Capítulo 4
―Entiendo si quieres irte. ―Le dijo Tom Peterson a su amigo, mientras ambos tomaban un par de cervezas que él había traído, sentados bajo la sombra del pórtico de la casa. Sus rostros sudorosos y sucios denotaban el cansancio.
― No tengo a donde ir Tom. Volver no es una opción. Esto debe funcionar, por mí y por Abby.
―Lo entiendo. Te prometo que haré todo lo posible por averiguar que está sucediendo. De ninguna manera quiero que corran algún tipo de peligro. Y hablando de ello...
Tom se levanta y se dirige hasta su camioneta, al regresar trae consigo una pistola.
―Ten. Quiero que la tengas por si acaso. ―Le dice a Liam quien queda perplejo.
Mira con detenimiento aquel arma que su amigo le ofrece. Había pasado años desde la última vez que tuvo una pistola entre sus manos. Aquel instrumento de muerte no hizo más que agitar los tortuosos recuerdos en su mente.
―No puedo aceptarla. ―Respondió fríamente. ―No puedo volver a sostener un arma.
Tom hizo una pausa. En su mente intentó imaginar la clase de sufrimiento por el que había pasado su amigo. ―Está bien Liam. Solo prométeme que se cuidarán.
Tom volvió hacia la camioneta. ―Esta noche pasaré a buscarlos. Quiero que cenemos con mi familia. ―Invitó a su amigo quien solo asintió con la cabeza.
Aquella noche, el Comisario volvió a la lejana casa junto al cementerio. Mientras conducía por aquel camino pedregoso, observó la inmensa luna llena que brillaba en lo alto, recortada por la copa de los arboles más altos. Era una visión hermosa, sin embargo, al pasar frente al cementerio, no pudo evitar sentir escalofríos. La blanquecina luz del astro se reflejaba en las cruces plateadas de las tumbas más nuevas y las sombras parecían intensificarse en los rincones de las tétricas construcciones. Por un momento pensó que clase de demente se le ocurriría acudir por las noches a profanar la tumba de un inocente niño.
Tom Peterson era muy respetado en el pueblo, su dedicación constante al trabajo lo habían colocado entre las personas más queridas del pueblo. Su única obsesión era mantener la paz en San Antonio, de ninguna manera podría permitir que el pánico se expandiera entre los pobladores. En ese momento, lo único en lo que pensaba era en descubrir quiénes eran los responsables de aquel acto tan sádico y macabro.
Cuando las luces de la camioneta iluminaron el pórtico, allí estaba Liam fumando un cigarro. Una gran cantidad de colillas se acumulaban en una lata junto a la silla mecedora. Dando una última bocanada profunda a aquel espeso humo del tranquilizante tabaco, arrojó la colilla y llamó a su hija.
La noche era tranquila, las sombras de los arboles contrastaban con el azul profundo del cielo estrellado. Abby miraba por la ventanilla como las luciérnagas revoloteaban entre la negrura del bosque encendiendo y apagando sus brillantes e hipnóticas luces. A la pequeña le hicieron recordar las luces de su pequeño árbol de navidad, aquel árbol que adornaba la triste habitación de hospital donde habían pasado las últimas fiestas. Se llenó de tristeza al recordar a su madre tendida en aquella cama. Su rostro pálido y delgado, su cabeza cubierta por un gorro celeste que ocultaba la ausencia de su cabello castaño. Recordó aquella bata hospitalaria que dejaban ver su esquelético cuerpo. Y a pesar de ello, recuerda la mirada de su madre, aquella mirada tierna que parecía decirle que todo estaría bien. Aquella sonrisa que se esforzaba por mantener en su rostro lleno de intensos dolores. Cuando el reloj indicó la medianoche de aquel ultimo 25 de diciembre, recuerda a su madre aferrando su mano con ternura y diciéndole te quiero. Esa fue la última vez que vio a su madre sonreirle, aquella noche sería su última noche.
― ¿Te encuentras bien Abby? ―Le pregunta su padre al ver la mirada perdida de la pequeña-.
―Si papá. Estoy bien. Solo miro hacia el bosque. Es algo mágico. Es tan distinto de la ciudad.
―Lo es verdad? ―Le contesta Tom. ―No hay nada mejor que la tranquilidad y el aire puro que se respira en San Antonio. Pronto te acostumbrarás y hasta harás nuevos amigos aquí.
Abby solo sonrió y volvió a mirar por la ventanilla. Pronto salieron del camino boscoso. A los costados ya no había árboles, solo grandes extensiones de sembradíos que se mecían suavemente, como si estuvieran danzando al lento ritmo de la briza de primavera.
