CAPÍTULO 3
En el callejón, Eneas luchaba por tranquilizarse, el sudor frío chorreando por su espalda y la bilis en la boca. En la mano sostenía el zapatito.
"Será viejo, llevará allí años sin ser reclamado, lo tiraría alguien..." todo eso se decía a sí mismo, pero una voz fría en su cabeza le susurraba que, si no lo había visto antes, era porque sencillamente, no estaba.
Allí no iba nunca nadie, ¿cómo iba a llevar alguien un bebé a un lugar así? Porque el zapatito era en extremo pequeño, para un lactante de tres meses a lo sumo.
Se giró en la oscuridad para escudriñar el fondo del estrecho callejón. La niebla ya no le dejaba verlo, pero lo conocía bien.
"Solo no ha llegado aquí, eso seguro", insistió la voz. "Además, ¿qué es esa cosa húmeda dentro?"
Lo sabía, solo que no quería reconocerlo del miedo tan atroz que sentía...
—Sangre, es sangre y está fresca – murmuró, poniéndose al fin en movimiento.
Se levantó y avanzó despacio, el cuerpo encogido y buscando siempre la pared.
En su cabeza se mezclaban las ideas: ¿un secuestro?, ¿un pederasta? ¿Alguien aparte de él había encontrado refugio en aquel callejón? La idea le inquietaba, llevaba años allí y nunca percibió nada. El callejón parecía tener la cualidad de ser inmutable al paso del tiempo y la climatología; siempre igual, siempre vacío, excepto en aquella ocasión que...
—No —sacudió la cabeza desechando la idea —eso era otra cosa...
Continuó deslizándose junto a la pared, hasta que ya no pudo avanzar más.
Se detuvo detrás de una pila de puertas de madera y marcos de ventana antiguos que alguien debió de abandonar allí, hacía ya mucho tiempo. Al fondo, el muro de hormigón coronado con unas sencillas verjas que delimitaba el final del callejón, donde este se ensanchaba hasta casi tres veces su amplitud inicial. Dentro, lo que siempre le había parecido un edificio de esos que guardan un transformador eléctrico para el servicio de la barriada.
Examinó el muro. Este llegaba hasta la altura de sus ojos y a partir de ahí, la verja tomaba el relevo para elevarse como metro y medio más allá.
Como todo lo del callejón, parecía vieja, muy vieja, pero pese al óxido superficial se advertía sólida. A su derecha el muro se interrumpía en unas puertas de forja, con un enorme candado sujetando las cadenas que las mantenían cerradas.
"Intacto, si ha pasado por aquí ha saltado por encima", dedujo Eneas, así que se dispuso a hacer lo mismo, con tan mala suerte que, al pasar la segunda pierna por encima, perdió asidero y cayó de espaldas al suelo tras el muro, rompiendo por el camino algunas cajas de madera semipodrida. Se quedó allí, extendido cuan largo era, el corazón desbocado y esperando que alguien acudiera a comprobar quién o qué armaba tanto escándalo, pero viendo que no venía nadie, se levantó. Comprobó la puerta y las ventanas de la casona; estaban bien cerradas y nada indicaba que se hubieran abierto en años.
Con todo el sigilo del que era capaz, pues era un hombre robusto para su estatura, se aproximó a examinar los laterales del pequeño edificio. Apenas había un metro de separación con la pared del lateral derecho del callejón, pero pese a la oscuridad se intuía más o menos despejado.
En todas sus exploraciones del callejón nunca había llegado tan lejos, siempre se había contentado con llegar hasta el muro, pero ahora, mientras se introducía por el estrecho pasillo esquivando farolas amontonadas, cajas y objetos de todo tipo, se daba cuenta de que el callejón poseía más profundidad de lo que había imaginado.
Conforme avanzaba, la neblina se hacía más densa y sofocante, el pelo se le pegaba a la frente al igual que la ropa y hacía más calor.
—Dios, que mareado estoy —murmuró. Apenas si podía adivinar sus manos delante de él, andaba casi a tientas.
A punto estaba de darse por vencido, cuando lo volvió a oír, un débil quejido, más adelante.
—Vamos, vamos, —se animó a sí mismo y, con un último esfuerzo, se lanzó adelante apartando lo que parecían telarañas en su cara.
De repente, advirtió que volvía a ver por dónde iba y eso lo dejó aún más confuso. Incrédulo, parpadeó y miró a su alrededor:
—No es posible, ¿cuándo pusieron una cueva aquí? —murmuró –. ¿Algún túnel de cuando la guerra?
No había notado el cambio, pero de repente estaba en medio de una pendiente descendente. Desorientado, pasó la mano por las rugosas paredes. Estas emitían una débil fosforescencia azulada. Extendió ambos brazos. No era muy ancho pues llegaba a tocar ambas paredes a un tiempo.
—He visto cosas en esta ciudad..., pero esto es nuevo —habló en voz alta, mientras se daba la vuelta para contemplar la oscuridad que había dejado atrás.
Se giró de golpe. El quejido otra vez.
Espoleado por la seguridad de lo que este significaba, se lanzó a correr por el túnel.
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