Capítulo 3

Ash cerró los ojos por un instante. Parecía tener arenilla bajo los párpados.

Hacía ya dos horas que Sooz se había marchado con la pro- mesa de que Ash la anunciaría como la elegida.

El jardín a través del ventanal del laboratorio estaba desier- to, pues a esa hora todos los estudiantes estarían en sus camas. Más tarde, tendría que dar explicaciones al centro de astronautas sobre la razón por la que no había descansado las ocho horas obligatorias.

Ash, que se había criado entre astronautas, nunca pensó que llegaría a entrenarse como uno. Sin embargo, desde que la des- tinaran a la Tierra, tanto ella como sus compañeros se habían visto forzados a iniciar un entrenamiento básico para astronautas y vivir con el mismo protocolo que estos. Lo que se traducía en un estilo de vida disciplinado, con una dieta y unos horarios muy estrictos.

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No les había resultado difícil adaptarse al protocolo, acostum- brados como estaban al estilo de vida rutinario de Noé. La única queja que había escuchado entre sus compañeros había sido la de tener que irse a la cama temprano. Sobre todo, entre los que sabían que Ash nunca los elegiría, y se estaban preparando para nada.

Por otro lado, valdría la pena la regañina si conseguía enten- der cómo funcionaban los distintos tipos de escudos protectores. De hecho, estaba segura de que dormiría mejor en cuanto logra- ra ponerse al día.

—¿Saltándote las normas? —la sorprendió la voz de Gábor en el silencio del laboratorio.

Era la primera vez que le dirigía la palabra desde que se descu- briera que ella era Lashira Khan, su misterioso ídolo informático.

De reojo, notó cómo Gábor se acercaba a su mesa con la lan- guidez enmascarada de un guepardo.

—Todos sabemos que yo no voy a ninguna parte, por culpa de ese estúpido castigo —espetó el joven, intentando sonar di- vertido. Pero a Ash no se le escapó el tono envenenado con el que masticó las palabras.

Viajar a la Tierra junto a Lashira Khan era el mayor de sus sueños, incluso cuando ella no hubiera resultado ser lo que él había imaginado durante años.

Gábor se dejó caer sobre el taburete que estaba junto al de Ash.

—Lo siento —dijo, contemplando el perfil de su rostro, mientras que ella se mantenía concienzudamente concentrada

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en la imagen desplegada del ordenador—. De no ser por el cas- tigo lo hubieras tenido muy fácil, pero ahora te ves inmersa en la imposible tarea de sustituirme.

Como respuesta, Ash se limitó a poner los ojos en blanco.

No había echado de menos su arrogancia.

—¿Querías algo? —inquirió, sin importarle que sonara des- cortés. En realidad, estaba enfadada con él. Habían pasado de charlar hasta las tantas en sus balcones y de intercambiar bromas por los pasillos, a ignorarse como completos extraños. ¿Cómo podía ser tan frío? Dejando aparte sus sentimientos por él, había creído por un momento que eran amigos.

—Necesito un crac para Crossfire Zone —confesó él, al fin. Ash arrugó el entrecejo de forma casi imperceptible.

Gábor era la clase de persona que podía cambiar su actitud hacia los demás dependiendo de sus intereses, como el que se cambia de máscara. Mientras que ella era puro sentimiento al desnudo, y él se aprovechaba de eso. Eran la astucia y la genuini- dad en sus extremos opuestos.

Esa no era la clase de hombre que quería a su lado. Quería un hombre pasional y sincero, al que pudiera leer a corazón abierto, y del que pudiera fiarse a ciegas. Alguien que, al contrario que Gábor, no supiera cómo ocultar sus sentimientos y controlarlos con una frialdad que la congelaba.

—¿Qué te hace pensar que tengo cracs para Crossfire?

—El hecho de que tú lo inventaras —respondió él, con cierta mofa. Apoyó el codo sobre la mesa para continuar mirándola.

Ash soltó un bufido.

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—Yo no he inventado Crossfire Zone —estalló—. Me gus- taría que la gente dejara de rumorear sobre que lo he inventado todo.

—Pero... lo del fuego y la rueda sí que fuiste tú, ¿no? —bro- meó él, ganándose un manotazo por su parte. Lo que no espe- raba es que fuera a agarrarle la muñeca en el proceso, tirando de ella hasta tenerlo de frente.

Ahora ya no podría evitar que sus mejillas se tiñeran del color de su corazón, y todo por culpa de sus ojos. Los ojos del imbécil tenían algo tan profundo y bello como el océano, que, a pesar de saberlo mortalmente peligroso, aún deseaba sumergirse en él.

Cuando el contacto entre sus pupilas se hizo demasiado incó- modo, Gábor volvió a hablar.

—Le ayudé con la plataforma —confesó ella, por desgracia con la voz afectada—. Pero no tuve nada que ver con la creación del juego.

