Capítulo 9

1

Era cerca del mediodía, y el calor que se sentía era mucho peor que el que podía llegar a sentirse en la ciudad. Sin dudas, el sol golpeaba con más fuerza en aquel lejano rincón del mapa, pero lo que empeoraba todo era la humedad, aquella humedad podía sentirse en el aire, hacía que las ropas se pegaran al cuerpo y que el sudor no se evaporara. Todo era muy distinto a la ciudad en donde habían pasado los últimos años. Liam pensaba en ello mientras regresaba a su hogar. Tom había detenido la camioneta en la entrada del camino que conducía a la casa.

Liam descendió del vehículo. Se secó el sudor de la frente con su pañuelo y se despidió de su amigo. La camioneta largó una gran bocanada de humo y el motor lanzó un potente rugido al ponerse en marcha.

Mientras caminaba los metros que lo separaban de su hogar, no pudo evitar pensar en todas las cosas malas que había hecho. Realmente no encontraba consuelo, no encontraba el perdón. Sabía que por más que tratara de enmendar las cosas, jamás podría reparar lo que había hecho. También pensó en que aquel lugar lejano no era el que había soñado. El mal se agitaba bajo el suelo de San Antonio, acechaba oculto entre los árboles y las tumbas. Él podía sentirlo muy adentro de su pecho. La angustia comenzó a apoderarse de él como una enfermedad. – Quizás venir no fue la mejor decisión. –Pensó a medida que caminaba con la mirada fija en la copa de los árboles que se mecían rítmicamente.

A medida que se acercaba, se percató que algo no estaba bien. Una de las sillas del comedor estaba colocada en medio del patio. En tan solo un instante, por su mente pasaron cientos de terribles ideas. Pensando que algo le había pasado a su pequeña, corrió desesperado. Empujó la puerta con fuerza, esta se abrió bruscamente golpeando contra la pared, provocando un fuerte estruendo.

– ¿Qué sucede papá? –Le preguntó Abby sobresaltada. La pequeña se encontraba sentada en el sofá. Tenía en sus manos un plato de cereales con leche. Frente a ella se encontraba la televisión encendida. Estaban transmitiendo sus dibujos animados favoritos.

–Hija. ¿Te encuentras bien? ¡Pero que susto me has dado! Pensé que algo te había pasado.

–Solo estoy aquí comiendo papá. Tranquilízate. ¿Pero qué cosa pensaste?

–Olvídalo. Solo me asusté al ver la silla en el patio. –Respondió mientras se esforzaba por recuperar el aliento. En su pecho, su corazón galopaba como un caballo de carreras.

–Lo siento mucho Papá, salí unos momentos a tomar aire fresco y luego me olvidé de guardar la silla. Lo siento mucho.

Liam dio un gran suspiro de alivio y se sentó en el sofá junto a su pequeña. Pensó en silencio mientras en la televisión un ratón ponía una trampa al gato que lo perseguía. Los años habían pasado, sin embargo aquella caricatura les seguía gustando. Ambos rieron viendo como el gato daba un gran grito al atrapar su pata en una ratonera. En ese instante, Liam vio en el rostro de su hija algo parecido a la felicidad. Estaban solos los dos, riéndose. Las dudas continuaban en su mente, pero al menos por ese instante todo parecía estar bien.

–Hija... quería preguntarte. ¿Realmente te gusta este lugar? – Preguntó finalmente. – ¿No quisieras irte a otra parte? Si es así, solo dímelo y nos iremos ahora mismo.

La pequeña permaneció en silencio con su mirada perdida hacia la nada. Luego de unos segundos finalmente miró a su padre. –Realmente me agrada aquí. Es pacífico, tranquilo y me gusta el bosque. Lo único que quiero es que tú estés bien.

–Gracias hija. Es lo único que necesito oír.

Ambos continuaron viendo la caricatura. Se rieron a carcajadas, alegres, mientras afuera el sol brillaba sobre el solitario bosque de San Antonio.

