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Seré franca:
No me gustan los niños.
Los odio. No son más que criaturas molestas y egocéntricas. Dependientes. Débiles. Manipuladoras.
Sí, manipuladoras. Sus acciones son pura estratagema. Sobre todo cuando se trata de aquellos niños dulces y delicados, que te chupan la vida, que te vuelven apegada a ellos y te absorben la identidad. Un par de sonrisas y ya te tienen enganchada a su costado adorándoles...
Y eso tarde o temprano se acaba convirtiendo en una carga, una pistola que se dispara a sí misma. De la noche a la mañana, eres caduco, actúas inestable, y tienes un talón de Aquiles que son ellos. Pues las personas vulnerables son precisamente las que te hacen alguien vulnerable. Las que te debilitan.
Cuidar de alguien, quererle, convertirle en algo apreciado para ti... acaba siendo agotador de muchas maneras.
Entonces, ¿por qué rayos estaba aquí, haciendo de niñera, batiendo los mangos de una comba helada? Y es que cogerle de la mano era como pincharse continuamente con una estalactita. Su piel estaba tan congelada que parecía muerta, y yo no me haría cargo de más entierros.
¿Dónde demonios se habían metido sus padres? ¿Por qué no había nadie cuidando de él?
Desgraciadamente, no tuve ni los recursos ni la concentración para resolver ninguna de mis preguntas. Fue la misma persona que me tenía circulando en torno a un cúmulo de dudas la que me sacó rápidamente de mi rumiación, dando un inopinado mal paso, tambaleándose. Mi agarre a él se reforzó de un segundo al otro, en cuanto noté que el niño tropezaba con un adoquín y casi se caía de bruces contra el suelo.
—¡Joder!— gruñí, observando espantada la mano que envolvía su muñeca.
Tendría que haberle dejado caer, y que se le partiese el labio. Mejor eso que tocarle... No lo pensé, sólo me moví en acto reflejo, guiada por el pánico de que una raspadura decorase su piel. Lo último que necesitábamos era llamar la atención por las calles de Grymbyn. Pues, si algo había aprendido en estos años, era que los tiburones están escondidos entre sus oscuros rincones, y que huelen la sangre.
Con el ritmo al que andábamos cayendo en picado y el terror imperante de haberla lesionado, alcé delicadamente su muñeca.
Sin embargo, no fue una herida lo que me encontré.
Mi ceja se enarcó en suspicacia. Su piel mostraba unas marcas muy extrañas en la parte interna del brazo. Irregulares, moradas; parecidas a las que dejan ciertas pulseras cuando quedan muy prietas alrededor de la muñeca. Solo que éstas eran translucidas e inapreciables, puede que antiguas. Además de estar acompañadas de una huella en el costado que coincidía a la perfección con mi pulgar. ¡Maldición!
—¿De qué te sorprendes, Adeline?
Liberé su mano con pesar. Al lado mío, el niño andaba despacio pero receloso, con sus botas mojadas que sonaban a cada paso, y haciendo con la boca una estela de vaho. Su nariz y mejillas estaban completamente rojas por el frío. ¡Qué ironía! Si faltaba un personaje en esta escena, ése era el reno Rudolph, aquél que acompaña al fraude de Papá Noel y que le ayuda a repartir su basura de regalos por todo el mundo... Era él, ¿cierto? No esperaba enfrentármelo así. Tan solo. Tan de repente, sin previo aviso, ni collar, ni trineo, ni cascabeles. Tampoco emitía ningún sonido. ¿A él también le había estafado mi viejo amigo finlandés? ¿Qué había hecho este pequeñín de enormes ojos negros para enfadar al señor Claus?
Tenía que haber sido una travesura muy poco navideña, porque, cual prófugo, seguía sin bajarse la capucha de su túnica, ni de desabrochar un sólo botón o siquiera revelar sus zapatos. Mirándolo bien, su estilismo era ciertamente curioso. No entendía qué hacía con ese hábito de clérigo inquisidor puesto a lo Guillermo de Baskerville. Y moría de ganas por preguntárselo, por preguntarle tantas cosas... No obstante, fue justo al momento de coger aire que un fogonazo de luces entre esquina y cruce nos atacó repentinamente a ambos.
