Capítulo 5
1
Un silencio sepulcral se había apoderado de aquella tranquila y calurosa noche de diciembre en las afueras de San Antonio. Mientras la pequeña se había quedado dormida, completamente extenuada, Liam se encontraba en su habitación, sentado en una destartalada silla de madera junto a la ventana abierta de par en par. Las bocanadas del maloliente humo del cigarro barato que fumaba de manera intermitente, se entremezclaba con el aire puro que ingresaba del exterior. La luz de la luna llena ingresaba por entre las flameantes cortinas iluminando la oscuridad de aquel cuarto. Liam permanecía con los brazos cruzados, los pies apoyados sobre el marco del ventanal, sumido en sus pensamientos, mirando la luna de manera hipnótica. Parecía mucho más grande que de costumbre, se podía observar con pasmoso detalle todas las formas de su superficie, los cráteres y los valles. Había algo extraño en su blanquecina luz, parecía ejercer una extraña energía que perturbaba la serenidad nocturna. Liam sintió una extraña sensación, una angustia que le invadía el pecho. La horrible sensación de que algo terrible estaba por ocurrir. No pudo evitar pensar en aquellas siniestras visiones de almas en pena viviendo por él, y sobre todo, no pudo evitar pensar en el cuerpo putrefacto de aquel niño, la imagen de su cráneo desprendido y las vísceras chorreantes que lo hicieron sentir enfermo.
―Solo cálmate Liam. Todo está en tu cabeza. ―Intentó calmarse a sí mismo. Dando un último pitido al cigarro, arrojó la colilla todavía humeante por la ventana.
Cuando se disponía a acostarse, un leve sonido llamó su atención. Pareció ser el sonido de una de las teclas de la vieja máquina de escribir accionándose. Al mirar hacia el escritorio donde la misma reposaba, no vio nada. Se acercó hacia ella. Tocó sus teclas con suavidad, pulsó la tecla x y el mecanismo hizo que el cuño impactara contra el viejo papel que estaba colocado. ―Funciona perfectamente. ―Se dijo así mismo, y de pronto, una inexpresable necesidad de escribir se apoderó de él. Vino a su mente el recuerdo del psiquiatra al cual había asistido en tantas ocasiones, el cual le había recomendado relatar cómo se sentía escribiéndolo en un diario. Por supuesto le había parecido una estupidez, pero luego de años guardando una enorme pena, sintió la desesperante necesidad de relatar todo por lo que había pasado y así se dispuso a hacerlo.
Encendió otro cigarro, colocó otra amarillenta hoja en la máquina y lentamente las palabras comenzaron a fluir.
"Hoy me he vuelto a sentir extraño. Extraño como otras tantas veces en mi vida, pero esta vez es diferente. Una angustia que me carcome el alma aflora cada vez con más intensidad. La mentira, la devastadora mentira y los horrendos pecados que he cometido vuelven para atormentarme.
Al principio pensé que era este pueblo que había despertado algo en mi, pero luego me di cuenta que siempre he sido yo. Sin importar al lugar que vaya la pena siempre me perseguirá. El rostro de aquella joven, a la que puse fin a su vida de manera tan cruel siempre se encontrará allí, siempre observándome, esperando el momento en que todo el mal que he hecho finalmente me consuma. He hecho tantas cosas atroces, he tenido tanto odio en mi ser que me ha llevado a convertirme en un monstruo. Si. Eso es lo que soy, un monstruo. Por más que lo intente cambiar, por mucho que trate de alejarme, es eso lo que soy. Y los monstruos solo pueden terminar de una manera, solos. Quizás sea eso lo que más me aterra, que la inmundicia que llevo por dentro termine arrastrando a lo que más quiero lejos de mí. Si ella supiera que le he mentido toda su vida su odio la alejaría de mí para siempre..."
Liam dio un gran suspiro. Arrojó la colilla del cigarro completamente consumido y encendió otro. Al principio pensó que era el humo del tabaco que le irritaba los ojos, pero luego se dio cuenta que se encontraba llorando. Las lágrimas no dejaban de salir, un llanto desgarrador e incontrolable se apoderó de él. La garganta casi se le cerraba haciéndolo toser.
―Que sucede papa? ―Lo interrumpe la pequeña, quien habiéndose despertado por la tos de su padre entra a la habitación para ver que sucedía.
―Nada hija. ―Le contesta el secándose las lágrimas. ―Este cigarro barato me ha provocado tos.
―Deberías dejar de fumar. Ya he perdido a mamá por el cáncer, no quiero perderte a ti también.
―No lo harás hija. Siempre estaré contigo. Te lo prometo.
La niña le da un fuerte abrazo a su padre. Era todo lo que el necesitaba.