2

San Antonio era un lugar caluroso en los días de verano, pero por las noches, la temperatura bajaba y el ambiente se tornaba agradable. Suaves y frescas brizas llegaban desde el norte. Sentado en la mecedora del pórtico, Liam fumaba un último cigarro. Abby se había acostado luego de la cena. La noche era extremadamente silenciosa. Solo el sonido de los grillos y el ocasional canto de un búho interrumpían la quietud nocturna.

El fuego del cigarro finalmente llegó hasta la colilla. Liam la arrojó dentro de una lata que hacía las veces de cenicero. Pensó en encender otro, pero luego desistió. Recordó a Abby rogando que dejara de fumar. Ya había perdido su madre por el cáncer, no quería perderlo a él también. Si bien nunca pudo dejarlo, sí que había hecho todo lo posible para fumar lo menos posible.

Miró por última vez la luna que brillaba por entre las ramas de los árboles y luego entró nuevamente a su hogar. Se dirigió a su habitación. Se dispuso a acostarse, pero vio la máquina de escribir sobre la mesa junto a la ventana. Nuevamente el incontenible deseo de escribir se apoderó de él.

Se sentó frente al improvisado escritorio. Corrió las cortinas dejando que la luz de la luna entrara por la ventana. La tétrica imagen de las tumbas a lo lejos, volvía el ambiente más lúgubre. Tomó las amarillentas hojas y volvió a escribir.

"Dicen que todo hombre malo es malo por una razón. Quizás esto sea cierto. Cuando era un niño, solía ver como mi padre golpeaba a mi madre hasta cansarse luego de volver ebrio de los bares cercanos. Fueron días truculentos. Aún recuerdo estar escondido debajo de la cama, tapándome los oídos para no oír a mi madre gritar.

Se podría decir que mi padre fue un hombre malvado. Podía verse su maldad en los moretones en el rostro de mi madre o en el mío. El alcohol era su debilidad, era lo que convertía a Domingo Becher un monstruo. Pero cuando no estaba ebrio, parecía ser un hombre distinto, un hombre que solo quería que su hijo fuera fuerte. Me gusta pensarlo de esa forma, su rudeza solo era para fortalecerme.

Mi hermano mayor, Alan, se había marchado al cumplir los dieciséis. En ese entonces yo tenía diez años. No había dicho a donde iba. Imaginé que solo quería huir de nuestro padre. Él, al igual que yo, había soportado sus palizas durante largos años. Sin embargo, también había otra razón. Quería escapar del servicio militar obligatorio. Todo joven al cumplir dieciocho debía prestar servicios por dos años en el ejército, y él, no estaba dispuesto a hacerlo. No quería terminar como nuestro padre, siendo un ex soldado, ahogando sus traumas en alcohol y desquitando su ira con su familia.

Desde el día que se fue, para mi padre Alan dejó de ser su hijo. No era más que un cobarde y un rebelde. En la mesa, durante las comidas, no podía ser nombrado. Para él, su sola mención era motivo de vergüenza.

–Óyeme bien hijo. Tú vas a ser fuerte al igual que yo. Tú vas a entrar al ejército y vas a ser mi maldito orgullo. –Recuerdo esas palabras, me las decía a menudo. Me las dijo una fría tarde de invierno cuando yo tenía catorce años. Había regresado de la escuela con sangre en mis labios y mis ojos morados. Entré muy despacio. Mi padre estaba sentado en el viejo sofá frente a la televisión. Las latas de cerveza vacías se acumulaban a sus pies. Cerré la puerta con cuidado y me dirigí muy lentamente a mi habitación. No quería que él me viera así.

– ¿A dónde vas? –Me preguntó de repente. De alguna manera, a pesar del alcohol, a pesar del sonido de la televisión, él me había oído. O quizás no me había oído, quizás solo había sentido mi miedo.

