30: Yo soy Shaula Scorp

Shaula desmontó su caballo dentro de la aldea de Ceto, donde los nobles se habían agrupado para relajarse dentro de las tabernas.

El rey era el único que parecía inmune al llamado de dichos placeres, escogiendo para relajarse un restaurante dónde comer algo caliente por sobre aquellos que solo ofrecen alcohol.

Ansiando algo de privacidad, el rey permitió a sus vendidas esa tarde libre junto a las doncellas de su hija.

Shaula llegó atraída por el aroma del estofado, sus tripas protestando por lo mucho que habían sido privadas de una comida real en tanto tiempo.

Se sentó erguida, y llevó la mano a su vientre, como comprobando su delgadez. Era tan plano como había sido en su mejor momento, tal vez más, ¿no podía permitirse un bocado sólido, aunque sea por una tarde?

La preparadora no estaba cerca, tal vez estaría rondando a Jabbah y las demás. Era su única oportunidad para un gusto como ese, aprovechando la inmunidad que le confería estar cerca de su padre el rey.

Aceptó el plato que le sirvieron. Hervía, tan cargado de olor que las primeras oleadas de este arremetieron con violencia contra la princesa. Rápido, a su garganta escaló el reflejo del vómito, y con solo mirar el plato frente a ella comprendió una verdad abrumadora: el castigo de lady Briane ya había adoctrinado su estómago; acostumbrado a comer en vagas cantidades, no aceptaría algo tan fuerte de buenas a primeras.

—¿Qué ocurre? —exigió saber Lesath.

Ella dibujó una sonrisa e intentó tranquilizarle, pero estaba pálida.

—Shaula, ¿qué te sucede?

—Es que mi ciclo...

—¿Cuánto dura tu ciclo, Shaula Scorp? Llevas semanas con esa excusa.

—¿Cómo sabes que...?

—Soy el rey de Áragog, ¿tú cómo crees que me he enterado?

Shaula tragó en seco, no por lo que su padre había revelado saber, sino por todo aquello que no decía, y seguro conocía.

—Si llevas tanto tiempo sangrando, deberíamos buscar a un médico que pueda atenderte de inmediato.

—No, no se trata de eso. —Shaula se apresuró a aclarar, pues sabía que si un médico la atendía, podía advertir la realidad de su situación.

Era una oportunidad, desde luego, pero temía. En una situación como la suya, había mucho para temer. ¿Qué sucedería si no le creían? ¿Y si la preparadora alegaba que por voluntad propia Shaula había adquirido un trastorno alimenticio? La preparadora estaba puesta por Ara, bendecida por la corona y, todavía peor, por la Iglesia; llamarla mentirosa sin pruebas era como declarar la guerra, o solicitar un castigo severo a toda voz.

Su padre la miraba, aguardando, pero demandante. Esperaba una respuesta mientras sus dedos jugueteaban contra la mesa.

Ella iba a odiar mucho lo que estaba por hacer. El fin era el adecuado, el camino más inteligente, pero el medio suponía exonerar a la preparadora de por vida, al menos con respecto a ese asunto.

—He engordado, padre.

Lesath arqueó una de sus cejas entrecanas.

—¿Según quién?

—Nadie. Es decir, sé que ya no, pero hace unas semanas mi vientre era un desastre. No estaba ni cerca de lo plano y perfecto que una vez fue.

Lesath entornó los ojos. No lo hizo con intriga o escepticismo, era una mirada distinta que su hija no supo interpretar.

—Ahora ya es perfecto. Nuevamente —siguió Shaula, esperando que su padre entendiera.

—¿Qué hiciste?

—Lo que, en medio de mi desesperación, impaciencia y el temor a pedir ayuda, creí que sería la solución más fácil.

No dijo más, y su padre tampoco indagó. Lesath Scorp era peligroso no por su apellido, el veneno al que todos temían, sino por la agudeza de su mente. Así que ser su hija y pretender mentirle, significaba todo un desafío mental.

Si Shaula agregaba aunque sea una palabra para enfatizar la intención de su mentira, el rey la descubriría en el acto. Así que prefirió dejarlo como una insinuación, que el rey asumiera lo peor.

—No sabía lo que hacía, padre —terminó Shaula, dando por hecho que Lesath había entendido que se había hecho a sí misma lo que en realidad hizo como obligación de la preparadora—. Y me he hecho daño. Ya no puedo... volver a lo que fui. No puedo comer como solía hacerlo.

