CAPÍTULO 4

Brian se había contentado al principio con dar una vuelta al recinto del hospital, pero al poco ya andaba por las calles colindantes mirando los escaparates apagados de los comercios sin auténtico interés.

Tampoco es que la ortopedia ofreciera nada del otro mundo, a menos que te interesen las camas mecanizadas o las piernas protésicas, así que siguió caminando y alejándose del hospital.

No hacía más que preguntarse si no debía sacar de todo esto algún tipo de experiencia vital, de reveladora consciencia del sentido de la vida y la muerte, pero no se le ocurría nada.

—No hay moraleja, chico —rio por lo bajo. Seguía en lo que había decidido llamar el estado de "me la pela" con el que había despertado y que no tenía visos de cambiar por el momento.

Se detuvo un momento frente a un amplio escaparate para ver su reflejo: ¿estaba más delgado?

"¡Hombre, algo bueno para variar!", pensó. Aunque no estaba seguro. Se buscó su familiar "michelín" por debajo de la ropa... le asombró notar que se había reducido mucho.

—Mucho no, muchísimo —murmuró poniéndose de lado para verse mejor. No había reparado en ese detalle en el hospital por increíble que le pareciera.

Una ambulancia salió de estampida por la zona de urgencias, sacándolo de su ensoñación, un escándalo de luces y sirenas en busca de la circunvalación. La muerte y la enfermedad no sabían de horarios.

"Por ahí no", le llegó el silencioso mensaje.

Fue tan nítido que se quedó clavado en el suelo, los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—Vale, al final sí que voy a tener el cerebro dañado —dijo en voz alta. Miró enseguida de reojo hacia atrás, tampoco le apetecía que le encontraran hablando solo.

"Por ahí no", insistió la voz... Por un segundo le pareció reconocerla, pero cuando intentó asirse a ese recuerdo, le entraron náuseas y amagó una arcada que consiguió contener en el fondo de su garganta.

—Dios, seguro —masculló. Se apoyó contra la fachada para recuperarse del repentino mareo y se caló la capucha todo lo posible. Volvió a mirar a su alrededor... nadie.

—Muy bien, dime por dónde entonces, no tengo nada mejor que hacer —susurró a la voz en su cabeza.

Aguardó repuesta. Nada, silencio.

Estaba pensando que como profeta era un desastre y que debería informar del episodio al neurólogo o quizás al psiquiatra, cuando notó el tirón. Como si de una cuerda atada a su pecho se tratase, sentía que estiraban de él desde algún lugar, aún impreciso, pero al otro lado de la población.

—Tenía que ser tan lejos —suspiró, poniéndose en marcha y pensando que tenía que haber cogido algo más de ropa de abrigo. Había comenzado a refrescar de golpe a media tarde y ahora ya podía ver las nubecillas de su propio aliento. Metió las manos en los bolsillos frontales de su sudadera mientras aumentaba el ritmo. Acababa de ver a la luz de las farolas que caía una fina cortina de agua, tan liviana que ni la había advertido.

Así no llegaría, tenía que correr... ¿Llegar?, ¿A dónde?, ¿Y por qué corriendo? Un tío con capucha corriendo por la calle de noche, era buscar que te parase la policía; y no había cogido su documentación...

Sin embargo, para cuando llegó a la siguiente esquina ya iba al trote, probando que tal le respondía el cuerpo porque nunca fue deportista y llevaba más de una semana en cama sin moverse.

Le asombró lo bien que se sentía, así que, tras otear con rapidez a su alrededor, se lanzó a toda la velocidad que le entregaban sus piernas, calle arriba.

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