Gábor sonrió, pareciendo prestarle más atención a las dela- tadoras constantes vitales de Ash, que a lo que estaba diciendo.

—Aún funciono —se vanaglorió.

No podía creer que acabara de decir eso en alto. ¿Cómo podía echarle algo así en cara? Estaba más indignada por momentos. La ira era su mejor amiga, pues sabía cómo amordazar al miedo.

—Puede que mi cuerpo tenga su propia opinión sobre ti —le espetó con rabia, sorprendida de no haber fallecido de vergüenza en el proceso—. Pero, créeme, la que da las órdenes aquí soy yo, y mi cerebro no está interesado en absoluto.

Con la fuerza añadida por su enfado consiguió recuperar su muñeca y volver a la pantalla del microordenador.

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—Puedo pedirle el crac al creador si así consigo que me dejes en paz —continuó, a sabiendas de que parecía una niña enfu- rruñada—. Aunque no entiendo qué interés tiene la gente en los juegos de guerra.

—Pues deberías —dijo él—. Estás a punto de empezar uno muy real.

Ash se estremeció ante esa idea, y Gábor abandonó el tono serio.

—Me sentiría culpable si te permitiera embarcarte en una mi- sión tan peligrosa, sin haberme probado —continuó, indicando sus labios con un dedo.

A pesar de lo descarado del comentario, y de no ser porque Gábor no conocía la vergüenza, hubiera jurado que estaba un tanto nervioso. No la versión de nerviosismo tímido y social- mente inadaptado de Ash, sino que su calma habitual y esos aires de estar en control total de la situación, lo habían abandonado.

Se dijo que lo estaba imaginando y que no debía tomarse en serio su sugerencia. Era otra de sus bromas para ponerla nerviosa y vanagloriarse de su efecto sobre ella.

O al menos eso había creído hasta que Gábor se levantó, agarrándola por la cintura y la sentó sobre la mesa colocándose entre sus piernas y dejando que ambas manos cayeran sobre sus caderas.

En su cursillo intensivo con Hadi, Ash había aprendido que la piel de sus caderas se volvía loca cada vez que una mano mas- culina se aventuraba a ellas. Era increíble lo rápido que reaccio- naba su cuerpo ahora. Y la seguridad de todas las cosas que había aprendido del experto muchacho, había acallado sus aprensiones

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y despertado otros impulsos en ella. Puede que aún le diera ver- güenza hablar con un chico guapo, pero, ciertamente, ya no le daba miedo todo lo demás.

Él tenía los labios separados y sus ojos centelleaban de forma inequívoca. Ahora sabía leer las señales del deseo.

Se imaginó inclinándose hacia delante y besando a Gábor. Al mítico e inalcanzable chico, y las vocecillas que le recordaban todas sus razones para no hacerlo se fueron a dormir.

No obstante, un aviso saltó en su pantalla mental. Al princi- pio, con la turbación del torbellino dentro de sí, pensó que era su conciencia con el nombre Sooz, en un último intento para dete- ner aquel error. Pero se trataba de un mensaje real de su amiga. No se hubiera detenido a leerlo de no ser porque le pareció ver el nombre de Gábor en la primera línea.

Sus ojos se endurecieron para concentrarse de lleno en el mensaje.

Ash no le contestó a su acertada deducción, sino que conti- nuó leyendo el mensaje de Sooz.

«Mi padre le ha prometido a Gábor que, si tú le eliges, hará que le levanten el castigo. Prepárate, Ash, porque intentará con- vencerte como sea. Le conozco y sé que esa expedición es lo más importante para él».

Aquel dolor debía de ser lo más parecido a que te claven un puñal en las entrañas. Apenas lograba respirar, pero por razones muy distintas a lo que había sentido un minuto antes.

Sus ojos se clavaron de vuelta en Gábor y este arrugó el entre- cejo, a sabiendas de que algo no iba bien.

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—Vete —siseó Ash, con tono gélido. Le apartó con brusque- dad la mano que continuaba en su muslo.

Gábor apretó los labios.

—No me digas que no vamos a darnos ese beso pendiente por el imbécil con el que sales. Un mensajito suyo y se te olvida lo que quieres.

—Ciertamente no es por tu novia —le espetó ella con voz agria—. No tienes escrúpulos. Con castigo o sin castigo, nunca te llevaría conmigo a la Tierra. Necesito a alguien a quien no tenga que cambiarle los pañales o preocuparme de que me apu- ñale por la espalda cuando se le antoje una golosina. ¿Por qué no maduras de una vez?

Gábor apretó la mandíbula con manifiesto enfado, y se apartó de ella.

—Te aseguro que cuando estés ahí abajo te arrepentirás de esto —le espetó, apuntándola con el dedo índice.

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