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Dicen que las mejores esencias se guardan en frascos pequeños, y en este caso era cierto.

Escondido entre los bosques y las colinas suecas de Hemlighet, existía un pueblo minúsculo, tan minúsculo que perderse allí era un insulto a la inteligencia, los mapas negaban su existencia, y sus habitantes tenían "ácaro" por gentilicio. 

Había quienes lo consideraban un mito de abuelas, una estafa turística, o directamente un contagio social tan bobo como el monstruo del lago Ness. No obstante, se había corrido la voz entre los municipios aledaños de que aquel pueblito ridículo escondía un tesoro que no se medía a escalas humanas. Y es que, lo que tenía de pequeño, lo tenía también de mágico, en todos los sentidos de la palabra; pues la naturaleza le había brindado las mejores tierras del mundo, los suelos más fértiles, los cielos más azules, los ríos más cristalinos, y, sobre todo, paisajes extraordinarios que incluso las lentes de las cámaras suspiraban al enfocar. 

Pero eso no era todo. Pese a ser una aldea desconocida a ojos del mundo y prácticamente desértica, sus habitantes ocultaban un ENORME secreto: 

El ser humano no es la única especie poblando el planeta.

Mas por "especie" no se referían a la diversidad animal que residía en sus bosques, a los cárabos lapones o los bueyes almizcleros, no, sino a otro tipo de criaturas. Unas que no aparecían en la BBC. Unas con orejas puntiagudas, cabello lacio, y asombrosos hechizos mágicos:

Elfos.

Elfos como los de los cuentos nórdicos. Altos, atractivos e inteligentes; con ojos grandes y astutos, rostros perfectamente simétricos, y un dominio de la magia muy superior al de las otras razas que se ocultaban recelosamente bajo las piedras suecas. 

Debido a sus cualidades, estas criaturas resultaban fascinantes para el clan de humanos que habitaban aquellas tierras. Más aún, esa admiración era recíproca, pues la pasión, espontaneidad y torpeza inherente a cada humano embelesaba día a día a los exóticos elfos.

Del fruto de esta atracción mutua surgió una nueva especie: Los semielfos. Mitad elfos, mitad humanos. Dotados de la belleza, sofisticación y sagacidad características de la raza élfica y de la vehemencia e impetuosidad propiamente humanas, los semielfos se convirtieron pronto en el foco de la pequeña aldea. Allá donde iban, atrapaban miradas. Con el pie diestro siempre por delante, las palabras correctas en la boca, y ese carisma natural que sobresalía de sus poros; se decía que los seres híbridos eran capaces de enamorar a cualquiera en apenas minutos. Hasta a los propios elfos, maestros de la seducción.

Así, los dos pueblos lograron convivir en una idílica armonía, creando poco a poco una cultura que mezclaba ambas tradiciones humanas y élficas. Un clan unido y consolidado. Transparente. Feliz.

Pero un día esa felicidad se acabó. El mismo día en que cierta familia con aires aristocráticos y un gran prestigio social en todo el continente, tras meses y meses de haber recorrido Suecia de cabo a rabo, logró finalmente hallar su tesoro. 

El apellido de esta familia se escribía con letras extranjeras y se pronunciaba en forma de ovaciones y aplausos. O al menos así era en todos los lugares del mundo menos en aquel pueblo, cuyos miembros eran desconocedores absolutos de la realidad que existía fuera de él. 

De esta forma, los desinformados aldeanos convencieron a sus amigos elfos de que abandonaran sus recelos con los forasteros y abrieran sus hermetismos a otros humanos. "¡Debemos perseguir la paz con otros pueblos, no la guerra!", alegaban. Así fue cómo acabaron acogiendo a la nueva familia como otro miembro más de la villa. E incluso les revelaron su mayor secreto, comenzando por la magia de sus tierras y acabando por la existencia de una comunidad élfica entre sus bosques.

Los nuevos componentes del clan, acostumbrados a una forma de vida codiciosa y masivamente consumista, vieron este hallazgo como la oportunidad perfecta para montar un negocio a costa del pueblo y de las supuestas criaturas mágicas que residían en él. Gracias a la revolución industrial que se estaba expandiendo por el mundo y a las propiedades mágicas de aquellos bosques, podrían conseguir materia prima infinita y venderla por todos los rincones de La Tierra. Se harían de oro, no cabía duda. 

