CAPITULO 6

Kevin miraba el chorro humeante de café mientras aguardaba a que la máquina expendedora acabara su trabajo. No es que le gustara especialmente el café, pero si haces turno de noche es uno de tus mejores aliados, sobre todo si era tan fría como empezaba a ser esta. Él y su compañero Dimas se habían refugiado en el interior del local de máquinas de venta automática que algún emprendedor avispado había colocado frente a la parada de taxis donde trabajaban. Sospechaba que la naciente franquicia era cosa de alguno de sus compañeros de oficio, porque lo curioso era que estaban apareciendo en los puntos más habituales de recogida de clientes; algunos tan poco evidentes a primera vista, que solo un taxista con experiencia los habría identificado. Vaya, si hasta habían abierto una en la calle Miranda. Esa que no iba a ningún sitio, por así decirlo, dado que no daba a ninguna calle comercial ni colegio. No tenía sentido ponerla ahí, a menos que supieras que había cerca al menos tres pisos de prostitutas y eso, aparte de los cuatro vecinos, el único que lo habría advertido sería un taxista que dejara y recogiera clientes en esa zona. "A las putas les gusta el dulce", ¿Quién le había dicho eso?

De repente se dio cuenta de que su compañero le tocaba el hombro:

—El café, cógelo ya narices, me saque yo otro —le estaba diciendo Dimas.

—Ya voy, ya voy —le contestó mientras recogía el vaso de plástico de la máquina.

—Te has quedado empanado, llevo rato hablándote y ni caso. Ya te pareces a mi exmujer —refunfuñó Dimas metiendo monedas por la ranura. Una de ellas se resistía a quedarse dentro y caía una y otra vez al cajetín del cambio.

—Me cago en la p... ¿Tienes cambio? —se giró hacia Kevin.

—Sí, toma —le contestó este ofreciéndole una moneda idéntica a la que no le admitía la máquina. Dimas se la cogió, pero no le dio la defectuosa; decir que era agarrado es faltar a la verdad, era tacaño con avaricia. A saber, lo que tendría que haber aguantado su exmujer con él, no pudo menos que pensar Kevin con media sonrisa en la cara y sorbiendo el café.

— ¿Y ahora de que te ríes? —se mosqueó Dimas al mirarle.

—De nada hombre. —le contestó Kevin —¿Y cómo has dicho que quedaste con el tío ese? —intentó retomar la conversación previa desde el último punto que recordaba.

Dimas, removiendo el café con una cucharita de plástico demasiado corta para el tamaño del vaso, meneó la cabeza en sentido negativo.

—Nada, al final estaba tan mamado que tuve que cogerle yo mismo el dinero de la cartera y cobrarme el viaje. Lo dejé sentado en el portal de lo que decía que era su casa y que le dieran. El asiento de atrás vomitado de arriba abajo, casi tres horas para dejarlo en condiciones otra vez. Su puta madre, casi toda la noche fuera de servicio por su culpa, tarado de los cojones.

Kevin sospechaba que se habría cobrado a base de bien la limpieza del vehículo de la cartera de ese cliente. Miró con disimulo a Dimas de arriba abajo. El tío era bajito y gordo y bastante vulgar, de cara redonda y casi sin barbilla y la cabeza algo más grande de lo normal. Menuda pieza. Gente así le daba mala fama a la profesión... En realidad, gente así le daba mala fama a lo que fuera. Eran compañeros habituales en la parada de taxi, pero nunca lo podría considerar amigo. Los Dimas del mundo no tenían amigos, si tenían que darte una puñalada por detrás por su propio interés, lo harían sin pestañear y después cogerían suelto de tu cadáver para sacarse un café gratis...

— ¿Y ahora por qué me miras así? —le soltó Dimas.

"Madre mía", pensó Kevin. "Tengo que dejar de exteriorizar las cosas".

Optó por no contestar y salió hasta la entrada del local. En el parque de enfrente se enredaban girones de niebla entre los árboles y la débil lluvia ya había empapado vehículos y aceras. Un rato antes había observado a una pareja joven sentarse en uno de los bancos del parque y ya no alcanzaba a verlos. La visibilidad se había reducido mucho.

Dimas se puso a su lado sorbiendo un cortado.

— ¿No dicen que si llueve no hay niebla? —le preguntó mientras miraba también hacia el parque.

—Ni idea —contestó Kevin.

A lo lejos se había oído el ruido de la sirena de una ambulancia, pero ahora la calle se encontraba en completo silencio. Podía oír el mecanismo del semáforo cercano haciendo el cambio de luces y el rumor de los motores de las máquinas de venta automática, amortiguado, detrás de él. Sí que era una noche rara; sería por el tiempo, pero estaban teniendo muchos menos servicios de los habituales y no había un alma por las calles. Normalmente, y aún con mal tiempo, siempre había cierto tráfico de gente procedente de la última sesión de los cines o de los locales de copas.

De repente, un rumor de pasos rápidos le sacó de su ensimismamiento y se giró a tiempo de esquivar, por poco, una figura con capucha que pasó por su lado como una exhalación, perdiéndose calle abajo entre la neblina.

Dimas no había tenido tanta suerte y estaba en el suelo gritándole obscenidades al corredor, el café se le había caído encima del pantalón dibujándole una versión libre de la península itálica.

—Levanta —le dijo Kevin extendiendo su mano para ayudarle. Dimas se la cogió y se incorporó con dificultad y resoplando:

—La madre que lo parió, cabrito... —los improperios surgían de la boca de Dimas a toda velocidad y había que conceder que algunos eran bastante creativos. Hasta hizo amago de salir tras el de la capucha, aunque ya no se le veía. Kevin intentó mantenerse serio, pero le estaba recordando a un humorista de la tele y las carcajadas pugnaban por liberarse.

—Vamos dentro y te saco otro cortado, venga, déjalo estar. Ese tío ya estará muy lejos y ni te oye. —le dijo para tranquilizarle. En realidad, al otro cortado también le había invitado, pensó Kevin.

Refunfuñando e intentando secarse la mancha de los pantalones con un pañuelo de papel, Dimas le siguió de nuevo dentro del local. Mientras buscaba las monedas, Kevin reflexionaba sobre el corredor, había atisbado su rostro por un segundo y le había impactado el horror y la urgencia que reflejaba.

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