Mi campo de visión se desenfocó durante unos segundos. La retina resentida, los ojos destellando y, aun después de haber apartado la mirada, permanecieron unas motas de luz en mi campo de visión. Yo conocía esa sucesión de tiendas frente a mí, ocupando el lateral de una calle en forma de L.
Mi calle.
Sus colores variaban entre los marrones, naranjas y amarillos, construyendo el clima de una época pasada. Las piedras que constituían los muros recuperaban el brillo que antes escondían bajo la mugre. Ambas aceras estaban cubiertas por terrazas de restaurantes de lujo, tiendas de marcas, residencias diplomáticas, la gran Casa de la Ópera, y, sí, un monumento fundamental a San Nicolás en medio de la plaza. Enormes edificios se levantaban encima de la calzada, y varias bolas de luz decoraban de manera estratégica sus escaparates, iluminando toda la calle de colores vivos y despidiéndose de la Edad Media de la que veníamos para darle la bienvenida a la sensacional arquitectura contemporánea. Lo único en el pueblo capaz de hacerme sentir algo que no fuera asco o un profundo rencor.
—¿Te apetece un helado?— le pregunté a mi nuevo acompañante, el reno Rudolph.
Los amargados dirían que mi ofrecimiento había estado fuera de lugar.... Y tendrían razón. Por supuesto, iba a priorizar mi comodidad sobre la suya. ¡Faltaría más! Encima de que tropezaba con un extraño, de edad entre el biberón y los Plastidecor, para meterme en su marrón personal y obligarme moralmente a soportarlo porque, si no lo hiciese: "¡Qué mala que es Adeline, que deja tirado a un niño!" No, perdona, señora. No soy mala, soy consecuente. ¿Por qué iba a importarme alguien que no conozco si ni siquiera me importaban los que conviven conmigo?
Al agachar la mirada, me sorprendí descubriendo que el niño ya observaba en mi dirección, por quién sabe cuánto tiempo, de esa forma tan fija e intensa que parecía estarme atravesando con un escáner de rayos X que tuviera incorporado secretamente en sus pupilas.
«¿Qué debería hacer contigo, pequeño? ¿Acaso tú lo sabes?»
El niño parpadeó, y yo suspiré.
«Claro que no lo sabes». ¿En qué tanto piensa, si se puede saber? Siempre que lo miraba, parecía confuso por mis acciones o dudando de mis intenciones, buscando lecturas ocultas en mis frases que no correspondían, como si tuviese tanto miedo como curiosidad hacia mí, como si quisiera acercarse y a la vez no. No sé. Me estaba resultando muy difícil sacar conclusiones de sus caras, deducir cuáles eran luces verdes y cuáles rojas en este reno caricaturesco que era él.
—¡Bú!— gesticulé garras con mis manos, a lo que él comenzó a parpadear con rapidez.
No emitía un sólo sonido. ¡Un tesoro nacional! Con nosotros, el primer niño sueco que acataba la lección de no hablar con extraños, inclusive cuando aparentaban ser sus últimas palabras...
Sin más dilaciones, lo agarré de la mano para guiar sus pasos hacia nuestro nuevo destino. No tardamos ni tres minutos. Las letras del cartel brillaban cegadoras, como todo en esta época. "HELADERÍA ARTESANAL 24 HORAS " ponía, e indudablemente le hacía justicia al servicio.
El local constaba de un escaparate de apenas diez metros cuadrados, tal vez menos. Era simple y austero. Un cono gigante de cartón se levantaba a duras penas y la gama acromática explotaba sobre las paredes como si hubiese sucedido fruto de un accidente.