Me acerqué a él. Me paré justo frente al sofá. No podía levantar la vista. Permanecía mirando fijamente al piso. Él tomó mi rostro y me obligó a mirarlo a los ojos. La sangre todavía fluía de la herida en mis labios y de mi nariz. Mi ojo derecho comenzaba a hincharse horriblemente.

–Dime. ¿Quién te ha hecho esto? –Preguntó con sorprendente tranquilidad mientras bebía su cerveza.

–Unos niños a la salida de la escuela. –Comencé a contarle, mientras el solo me observaba. Sabía que debía contarle hasta el último detalle. Si algo lo molestaba era que no le dijeran la verdad y no se la dijeran en detalle. –Son mayores que yo. Juan Heredia, Luis Pardo y Francisco Tapia. Van al último año, creo que tienen diecisiete. Al salir de la escuela suelen reunirse en la pequeña plaza sobre la calle Belgrano...–Me pasé la mano por la boca. La sangre había entrado en ella y su sabor casi me hace vomitar.

–Entonces. ¿Estos muchachos suelen molestarte? –Preguntó mientras daba otro sorbo a su cerveza.

Asentí con la cabeza. Me había puesto nervioso. Casi tan nervioso como cuando aquellos niños mayores que yo comenzaron a seguirme mientras me insultaban y se burlaban. Había algo en la mirada de mi padre que provocaba eso, un profundo temor.

– ¡Contéstame como corresponde maldita sea! –Gritó enfurecido mientras estrujaba la lata vacía.

–Sí papá. –Respondí aterrado. –Suelen molestarme. Siempre intento evitarlos, pero hoy no pude. Comenzaron a seguirme por la avenida, doblé por la calle Tandil dispuesto a perderlos, mientras ellos se burlaban y me llamaban marica.

Dime hijo. ¿Acaso eres un marica?

No lo soy. –Respondí lo más enérgicamente que pude.

Entonces ¿Por qué has huido? Huir es lo que hacen los cobardes, y ante Dios como testigo no permitiré que mi hijo sea un cobarde.

Pero eran más... No pude hacer nada.

Se levantó del sofá furioso y me dio una cachetada tan fuerte que me hizo caer. –Maldita sea. Pudiste pelear. Pudiste demostrarle que nadie se mete con los Becher.

Fue inútil seguir contando mi historia. Fue inútil explicarle como, en aquella calle solitaria, los muchachos me alcanzaron. Intenté escapar pero fue inútil. Juan Heredia, era un muchacho robusto, parecía ser mayor de lo que en realidad era. Con su rostro lleno de cicatrices ahuecadas que una temporada de acné le habían dejado y su cabello negro y corto, fácilmente podía ser confundido con alguien que superara holgadamente los veinte. Él me sujetó contra un muro junto a un baldío, mientras sus dos cómplices revisaban mi mochila. No había nada de valor en ella. Les pedí que me soltaran, pero fue inútil. Juan Heredia me dio un puñetazo tan fuerte en el rostro que por un instante todo se volvió negro. Sin darme cuenta como, estaba en el suelo, con la sangre saliendo de mi boca. –Déjenme ir. –Supliqué. Ellos solo se rieron y comenzaron a patearme. No sé qué los motivaba a hacerlo. Quizás era mi aspecto, delgado y frágil o quizás fuera el hecho de que siempre anduve solo. No era muy bueno haciendo amigos. Era el callado de la clase, el que se sentaba solo en el rincón más lejano del patio de la escuela. Pensándolo fríamente, casi los entiendo, era como si tuviera un cartel en mi frente que dijera "GOLPEENME".

Mi padre ya no quiso escucharme. Intenté hablarme pero me ordenó que me callara. Cuando una lágrima rodó por mi mejilla, fue cuando me dio un segundo cachetazo. –Deja de llorar. Eres una vergüenza para mí. No eres más que un cobarde. ¡Desaparece de mi vista! –Me ordenó y así lo hice. Corrí hasta mi habitación y allí permanecí. Mi madre quiso alcanzarme la cena aquella noche, pero mi padre se lo prohibió. Yo debía ser castigado.