—Necesitas ayuda.

—No puedo. Lo intento, pero...

—Para eso están los expertos, Shaula. Iremos para que te revisen y te receten una solución. Hablaré con tu preparadora. Con su supervisión, tomarás los medicamentos, comerás lo que se te recomiende y, eventualmente, volverás a estar bien.

Shaula sintió el alivio dentro de sí, como una gran mano sobre su garganta que aflojaba sus dedos para dejarle respirar.

Ella sabía que si quería quitarle a lady Briane el poder para seguir hiriendo su estómago y enfermando su cuerpo, debía asumir la culpa de la situación. Era una solución poco gratificante, pero una victoria para su salud.

—Y, Shaula...

—¿Sí, padre?

—Agradezco mucho que me lo hayas confiado.

No había satisfacción en el rey por aquella conversación, pues postergar lo necesario no era su estilo; quería medidas, actos inmediatos. Se levantó y caminó con su hija hacia las cocinas de la taberna, acompañados siempre de sus custodios por precaución.

Una vez allí, pidió al cocinero una solución salina, algún suero nutritivo, un preparado para las náuseas y un aperitivo ligero para hacer estómago; en simultáneo, un sirviente iba en busca de la preparadora.

—Lady Briane, de ahora en más te pido supervises la alimentación de mi hija.

—¿Sigue gorda, majestad? —cuestionó la preparadora con su rostro como un anuncio de sorpresa y decepción.

Lesath calló. No dio indicio de una reacción mientras a Shaula se le suministraba todo lo que él había ordenado. La cocina se había transformado en un espacio de hospitalización imprevisto.

En silencio, lady Briane se mantuvo reverente aguardando por una respuesta; solo cuando se sintió antojado, el rey se la concedió.

—Asegúrese de que Shaula reciba diario la cantidad de proteína, vitaminas y nutrientes que le indicará el médico luego de evaluar su estado físico. Que coma a las horas señaladas, no antes, no después. Y si siente que su cuerpo no es capaz de soportar un alimento sólido, que consuma los medicamentos requeridos. ¿Puede hacer eso?

—Puedo, majestad.

—Y lo hará, lady Briane. O conseguiré una preparadora competente que pueda advertir cuando mi hija se está matando a sí misma.

—Majestad...

—¿Quedó claro?

—Sí, majestad.

—Retírese.

Shaula agradecía la escena que acababa de presenciar. Era gratificante ver a la preparadora doblegada ante un poder tan inconmensurable como el del rey. Cuánta delicia era ser testigo de su silencio inmediato al ser mandada a callar, testigo de cómo recibía una probada de su propia ponzoña al tener que obedecer sin miramientos órdenes que contradecían sus deseos.

Era un placer agridulce. Lady Briane era para Shaula lo que fue Aquiles el Alas Negras para los Leonides: el punto de quiebre. La princesa quería recibir un mínimo de respeto, como su padre, y en su lugar solo conseguía maltratos e imposiciones peligrosas. Se autoproclamaba pilar de la monarquía, pero se volvía polvo ante la voluntad de su cuidadora.

Pero no lloraría por ello, eran lágrimas para otra madrugada. Esa tarde, debía permitirse el regocijo de haber ganado la sanidad.

Tuvo una buena jugada, aunque eso solo incrementase su miedo por la repercusión que tendría de parte de su rival.

Cuando ella y el rey al fin salieron de la taberna, no esperaron a los demás para caminar juntos de regreso a los carruajes.

—Le agradezco, padre, por lo que acaba de hacer por mí. Temí que este tema lo alteraría, que sería demasiado para usted y motivo para recibir un gran castigo.

—Suficiente castigo el que impusiste a tu cuerpo.

—¿Está decepcionado, majestad? —indagó Shaula, insegura sobre lo que detectaba en la actitud.

—Admirado de tu inteligencia para pedir ayuda.

—Preferiría la habilidad para ayudarme a mí misma.

Su padre se detuvo y escudriñó a su hija, a esos ojos que eran lo único visible más allá de la semitransparencia de las telas que la cubría.

—Solo existe una corona, y no eres su heredera. Mientras sea así, Shaula, vas a tener que desarrollar mucho más tu astucia para estar a salvo.

»Me complace descubrir que entiendes esto. Nuestras habilidades surgen únicamente después de que aprendemos a aceptar, y rechazar en simultáneo, nuestras limitaciones.