Entre los cultivos, las luces de una casa iluminaron un gran tronco caído. Allí Abby vio a un muchacho sentado, solo. Con sus manos se tapaba su rostro. A ella le pareció que se encontraba llorando, pero no estaba segura, la camioneta pasó velozmente y pronto las luces de aquella casa se desvanecieron en el espejo retrovisor.
Pronto la camioneta llegó hasta el centro del pequeño pueblo. Sobre la única avenida asfaltada había un pequeño mercado al que habían puesto un cartel denominándolo "Supermercado", aunque era insignificante en comparación de los grandes Shopping y Supermercados que habían conocido allá en la ciudad. También pasaron frente a un gran Colegio, parecía antiguo, con sus grandes paredes hecha de ladrillos y altas ventanas decoradas con rejas negras. Grandes letras en forma de arco formaban la frase "COLEGIO CATÓLICO DE SAN ANTONIO".
―Míralo bien pequeña. Aquí deberás asistir a clases el próximo año. ―Le dijo el comisario a la pequeña. ―A pesar de estar en este pueblo insignificante, es uno de los mejores colegios de la región. Está dirigido por monjas. Yo me gradué aquí y déjame decirte que esas monjas son más estrictas que el peor de los Sargentos que he tenido en el ejército.
La niña solo sonrió y no respondió. Su mente había estado dispersa ese día. Había notado algo raro en su padre y eso le hacía recordar todo lo malo que le había ocurrido. Ambos intentaban dejar las penas en el pasado, pero la tristeza regresaba a sus vidas con insistencia una y otra vez. Esta vez tendría que ser diferente. Ella solo quería que su padre fuera feliz.
Finalmente llegaron a la casa del comisario Tom. Era una hermosa casa, con un jardín prolijamente adornado por canteros repletos de rosas, la chimenea que humeaba desde el techo de tejas le daba ese calor hogareño que fascinó a la pequeña.
―Buenas noches. Pasen por favor. ―Les recibió una mujer delgada y bella, con brillantes ojos color café y cabello oscuro, largo hasta los hombros. ―Hola pequeña. Soy María, la esposa de Tom. ¿Cómo te llamas?
―Soy Abby. ―Contestó la pequeña con una sonrisa educada. María parecía ser una mujer amable, mientras los acompañaba hacia dentro de la hermosa casa le hizo una suave caricia en la cabeza de la niña.
Abby tomó asiento en un cómodo sofá recubierto de cuero marrón, tan suave y confortable que en poco tiempo comenzó a sentir sueño. Mientras los adultos colocaban la mesa, ella quedó admirando los cuadros colgados en la sala. Allí había un gran retrato, estaban Tom, su esposa, un pequeño de no más de cinco años y un adolescente, aquel retrato los mostraba abrazados, sonrientes, la imagen transmitía el amor que se sentían, aquel amor que solo una familia puede otorgar.
―Quienes son ellos? ―Le preguntó la pequeña cuando María pasó junto a ella levando unos platos hacia la mesa.
―Ellos son mis hijos. ―Le contestó. ―Simón es el mayor y David el más pequeño.
―Y donde están ahora?
―Bueno. El mayor ahora es camionero, así que se encuentra viajando y el más pequeño quiso quedarse unos días con sus abuelos en la ciudad, así que por algunos días solo seremos Tom y yo.
―Sabes? Siempre quise que alguno de mis hijos siguiera mi ejemplo y fuera un agente de la ley. Veremos si con David tengo suerte. ―Interrumpió Tom.
―Sabes que a tu hijo le gusta viajar y con ese trabajo le pagan para hacer lo que le gusta. De todos modos, se lo orgullosa que estas de él. ―Le respondió su esposa mientras terminaba de acomodar los platos.
―Por favor pequeña, ven a sentarte. La cena está servida. ―La llamó el comisario señalando la silla junto a Liam.
El exquisito aroma de la carne asada colocada en una gran bandeja junto a una buena cantidad de papas invadió toda la sala. Los cuatro se sentaron a la mesa. Entonces María hizo la señal de la cruz y comenzó a bendecir los alimentos.
Abby no supo que hacer. Intentó repetir aquella señal que era extraña para ella, totalmente desconocida. Sus padres nunca le habían enseñado nada sobre el catolicismo. Liam solamente se limitó a permanecer en silencio con la mirada clavada a la mesa.