―Que escribes? ―Preguntó ella al ver las letras sobre el papel, pero él quita la hoja con rapidez evitando que ella pudiera leerla.
―Nada hija. Solo cosas.
―Pero déjame leerla.
―No hija, me apena mucho. Algún día te lo enseñaré. Ahora vete a dormir. Es muy tarde y los niños no deben permanecer despiertos tanto tiempo.
Luego de acompañar a su hija nuevamente hasta su cuarto, Liam la cubre con las sabanas con ternura y le da un beso en la frente. ―Buenas noches hija. ―Le dice mientras ella se queda dormida.
2
La noche estaba serena. Solo el ocasional ladrido de algún perro famélico que revolvía los botes de basura buscando restos de comida con los que alimentarse perturbaba el silencio del pueblo. Eran exactamente las tres de la mañana cuando Ariel Smith salió de la casa de su amigo Pedro Peralta para caminar las cinco cuadras que lo separaban de su casa. Los amigos habían pasado una noche viendo películas de terror sin percatarse del paso de las horas, hasta que realmente se le había hecho muy tarde. En su mente solo había preocupación. Recordaba la advertencia de su madre que le había dicho que no volviese muy tarde. Sabía perfectamente lo que le aguardaba. Todavía podía sentir los fuertes golpes con el cinturón que había recibido la última vez que la había desobedecido.
El adolescente caminaba velozmente. Las calles del pueblo, apenas iluminadas con las amarillentas luces del alumbrado público, tenían un aspecto desolador. Mientras se dirigía hacia su casa no pudo evitar quedar maravillado por el aspecto que tenía la luna esa noche. Era mucho más grande que de costumbre. Parecía el enorme ojo de un ser celestial que todo lo observaba.
A medida que se iba acercando a su vieja y descuidada casa ubicada sobre un camino de tierra, casi en los límites del pequeño poblado, Ariel deseó con todas sus fuerzas que su madre estuviera tan ebria, como en tantas otras ocasiones desde que su padre los abandonó hace más de cinco años, que no le importara que hubiera llegado tan tarde. Sabía que su madre no dudaría en descargar todo su enojo con él.
Cuando estuvo frente a la casa, notó que la luz de la sala estaba encendida. Su madre estaba despierta esperándolo.
Ariel permaneció observando la delgada silueta de su madre, parada junto a la ventana. Por un momento pensó en salir corriendo. Escapar de todo eso. Pero finalmente decidió entrar.
Abrió la puerta muy despacio intentando no hacer ruido. Al entrar vio a su delgada madre de espaldas, mirando hacia una gran cruz colgada en la pared de la sala. Su desgastado vestido floreado y su cabello suelto y descuidado le daba un aspecto sombrío.
Ariel quedó aterrado cuando vio aquel grueso cinturón que colgaba de la mano de su madre. Intentó caminar hacia su habitación en silencio, pero solo alcanzó a dar unos pasos.
―Detente ahí ahora mismo! ―Gritó su madre.
Ariel se detuvo. Permaneció en silencio con la mirada clavada hacia el piso de madera.
―Nuevamente me has desobedecido. ¿Acaso ese es el respeto que le das a tu madre?! ―Gritó la mujer mientras el primer golpe con el cinturón impactó sobre el brazo de su hijo.
―Perdóname mamá. ―Intentó apaciguarla en vano. Los golpes se sucedieron uno tras otro mientras el arrugado rostro de la mujer se desfiguraba en una expresión de ira.
―Eres un malagradecido tal como tu padre! ― Gritó antes de que el último golpe, esta vez con la hebilla de metal impactara sobre el rostro de Ariel. La sangre no tardó en aflorar del corte que le provocó en la frente.
Al ver lo que había hecho, la madre se percató que se había sobrepasado. ―Perdóname hijo. ―Le dijo soltando el cinturón.
Ariel corrió hasta su habitación. La mujer comenzó a llorar. ―Perdóname hijo! ―Volvió a decir entre llantos. Fue hasta la cocina y volvió a abrir la botella de wiski que apenas hace unos momentos había cerrado. Sirviéndose un gran vaso lo bebió rápidamente como una persona sedienta bebe un vaso de refrescante agua, luego se sirvió otro. Mientras ahogaba sus penas en alcohol, observó la gran luna por la ventana.
