Bello cielo
La mañana se ilumina de una forma muy hermosa. Desde los verdes prados, hasta las cumbres níveas de los montes, todo está bañado por el reluciente sol. Los animales cantan la hora diurna como nunca antes, es un preciado momento para las almas sensibles. Hay una persona, en especial, a la que le gusta este momento del día.
—¡Emma, cariño, tu desayuno está listo! ¡Baja de una vez!
—¡Ya voy, mamá!
Una voz suave, inocente, se desprendía del alma de esta niña que, diligentemente, contemplaba el amanecer todos los días. Sus cabellos eran la perfecta analogía de los rayos del sol, sostenidos con una diana que simulaba una corona, aquella niña alegraba los corazones de sus padres y abuelos.
—Querida, ¿por qué has tardado tanto? —preguntó la abuela Sawa.
—Perdón, abuelita, es que no puedo evitar mirar el paisaje desde mi ventana, ¿está mal que lo haga? ¿Me odias por eso, abuelita?
—No digas tonterías, pequeña, nunca me molestaría por eso. Sin duda la niña heredó tus viejas manías, Ena.
—¡Pero si tú siempre has sido la más extravagante de las dos! —respondió, entre risas, la abuela Ena, quien tenía los cabellos del color del algodón desde que nació— La niña heredó su hermosura angelical de mí, ¿está bien?
—Sí, claro, lo que digas, tonta Ena. Aún recuerdo que, cuando éramos niñas, te quedabas absorta contemplando los rayos del sol. Incluso...
Emma abrazó vehementemente a sus abuelitas y se despidió. Ambas, Ena y Sawa, se quedaron sin palabras. Así de fuerte era el vínculo de ellas tres: no necesitaban palabras para expresar que se amaban, con un simple abrazo bastaba.
—Esperemos que la niña no haya heredado mi mala suerte, Sawa...
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