―Señor. Bendice los alimentos que estamos a punto de recibir. Bendice a nuestros amigos y a nuestra familia. Te rogamos que en tu infinita gracia nos protejas hasta el día que descansemos en tu paz. Amén.
―Amén. ―Repitió la pequeña.
María no pudo evitar notar el desconocimiento de la niña.
―Abby ¿alguna vez has ido a la iglesia?
Ella negó con la cabeza.
―Cariño eso es un tema personal. No deberíamos incomodarlos con esas preguntas. ―Le interrumpió Tom.
―Tienes razón. Ya podremos hablar de esos temas. Discúlpame pequeña no quise incomodarte.
Liam permaneció en silencio. Se notaba la culpa y la incomodidad dibujada en su rostro.
―Es culpa mía. ―Interrumpió de repente. ―Nunca la he llevado a la iglesia. Ni siquiera la he bautizado. Pero supongo que nunca es demasiado tarde.
―Claro que no. Siempre serán bienvenidos en la iglesia. El padre Carlos es un hombre muy amable. Deberían ir a una de sus misas. Ustedes han pasado por mucho y estoy seguro que les haría muy bien escuchar la palabra de Dios.
―Gracias María. Lo haremos.
―Sobre todo en el lugar en donde están.
―No tenemos ningún problema con el lugar. Abby y yo no le tememos a los cementerios.
―No es por eso. En el pueblo corren los comentarios acerca de lo que está pasando en el cementerio. Alguien está invocando a las fuerzas del mal y deben tener cuidado.
Tom se echa a reír de repente. ―Perdona a mi esposa. Ella es muy religiosa y sobre todo supersticiosa al igual que la gente del pueblo. No hay fuerzas del mal, solo un par de personas enfermas haciendo tonterías. Pronto las vamos a atrapar. Tú no te preocupes Liam.
Luego de haber terminado la cena, Tom y Liam permanecían sentados en cómodos sillones fuera de la casa. La luna brillaba tapada en partes por una estela de nubes. El aire fresco tornaba el ambiente agradable. La pequeña Abby se había quedado dormida en el sofá. María trajo una sábana y la cubrió con ternura.
―Solo quiero agradecerte todo lo que estás haciendo por nosotros Tom.
―No te preocupes. Nada es suficiente para pagar al hombre que salvó mi vida. Te dije que si alguna vez necesitabas de mí allí estaría y eso hago.
―Lo aprecio mucho.
― ¿Aún recuerdas ese día?
―Trato de no hacerlo. Pero todo viene a mi mente una otra vez. Murieron tantas personas, tantos compañeros ese día. Intenté superarlo pero no pude. Debí hacerte caso, debí dejar el ejército, pero no lo hice. Quería venganza y eso me llevó a cometer actos grotescos que me persiguen hasta hoy.
―No fue tu culpa. Eran tiempos violentos y tú solo estabas a órdenes de personas desalmadas. Algún día me contarás todo amigo. Pero ahora, tengo algo para ti. Acompáñame al garaje.
Cuando entraron al garaje, Tom quitó unas telas que ocultaban algo.
―Esto es para ti. ―Dijo señalando una vieja motocicleta.
―Tom no puedo aceptarla. Ya hiciste demasiado por mí.
―Por favor acéptala. Es para que puedan ir y venir al pueblo cuando quieras. Créeme la van a necesitar.
―Gracias Tom. Te lo agradezco de verdad.
Aquella noche, Liam y Abby volvieron en la motocicleta. La pequeña sonreía y ondulaba su mano en el viento. La noche era serena. El silencio sepulcral del pueblo solo fue interrumpido por el sonido del motor mientras pasaban por las desiertas calles. Ya era más de media noche. En aquel aislado poblado, a gente se acostaba apenas anochecía y se levantaba con las primeras luces del alba. Pronto dejaron atrás el pueblo.
Cuando pasaron frente al cementerio, la niña miró hacia otro sitio. No quería decirle a su padre, pero la verdad era que le tenía miedo a aquel lugar. Aquel conjunto de viejas tumbas, donde los cadáveres se descomponían en soledad le provocaba un profundo pavor, pero no quería que su miedo afectara la decisión que había tomado su padre. Ella quería que su padre fuera feliz y si para ello debía luchar contra su miedo, lo haría con gusto.
Cuando finalmente llegaron a la casa, la luz de la motocicleta alumbró algo que se movía entre las sombras. Allí estaban los brillantes ojos de aquel conejo que reflejaban el brillo de la lámpara del vehículo. Abby lo miró y le sonrió. De alguna extraña manera ella sintió, al menos por un instante, que aquel pequeño animal estaba allí buscándola.
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