Capítulo 4
En cuanto abrió los ojos, Driamma supo que estaba en la extraña sala en la que había soñado con su madre la noche an- terior. Solo que esta vez se encontraba perfectamente, y no tuvo problemas para erguirse y apoyar los antebrazos en el colchón.
Su visión tampoco era borrosa, y pudo distinguir con total claridad el místico lugar en el que había despertado.
En el centro de aquel lugar, y como único mobiliario, estaba la cómoda cama. También redonda, era amplia con sábanas de satén, tan suaves que no podían ser reales. De hecho, nada en aquella habitación podía serlo, y, aun así, lo sentía tan auténtico como su propio cuarto.
—¿Qué le has hecho a tu pelo?
La voz apremiante que le llegó a su espalda la hizo dar un brinco sobre el colchón.
Las sábanas se le enroscaron en las piernas al girarse para ver al emisor.
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Esta vez no se trataba de su madre, sino de un muchacho al que no había visto jamás. Él provenía de las cortinas, pero se detuvo bruscamente al ver el rostro de Driamma.
—Discúlpame, me he equivocado —dijo, su tono más serio. Su pelo azabache bailaba en mechones desordenados alrede-
dor de su cara, más largos de lo que dictaba la moda masculina en la academia. Su piel tenía un bonito tono canela, pero lo que le llamó la atención fue la envidiable uniformidad de su color, sin máculas ni rojeces.
A Driamma nunca le había gustado el aspecto rechoncho que tenía su rostro, aunque la aniñara y por ello al envejecer fuera a parecer más joven. Alguna vez había intentado hacer gimnasia facial para darle un aspecto más prieto a su cara. Por eso envidió a aquel chico. Su piel era tersa y el rostro delgado, aunque su mandíbula rectangular masculinizaba su forma.
El joven se giró para regresar a la cortina y probablemente desaparecer tras estas.
Driamma se arrancó las sábanas de las piernas y se levantó rauda de la cama.
—¡Espera!
Él se detuvo y se volvió a medias. Driamma avanzó para dete- nerse justo frente a él y poder contemplarlo mejor.
—No creo que nos conozcamos —aseguró con un tono más relajado. Había interpretado su escrutinio como un intento por reconocerlo—. ¿Quién eres? —le preguntó, contemplándola con sus potentes ojos.
Driamma no sabía exactamente qué tenían sus ojos, quizá la forma en la que se arqueaban hacia abajo en los extremos, o el bonito color casi metálico, pero con un brillo ambarino.
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—Eso debería preguntarlo yo, que es mi sueño —se burló. Le sorprendió que su voz sonara igual en aquel lugar tan peculiar—. Nunca me habían preguntado quién soy en un sueño. Puede que esto sea uno de esos espiritualmente reveladores, como el de los nativos americanos tras días sin comer en el bosque fumando a saber qué plantas.
El muchacho la contempló con ojos entornados, y entonces pareció darse cuenta de algo, porque sus facciones se relajaron.
—Puede que este sea uno de esos sueños —concedió él—.
¿Llevas días sin comer y has fumado algo ilegal?
Driamma sonrió.
—No sabía que quedaban sustancias legales por fumar. El joven frunció el ceño.
—Llevo años sin ver una tela así...
Lo dijo más como para sí misma, pero de pronto él parecía muy interesado en todo lo que Driamma decía. Sus ojos escanea- ron su rostro con ávida curiosidad.
—¿Quién eres? —le preguntó él apremiante.
Se quedó callada, mientras aquel extraño, producto de su imaginación, esperaba una respuesta expectante. Si su mente in- consciente estaba intentando decirle algo con todo aquello, no estaba comprendiendo el mensaje.
Miró su rostro con atención, preguntándose si quizá había algo vagamente familiar en él, o si simplemente estaba intentan- do convencerse a sí misma de que lo había visto en algún lugar para darle sentido a todo aquello.
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La noche anterior, durante su sueño, Erina le había asegurado que Bronte estaba vivo y que ya era hora de que volviera a la Tie- rra si no quería morir deshidratada. El mensaje había sido claro.
Driamma elevó el mentón hacia el techo de la peculiar sala. Estaba cubierto por un vidrio fosco que permitía el paso de la luz del sol, pero no dejaba ver más allá.
—Estoy preparada para tu mensaje, sea lo que sea... adelante
—declaró solemne con brazos alzados, no solo dirigiéndose al chico sino a la habitación en general.
El joven alzó una ceja y miró de ella hacia el techo.
—¿Con quién hablas?
Driamma puso una mueca de impaciencia y levantó un dedo.
—Con mi mente inconsciente. Este sueño está durando de- masiado. Si tú eres el portavoz de mi imaginación, dime lo que sea que tienes que decirme y déjame dormir.
—Técnicamente ya estás durmiendo —matizó. Driamma puso los ojos en blanco y se cruzó de brazos.
—Técnicamente nadie debería ir a trabajar con una camisa tan ajustada, pero ahí estás tú.
La sonrisa de él se disipó y bajó la barbilla para mirarse.
—Vengo de una fiesta —se excusó.
—¿Sales de fiesta con ropa de ejecutivo?
—Era una noche de gala, no puedo ponerme vaqueros. No me tomarían en serio.
Driamma se rio, y no se molestó en ocultar que se reía de él.
—No te preocupes, si lo entiendo. Uno no se pasa horas de sufrimiento en el gimnasio para ocultar el resultado con una talla más, ¿verdad?
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Quería provocarlo con su comentario, pero logró otro efecto. El joven volvió a arrugar el entrecejo, mirándola con atención.
—Horas de sufrimiento en el gimnasio... —repitió, como si Driamma hubiera declarado ser Papá Noel en persona. Dio un paso hacia ella—. ¿Quién eres?
Driamma se deslizó hacia atrás. No estaba acostumbrada a sentirse incómoda, pero aquel muchacho, alto como una torre, lo había logrado con sus preguntas y su mirada taladrante.
—¿Quién lo pregunta? —inquirió a su vez, cruzándose de brazos. Estaba empezando a irritarle el interrogatorio, y que la mirara como si fuera sospechosa de algún delito.
La contempló de esa forma durante lo que le pareció una eternidad, mientras apretaba los labios, dubitativo.
—Puedes llamarme Morfeo —dijo al fin.
—Morfeo —repitió Driamma, pensativa—. Como el dios del sueño.
—Tu turno.
—Puedes llamarme Quete —le dijo con el mismo tono cere- monioso que él había usado.
—Quete, ¿qué más?
—Quete la diosa de Den. Que te den —terminó Driamma, inclinándose para hacerle una reverencia.
Por mucho que Morfeo no fuera un chico real, la irritaba y no pensaba darle su verdadero nombre cuando él tampoco lo había hecho.
Morfeo, que había esperado escuchar su identidad con ávi- do interés, apretó los labios al darse cuenta de la burla y volvió a reducir la distancia entre ellos.
Pero entonces un sonido retumbó en la sala, y ambos miraron hacia el techo.
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—¡No! —exclamó Morfeo, pareciendo adivinar de lo que se trataba.
Alguien la llamaba y la sacudía del hombro. Era hora de des- pertarse y volver a la realidad.
—Adiós, Morfeo.
Al menos, al final ella le había dejado a él y no al revés.
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