Al día siguiente, me preparé para volver a la escuela. Era un día particularmente frio. El césped había amanecido cubierto de una gruesa capa de escarcha. Me miré al espejo. Mi ojo estaba menos hinchado pero alrededor se había formado una horrenda mancha oscura. Resignado, tomé mi mochila y me preparé para marchar.

Me dirigí hasta la puerta. –Espera. Hoy no irás. –Me dijo mi padre. Fue algo sorprendente para mí. Pensaba que me haría ir de todas formas para que todos vieran que era un marica que no podía defenderse por sí mismo, pero al hacerme quedar sentí algo de bondad en él. Estaba tan equivocado.

–Hoy irás conmigo. –Me dijo de repente. Yo solamente asentí.

Aquel día nos subimos a su vieja camioneta. Una Ford destartalada que tenía algo más de 20 años. Fuimos a dar una vuelta por el pueblo. Incluso se detuvo en la tienda y me compró una soda. Se podría decir que era la primera vez que pasamos un tiempo así con él, un tiempo de padre e hijo. La mañana fue pasando. Fuimos hasta la vieja granja donde el creció. Solo quedaban los vestigios de una casa en ruinas, la maleza crecida y las señales del abandono y del paso del tiempo. –Yo crecí aquí. –Me dijo con algo de melancolía en su rostro. –Aquí aprendí el valor del trabajo, del esfuerzo. Aquí cada mañana junto con tu abuelo, nos levantábamos con el alba y trabajábamos todo el día. Sin importar el calor, el frío o la lluvia, allí estábamos. Incluso cuando él ya era demasiado viejo, seguía trabajando. De él aprendí a ser un tipo rudo, a hacer que me respeten y el valor del esfuerzo. Y es lo que quiero para ti hijo. Quiero que aprendas a defenderte. Que todos vean que no pueden meterse contigo.

Había algo de emoción en sus palabras. Por un momento, realmente sentí que mi padre me quería y solo quería lo mejor para mí. Realmente el solo quería que yo fuera mejor. Regresamos cerca del mediodía. En mi rostro se había dibujado una sonrisa. Esta feliz de pasar el día con mi padre, como nunca lo había hecho. Pero mi sonrisa se desdibujó cuando la camioneta se detuvo frente a la pequeña plaza sobre la calle Belgrano. Allí estaban los tres niños. Riéndose de otros pequeños que pasaban, burlándose de una anciana que a duras penas caminaba llevando las compras del supermercado.

– ¿Aquellos son los malnacidos? –Preguntó mi padre con el rostro impregnado de un profundo fastidio. Aquella falta de respeto hacia los demás no podía ser tolerada. Al menos en su mente, jamás podría dejar pasar algo así.

–Si papá son ellos. Pero no es necesario que hagas...

–Cállate. –Me grito de repente. Y eso hice. Permanecí en silencio. Ambos lo hicimos. Permanecimos en la camioneta durante más de una hora, observándolos. Finalmente el grupo se separó. Juan Heredia dobló por la calle Tandil mientras los otros siguieron de largo por la calle Belgrano. La camioneta se puso en marcha.

Seguimos Juan Heredia por la calle Tandil, aquella calle solitaria en la que había baldíos y fábricas abandonadas. Mi padre puso su mano bajo el asiento y sacó una gran barra de metal. –Papá ¿Qué quieres hacer? No lo hagas. –Le supliqué.

El solo se rio. –Yo no haré nada. Tú lo vas a hacer. –Extendió su mano pasándome la barra. El metal estaba frío. Helado en realidad. Era increíblemente pesada. O quizás solo me pareció en ese momento. Mi corazón palpita y el miedo se apoderó de mí. Negué con mi cabeza. No quería hacerlo. No quería lastimar a nadie sin importar lo que me habían hecho.

–Escucha hijo. Debes hacerlo. Tienes que ser fuerte. Tienes que defenderte o seguirán molestándote toda tu vida. No solo esos malditos. Allá afuera está llena de brabucones como esos. Depende de ti hacerles frente o dejar que te pisoteen.