En contraste, la chica del puesto llevaba atada a la cintura un aburrido delantal azul con rayas horizontales. Las mismas que formaban sus ojos. Nada más aproximarnos, nos observó como si estuviera viendo algo inaudito, con esa mirada de pura extrañeza que parecía unir ambas cejas y que descolocaba a quienesquiera que estuvieran mirándola. Sobre todo si se mezclaba con una cierta dosis de desconfianza y de desprecio, como estaba sucediendo en ese mismo momento y en dirección hacia mí. No hacía falta preguntarla para saberlo, y ella tampoco se esforzaba en disimular. Se me había quedado mirando descaradamente.
Siendo honesta, empezaba a darme un poco de miedo. Entre las nubes grises que enturbiaban el cielo, la noche, los focos del establecimiento creando contrastes de luces y sombras en su rostro (sobre todo sombras, muchas sombras), y ella sin quitarme la mirada de encima... Era escalofriante en cierto punto.
Quizás fue por eso que acabé saludándola, como petición de clemencia. Un gesto completamente malgastado, pues no recibí una respuesta de su parte. Ni un "hola" ni una inclinación de cabeza ni nada. Suspiré en alivio. Alivio por que al fin me estuvieran tratando igual que siempre, a patadas, porque me hubieran reconocido, por saber de nuevo quién soy. Por pertenecer a algo, aunque fuese algo tóxico y desgarrador.
—¡Eh! ¿Por qué... qué...— comenzó a balbucear ella, y yo me tensé automáticamente. —¿Qué haces tú...— me señaló de forma acusatoria. —...con él?— bajó su dedo hasta el niño a mi lado, frunciendo su ceño con suspicacia, y hasta parecía preocupada.
Miré al pequeño Rudolph de la misma forma, tratando de darle lógica a su expresión. No me fastidies. Creía que estaba raptándole, ¿no es cierto? Que, ahora que era de noche, iba a quebrar sus ligamentos uno a uno y descuartizarle en pedacitos de carne que echar a los lobos, completando así el ritual navideño de sacrificios humanos del que me había apropiado. ¿O tal vez creía que intentaba desarrollarle el síndrome de la capital? Eso sonaba mucho mejor. Ganarme la simpatía de este niño en base a helados para así en unos minutos poder llevármelo a casa, cambiarle el nombre a uno más familiar, y quedármelo como sustituto de un fantasma.
—Ve, elige el que más te guste.— le susurré al pequeño Rudolph, liberando su mano.
Él no tardó ni medio segundo en correr a la vitrina como polilla atraída a la luz. Entretanto, yo continuaba mirando a Doña Descaro a los ojos, viendo en ellos cómo mi cartel de ex convicta seguía escalando al de reincidente, y al de delincuente crónica, y así en un ascendente progresivo. A fin de cuentas, en Grymbyn se conservaban fieles a todo: a las habladurías, a las supersticiones y, por supuesto, a la centenaria cofradía del odiador de los Leroux. Incluso la exposición de sabores era tan tradicional como ellos: Chocolate, vainilla y fresa.
Yo ya sabía lo que iba a pedir, pero el niño tenía en sus manos lo que parecía la decisión de su vida. Alternaba su atención entre los tres sabores con un semblante de puro dilema y la cara tan cerca de la vidriera que su nariz rozaba el cristal y casi lo atravesaba.
Sonreí. Si así lo quisiera, tenía mi total permiso de lanzarse de cabeza hacia las tarrinas y volverse un sabor más de la exposición; seguro que los vecinos encolerizaban al ver desordenadas sus sagradas tradiciones...
El pequeño Rudolph ancló sus pies frente a un sabor en concreto, sus ojos brillando en mil colores. Ya había tomado una decisión.
—¿Uno de chocolate, entonces?— La chica le sonreía con adoración. Sé que quería añadir algo más, pero, fuera lo que fuese, lo estaba reprimiendo en sus labios. Prueba de ello es que su técnica fuera tortuosamente lenta, queriendo hacer tiempo.
—Y otro de fresa, por favor.— añadí.
—Nos hemos quedado sin fresa.— respondió rápidamente, mientras estiraba el brazo hacia el pequeño Rudolph.
No obstante, yo fui más rápida que ella y alcancé el cucurucho de camino.
