engañan, cuándo les conducen poco a poco hacia la boca del lobo?»

«Y, quien dice lobo, realmente quiere decir monstruo»

«El monstruo de Mörkskog»

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