–Pero papá...

–Cállate. –No me dejó terminar mi súplica. –Tienes que pensar como un soldado. Nunca te enfrentes a tu enemigo de frente si estas en inferioridad numérica. Debes ser paciente, inteligente. Debes analizar la situación y esperar el momento oportuno. Ahora él no es más que uno solo. Es mayor que tú, pero eso no importa. Debes tomarlo por sorpresa. No te verá venir.

Comencé a mirar hacia donde estaba Juan Heredia. Caminaba despacio silbando alguna estúpida melodía. Al mirarlo me vi a mi mismo arrinconado, siendo golpeado. En ese momento algo sucedió dentro de mí, no puedo explicarlo, pero las palabras de mi padre habían surtido efecto en mí. Ya no quería ser un cobarde, ya no quería ser el que todos molestaban.

–Ahora. –Continuaba mi padre. –Vas a acercarte lentamente. Debes sorprenderlo. Acércate por detrás. Cuando estés lo suficientemente cerca, lo golpeas con todas tus fuerzas. Pon todo tu peso en la barra cuando golpees. Debes darle justo detrás de la rodilla. Recuérdalo. Eso lo hará caer y entonces será tuyo.

Tomé aire. Mis manos temblaban. Dios, como temblaban. Sentía que sería incapaz de sostener aquella barra, sin embargo lo hice. Descendí de la camioneta. Di una última mirada a mi padre. Él me observaba expectante.

Caminé muy despacio. A pesar que el sol brillaba en lo alto, el aire seguía increíblemente frío. Un halo de vapor grisáceo salía de mi boca con cada respiración. Juan caminaba a menos de diez metros delante de mí. Me acerqué despacio. Cuando estuve a cinco metros, corrí hacia él, lo más rápido que pude. Juan me oyó acercarme. Volteó a ver. Fue en ese instante cuando levanté la barra y le di un fuerte golpe en su rodilla derecha. Creía que había sido fuerte porque hasta podía jurar que escuche un hueso romperse. Sin embargo Juan Heredia no cayó.

– ¡Estás muerto! –Me gritó furioso, mientras yo retrocedí unos pasos. Él se aferraba su rodilla. El golpe le había dolido, pero no lo suficiente para dejarlo fuera de combate. Cuando lo vi acercarse pensé en huir. Miré hacia la camioneta rogando por ayuda, pero lo que encontré fue la fría mirada de mi padre. El no haría nada.

Entonces pensé que si escapaba en ese momento, lo haría toda la vida. Siempre habría alguien que me molestara, siempre habría un Domingo Becher o un Juan Heredia, para mostrarme lo inútil que era, lo inservible y lo cobarde. Decidí no huir. Levanté la barra nuevamente y me lancé hacia él. Juan intentó tomar la barra, pero esta lo golpeó en su mano derecha. Dio un gran grito de dolor. Volví a levantar la barra y golpeé su otra rodilla. Esta vez, el sí cayó. Me arrojé sobre él como un lobo se arroja sobre su presa. Dejé la barra y comencé a golpearlo con mis puños, una y otra vez. Lo golpeé en el rostro, hasta que la sangre comenzó a salir a borbotones de su nariz. No me detuve, seguí golpeándolo aunque el ya no se defendía. Permanecía inerte, como un tronco mientras continuaba golpeándolo. Aún recuerdo el dolor en mis nudillos, me dolieron durante días. Me levanté agitado. Juan yacía en el frío asfalto en un charco de sangre que brotaba de su rostro. Miré a mi padre. Una maligna mueca de satisfacción se dibujó en su rosto... también en el mío...

Liam dejó de escribir. Toda la habitación quedó invadida de un profundo silencio. Encendió un cigarro y comenzó a fumarlo en la ventana mientras a lo lejos las tumbas resplandecían bajo la luz azulada de la luna. 

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