Mis manos no eran suaves, mis labios no sonreían, y mis ojos navegaban por la tarrina inmaculada de fresa. Porque Doña Descaro había resultado ser también Doña Audaz; y quedaba claro que a ninguna de las dos le importaba mantener el helado sujeto por más tiempo del establecido.
—Adeliina Lerusson.— escupió mi nombre. —¿Qué coño estás haciendo ahora? ¿Es él tu...
Agarré el cucurucho de una buena vez y me incliné en gesto de despedida.
Él no era mi nada, pero dicho en voz alta sonaba hasta cruel. Porque este niño misterioso y efusivo no tenía a nadie en aquel momento.
Sólo a mí.
Me alejé del foco de luces, sosteniendo con una mano el cono de helado y con la otra mano, la del niño. No me resistí a darle una calada nauseabunda al cielo. Apestaba a invierno. El fuego que bailaba dentro de las chimeneas de los maxi-apartamentos de la zona iba quemando poco a poco la madera, concibiendo un grisáceo humo que ascendía por el cielo hasta fundirse con él, dejando tras de sí el olor más reconfortante e inquietante que existía en el universo.
Me senté en un banco de la acera para apreciarlo, sin decir absolutamente nada. A decir verdad, quise hacerlo parecer como si el sitio escogido hubiese sido puro azar; cuando en realidad supe desde el principio que en esta posición tendríamos un panorama perfecto de mi mansión.
Ahí estaba, justo frente a nosotros, el edificio más grande de todo Hemlighet, una propiedad nacional impresionista rodeada recelosamente por sus señores siete metros de verja. Pero una verja translúcida, eso sí, para que no esconda a ojos de transeúntes los jardines versallescos que rodeaban el palacio.
¿Se habría dado cuenta el niño de que había gato encerrado... y que lo había encerrado yo?
Titubeó sospechosamente. Tuvieron que transcurrir varios segundos hasta que se decidió a sentarse conmigo, pero a una distancia prudente, con la espalda más recta que nunca y la mirada puesta en el rabillo del ojo.
Parecía burlarse de mí actuando del mismo modo en que él solía.
Bufé, frotándome los ojos con mis puños. La brisa nocturna seguía soplando en nuestra dirección, fundiéndose con el helado entre mis manos y con esta atmósfera gélida de silencio. Si forzaba el oído, podía oír sus ráfagas moverse a través de nosotros, del mismo modo que oía al niño a mi lado dar cortas lamidas y murmurar sonidos de apreciación. Estaba engullendo el helado como si tuviese un agujero negro en el estómago. A diferencia de mí, no parecía percibir la incomodidad que nos atravesaba.
—¿Cómo te llamas?— susurré.
Nada más formular la pregunta, su cabeza volteó bruscamente en mi dirección y sus pestañas empezaron a aletear con una velocidad pasmosa.
Increíble. Por primera vez en toda la noche su perfil no se encontraba a semioscuras. A la luz de la farola, se veía todo a la perfección: su cara, su nariz, su pelo... y lo más importante: sus ojos. Esos enormes ojos negros suyos descubría ahora que en realidad estaban bastante alejados del negro, no eran oscuros en lo más mínimo, sino que estaban conformados por una impresionante mezcolanza entre el castaño, el avellana y el verde, en la que uno no sabía muy bien dónde comenzaba un color y dónde acababa el otro, ni en qué proporción se encontraba cada uno de ellos. Ni siquiera si permanecían estáticos, pues los colores parecían moverse a cada segundo como si sus iris fuesen dos lámparas de lava.
Sin embargo, ellos no eran los únicos que brillaban en la noche.
Para más inri, el niño llevaba atado alrededor de su cuello un colgante anticuado y arcaico, de cristal negro mate y un aspecto lujosamente refinado que sólo había visto con anterioridad entre los condes y archiduques de érase-una-vez-un-lugar-con-mil-sirvientes. No pude evitar sorprenderme. Era llamativo encontrarse a un niño tan pequeño en posesión de una joya así de extravagante, así de ostentosa, y además creando tal contraste con el resto de su atuendo decrépito. ¿Qué hacía con él? ¿Lo había robado?