3
La herida en su rostro no paraba de sangrar. Pronto la almohada de Ariel estuvo manchada de un rojo intenso. Permaneció en silencio, mirando hacia el ventilador de techo que giraba lentamente rechinando y apenas soplando una leve brisa. Su rostro blanquecino tenía una expresión de enojo. Sus ojos marrones parecían llenos de un intenso odio. Odio hacia su padre que lo había abandonado y odio hacia su madre que desquitaba su frustración golpeándolo y bebiendo. Su felicidad se había ido por completo. Muy atrás quedaron aquellos recuerdos en los que eran una familia feliz. Aquellos cumpleaños en los que estaban los tres juntos sonriendo. Luego vinieron las discusiones. Recordaba cómo se encerraba en su cuarto y se tapaba los oídos para no escuchar como sus padres se gritaban y golpeaban mutuamente, hasta el día en que finalmente su padre se marchó. Recordaba salir corriendo tras él. ―Papá espera. No te vayas. ―Le había suplicado, pero él ni siquiera volteó a verlo. Subió a su camioneta y partió velozmente dejando a su hijo mirándolo desde el medio de la calle.
Desde ese día todo fue una tortura. Su madre que trabaja como enfermera en el asilo del pueblo, donde debía lidiar con personas enfermas y desequilibradas, volvía cada tarde de su odiado trabajo y bebía, y cada vez que estaba ebria, veía en el rostro de su hijo, el rostro del hombre que la abandonó. El desprecio hacia su hijo fue creciendo. Los insultos y golpes no tardaron en aparecer cada vez que la más mínima cosa la molestaba. Fueron años de tristeza. Muchas veces debió sostener la cabeza de su madre mientras esta vomitaba descontroladamente aferrada al inodoro. Otras tantas, debió despertarla y llevarla hasta la ducha para que pudiera ir a su trabajo en condiciones medianamente dignas. Pero a pesar de todo lo que hiciera, el desprecio de su madre hacia él, nunca se iba.
Eran cerca de las cuatro de la mañana, cuando finalmente el sueño vino a él. Sus parpados comenzaron a pesarle y sus ojos se entrecerraban. Fue en ese momento, que un suave susurro llamó su atención. ―Ariel. ―Lo llamaba una dulce voz de mujer desde fuera.
Sobresaltado, el joven se levantó y miro por la ventana. Allí, parada junto al gran árbol de roble en su patio trasero, estaba la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. Tenía un vestido antiguo de estilo colonial, de un negro profundo. Sus cabellos dorados y sus ojos de un verde profundo parecían resplandecer en su pálido rostro iluminada por la luz de la luna.
―Mi pobre niño. ―Decía la mujer con una voz melancólica e hipnótica.
Ariel se frotó los ojos. Parecía ser solo una bella alucinación. Cerró sus ojos con fuerza y volvió a abrirlos. Allí seguí aquella mujer, observándolo fijamente. Había algo en aquellos grandes y resplandecientes ojos que hacían que no pudiese dejar de mirarlos, como un indefenso ratón no puede dejar de mirar los ojos de una serpiente. Sin poder resistirse, casi de manera involuntaria, Ariel salió de su cuarto por la ventana. Con sus pies descalzos pisó la hierba humedecida por el rocío matinal. Caminó hacia la mujer. ―Ven mi niño. Tu vida está llena de tristeza. Yo haré que tus penas desaparezcan. ―Le susurraba la mujer con aquella voz que parecía resonar dentro de su mente.
Ya en un estado hipnótico, Ariel se acercó hasta su extraña visitante y tomó su mano adornada con un gran anillo dorado con una gran roca roja resplandeciente. ―Mi pequeño. Eres muy especial. No mereces seguir sufriendo.
Ariel solo pudo asentir con su cabeza. Se encontraba maravillado por el hermoso rostro de aquella mujer. Juntos comenzaron a caminar hacia la oscuridad.
―Hijo! ¿Qué estás haciendo?! ―Gritó su madre desde la ventana. ― ¡¿Quién es usted?!
El joven volteó a mirar a su madre. La miró con tanto odio y rencor que ella comprendió que lo perdería para siempre. La madre salió de su casa corriendo desesperada. Entre llanto le suplicó a su hijo que no se marchara, pero este no volteó a verla. Siguió caminando aferrado de la mano de aquella mujer.
―Tú maldita. ¡Suelta a mi hijo! ― Gritó mientras intentaba alcanzarlo.
La mujer se detuvo. Volteo hacia la madre. Su rostro ya no era aquel rostro bello y angelical. Su rostro se transformó en la imagen de un horrendo ser sin ojos, con cuencas vacías y profundas que parecían ser la nada misma. Los dientes puntiagudos y afilados sobresalían de un putrefacto rostro completamente quemado. Tal solo al ver aquel horripilante ser, la madre entró en shock. Fe incapaz de seguir corriendo. La fuerza de sus temblorosas piernas se le fueron y cayó pesadamente a suelo. Levantó su mano en dirección a su hijo con desesperación, pero de un momento a otro, había desaparecido. La mujer se encontraba sola, tirada en el húmedo suelo llorando desconsoladamente. Sobre ella brillaba la luna, testigo silencioso de aquel terrible suceso.
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