CAPÍTULO 5

Eneas avanzaba por el túnel tan rápido como le era posible, pero algunos tramos le obligaban a caminar muy inclinado, casi a gatear. Tardó un rato en acceder a una zona más amplia; una oquedad de unos veinte metros de ancho con un techo bastante alto, por lo menos de cinco metros, calculó. La irregularidad del terreno le hacía pensar en una cueva natural, no en un túnel de los refugios subterráneos de cuando la guerra, como en un inicio había barajado.

Sin acabar de salir del túnel, se asomó con precaución: no se advertía movimiento a la luz de la suave fosforescencia que emanaba de paredes y techo.

Avanzó poco a poco, hasta agacharse tras una pila de restos. ¿Qué era todo aquello? Al igual que el túnel de acceso, la sala estaba repleta de todo tipo de trastos. Durante el trayecto se había encontrado con cosas de lo más variado: radios y televisiones viejas, revistas en cajones. En una ocasión había tropezado con algo que ahora sostenía en su mano izquierda... un gladius romano, en perfecto estado pese al polvo que lo cubría.

La naturaleza de aquel lugar se le escapaba, pero, aun así, asió con firmeza el arma y siguió avanzando entre los montones de objetos. Oyó un quejido a su derecha, cerca de aquella nevera con un globo rojo de helio sujeto al picaporte, un globo que seguía flotando contra toda lógica.

"A menos que lleve poco tiempo ahí", razonó mirando a su alrededor para que no le sorprendieran.

Otra vez el quejido.

Se asomó por el lateral de la nevera procurando no tocarla, la sangre martilleándole en las sienes, la respiración pesada...

—Por el amor de Dios...

Le llegó antes el olor que la imagen, a podrido y heces viejas, como el de un corral abandonado y allí, en medio de restos de tela rasgada y suciedad, notó un pequeño bulto que se agitaba.

Se inclinó para recogerlo con cuidado, los dientes apretados y su miedo casi olvidado. Entre sus brazos tenía un bebé de meses, cubierto de arañazos y sangre, los ojos entrecerrados y la respiración muy débil; estaba muy mal.

—Hola, pequeñín —susurró acariciándole las mejillas. Estaba helado, ni siquiera reaccionaba. Miró a su alrededor con aprensión sin vislumbrar movimiento alguno, pero examinar el suelo cerca del pequeño, hizo que su ansiedad aumentara varios enteros.

¡Tenía que llevarlo a un hospital ya!

Improvisó con su chaqueta un hatillo y lo usó para sujetar al niño contra su pecho. Iba a tener que correr mucho y necesitaba las manos libres por lo que pudiera pasar.

Lanzó una última mirada a su alrededor intentando traspasar la oscuridad... ni secuestrador ni pederasta. Había reconocido el olor, había reconocido los restos que se amontonaban a su alrededor: aquello era un osario, la madriguera de algún animal grande y, entre las cabezas de perros y gatos, había algunos cráneos pequeños que tenían que ser humanos.

Vio despejada la ruta hacia el túnel y corrió directo, con zancadas tan grandes como podía, con miedo, con tristeza, con infinita ira. Iba llorando cuando accedió a la entrada y apenas tenía unos metros recorridos cuando oyó tras de sí el ruido de cacharros siendo desplazados y de pilas de trastos cayendo.

La persecución había empezado.

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