El collar parecía de la época medieval, o quizá vikinga, o celta, no lo sé, pero antigua seguro, a juzgar por esos símbolos que lo adornaban y que ponían en bandeja de plata el haber pertenecido a una cultura clásica. La cadena apenas se veía, y el dije estaba semiescondido detrás del tejido de su ropa. Aunque en aquel ángulo podía verlo claramente tras uno de los rotos de su camiseta, tan oscuro como antes me juraron ser sus ojos, ascendiendo y descendiendo con cada una de sus respiraciones.
Las cuales se hacían cada vez más apuradas. El pequeño Rudolph inspiraba con profundidad, entrando silenciosamente en pánico como si no quisiera, o no pudiera, compartir su nombre conmigo.
—Axel.— su boca al fin abandonó el postre que la mantenía presa.
Mis ojos se dispararon deprisa hasta los suyos. Tenía un temblor particular en la voz y rastros de chocolate tiñendo su boca. Aunque insisto en que me importaba un carajo el niño, lo que hiciera aquí, si estaba en peligro o si habría ahora mismo unos padres idílicos flower-power buscándole desesperadamente entre las multitudes navideñas.
—Axel. Axel. Axel.— El duende maligno recitaba esos cuatro fonemas en un eterno tormento, buscando carne fresa. Marcando nueva víctima. —Qué delicioso tentempié.
—Axel...— alargué la última vocal para acallar a mi perturbador psitácido de "Los mundos de Coraline", y porque el niño había omitido la mitad de información, su apellido, que en mi mundo no irlo pregonando es la mayor señal de sospecha.
—Sten-berg.— vaciló. —Axel Stenberg. Del clan de los frutos rojos y las hojas de roble.
—Axel. Axel. Axel.— seguía cantando el duende maligno dentro de mi cabeza.
«No te emociones»
—¿Y dónde están tus padres, Axel Stenberg?
—No me han encontrado todavía.
Parpadeé. ¿Qué demonios significa eso?
—¿Les perdiste de vista?
Negó con la cabeza, agitando su cabello hacia los lados.
—¿Te escapaste de tus padres?
Volvió a negar.
—No. No es eso. Ellos...— se mordió los labios y respiró un par de veces antes de seguir. —Ellos me dijeron que me fuera.
No me miraba a los ojos. Se encontraba mucho más cómodo respondiéndole a mi sombra. Hasta ahora, sus gestos no habían sido nada claros, sus respuestas tampoco, pero lo que acababa de decir tenía un obvio mensaje implícito que no me atrevía ni a enunciar.
—¿Y cuándo van a volver a por ti?
El pequeño Rudolph mantuvo silencio, como si no me hubiera oído.
No alcanzaba a tocar el suelo, por lo que sus pies se mantenían suspendidos en el aire. Ahora parecía bastante entretenido jugando a enredarlos y desenredarlos. Una y otra vez.
—Axel, ¿van a volver?
Sus zapatos dejaron de moverse, y su mirada de eludirme.
De un segundo para el otro, me volví a ver hundida en la miel dorada de sus pupilas, ésas que trataban de ver a través de mí, clavándose como una estaca en lo más profundo de mis pensamientos. Definitivamente sus ojos no eran nada normales. ¿Dónde estaba el brillo inocente de un niño? De los suyos sólo quedaba la sabiduría anciana de quien atravesó cien guerras.
—Sí.— susurró finalmente.
A partir de ese instante, nos limitamos a devolvernos la mirada en silencio.
Su murmullo había sonado más a una pregunta que a una respuesta. Dubitativo, irresoluto. Fue debido a eso que en mi cabeza se logró encender la primera bombilla de la noche. O, más bien, una explosión devastadora que anunciaba la magnitud del problema que teníamos entre manos.
Porque él no creía que pudiese volver a casa.
En otras palabras: El niño no estaba perdido.
Le habían abandonado.
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