De esta forma, máquina tras máquina fue transportada hacia el rincón (ya no más) oculto del planeta, con un único labor: 

Extraer y exprimir todo a su paso. 

Los aldeanos, indignados con la desconsideración de los extranjeros, prepararon un motín para resistirse al cambio. No obstante, la familia les amenazó con difundir su secreto más preciado si llegaban a contrariarles, y ellos, como jamás venderían a sus compañeros elfos, acabaron desistiendo de su rebelión. Aunque no bastaba con hacer eso y los campesinos lo sabían. Las amenazas se volverían infinitas e irían siempre a costa de sus amigos sobrenaturales. Por eso, acordaron alejarse de los elfos, olvidarse por completo de su existencia y volver a convertirles en nada más que un mito, para protegerles, dejando de contar historias sobre seres fantásticos a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Así, en un futuro no tendrían con qué amenazarles y podrían hallar de nuevo la paz juntos.

O eso pensaban, al menos.

Por su parte, los elfos tuvieron que presenciar cómo la naturaleza que tanto cuidaban y estimaban, que les daba de vivir, su hogar, era cruelmente abusada por aquellos hombres y sus máquinas. Contaminada. Despedazada.

Con el paso del tiempo, más y más humanos destructores comenzaron a mudarse al pueblo, de modo que se vieron obligados a ocultarse entre las sombras de los bosques. Observando de lejos cómo talaban sus árboles, quemaban sus plantas y secaban sus tierras. El agua cristalina de los ríos ya no era cristalina. Ni los campos fértiles. Ni ya apenas eran mágicos los paisajes. Inclusive elfos murieron a manos de los humanos, habiendo sido confundidos con animales a los que cazar.

La injusticia les llenó de rabia. Sus camaradas humanos les habían abandonado a cambio de la oportunidad de unirse a otros hombres que eran más modernos y que les harían ahorrarse arduos trabajos en el campo. Eso fue lo que dedujeron. Que sus vecinos de la especie humana, holgazanes y avariciosos, les habían intercambiado a la primera de cambio por un par de billetes de papel. 

Para ellos, ningún humano sería ya de fiar. Eran una raza egoísta. Habían vivido años bajo una utopía, y no era hasta ahora que descubrían su verdadera naturaleza... la de no respetar la vida y destruir la tierra. La de traicionarse entre sí. La de moverse por la corriente que más les conviene sin importarles el agua que corre por ella ni los peces que la siguen. Poco a poco, fueron acumulando un rencor venenoso hacia todos los humanos. Sin excepción. Debían enmendar sus errores y protegerse de esos bárbaros, pues con sus paulatinas inventivas en tecnología letal y sus pocos escrúpulos, podrían fácilmente asesinarles, experimentar con ellos, y destruir todo aquello que conocen y aman. 

Necesitaban esconder su identidad, camuflarse... O, de lo contrario, serían exterminados uno a uno.

No obstante, ya había pasado mucho tiempo desde esta historia. 

Siglos y siglos.

A día de hoy, su técnica de camuflaje está más que perfeccionada. Tanto, que logran vivir entre los humanos sin que levanten la más mínima sospecha hacia ellos. Se los cruzan a diario.

Les miran.

Les escuchan.

Les analizan.

Cualquiera que viviese cerca de sus bosques, se ha encontrado con un elfo al menos un par de veces en la vida. Se habrá detenido a mirarle. Habrá escuchado su voz. Quizá incluso habrá corrido la suerte de compartir algunas palabras. Y todo ello sin saber que, en realidad, esas personas no eran personas

Porque nadie sabe sobre su verdadera raza. Tampoco sus verdaderos nombres. No hay fotos de ellos, ni noticias, ni registros. Están completamente enmascarados entre la muchedumbre. 

Tanto que llaman la atención; y son expertos en pasar desapercibidos entre los humanos...

¿Lograría alguno de ellos ver a través de sus máscaras?


P R Ó X I M A M E N T E



«Porque las mejores esencias se guardan en frascos pequeños»

«Pero también los peores venenos»

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