—¿Cómo puedo aceptar y rechazar al mismo tiempo lo que me hace inútil? ¿Cómo se sobrevive a este reino estando tan lleno de debilidades?

—En los entresijos de una monarquía no hay rivales a vencer, solo limitaciones propias por identificar. Entonces es cuando empiezas a tener poder y te vuelves parte del juego.

—¿Y si no estoy jugando, qué se supone de mí?

—Que estás muerta.

Shaula tragó ante la imagen, difusa en sus recuerdos, del ataúd de su madre. Era el ejemplo más vívido de lo que ocurría cuando los entresijos de una corte de escorpiones se volvía demasiado para ti.

—Shaula. Entiendo que quedan resquicios de un resentimiento entre nosotros, producto de todo lo que involucra a tu madre, en especial su muerte...

—No. Majestad, le pido que...

—Soy tu padre. Tutéame, Shaula. Aprovecha esta brecha de privacidad y sé mi hija.

—No quiero hablar de ella.

—Tenemos que hablar de ella.

—Es el último tema que deberíamos tocar —zanjó Shaula, ladrando con ira apenas contenida—. Si acaso nos toleramos es porque evitamos mencionar su recuerdo, porque evito pensar en lo que le hiciste...

—Cuidado con tus acusaciones.

El rey lanzó una mirada en dirección a los custodios, que aunque firmes y discretos, seguían presentes.

Shaula mordió su lengua para evitar todo el torrente de palabras hirientes que pretendía salir de ella.

—Espero que podamos superar esto, Shaula. Mientras, tienes que entender...

—Podemos superar si avanzamos sin tocar este tema. Es insoportable.

—Shaula.

—No quieras despertar la parte de mí que te aborrece —espetó la princesa, su mandíbula tan tensa como el sentimiento en su pecho—, no intentes excusarte por algo que no tiene perdón.

—Si no discutimos el pasado, en mi consciencia quedará el que puedas por equivocación repetirlo. Debes aprender de sus errores.

—¡Sus errores! —Shaula reía, cínica e iracunda, mientras sus ojos amenazaban con el llanto—. ¿Cuál fue su crimen?

—Si esta fuera la historia de una mujer que perdidamente se enamora de un hombre, tu madre sería una mártir. Pero la que escribimos es la historia de un reino, Shaula, y en ella tu madre escogió el camino que la mataría.

Shaula asintió, tan molesta como desesperada por acabar con ese tema.

—¿Podemos irnos?

Las risas interrumpieron al monarca y su aprendiz. Detrás de ellos, las damas y sus nuevos amigos, los guardias a los que habían acompañado mientras bebían, avanzaban a los carruajes en medio de chistes y anécdotas.

Todas saludaron al llegar a la altura de la familia real, pero fue para Shaula como si esas saludos jamás hubiesen sido advertidos, dándolos por hecho como al sonido del viento a través de las copas de los árboles.

Solo fue consciente de una de ellas, de su voz y las distintas inflexiones con las que la modulaba, sus pasos y cómo eran tanto o más expresivos que su rostro; la distancia que guardaba de las otras y la expresión de hastío, como si quisiera volver de inmediato a encerrarse en una nueva lectura.

Shaula dio un mordisco leve a sus labios por reprimir una sonrisa. ¿Sabían los guardias que pretendían la atención de Isamar Merak que la muy insensata prefería la mente de personajes ficticios a la conversación con hombres reales?

La doncella Isamar se inmiscuyó entre padre e hija, haciendo una reverencia al rey de Áragog.

—Majestad —saludó.

Al mirar a Shaula, sus ojos se torcieron en un gesto desdeñoso. Sin siquiera dedicarle una palabra a su princesa y mentora, se marchó a paso apresurado como si no soportara el brío de su presencia.

—Por todas las estrellas de Ara... —murmuró el rey—. ¿Qué le has hecho a la pobre para que te deteste a tal punto?

—¡Padre! ¿Por qué asume que he tenido yo que hacerle algo? ¿No puede tratarse de que ella me ha hecho algo a mí?

—Shaula, es impensable lo que sugieres. Si esa chica hubiese hecho algo para provocar tu ira, en el mejor de los casos, ella sería miserable.

—Lamento ser quien le informe que está en un error, padre, pues Isamar Merak vaya que ha hecho mucho para provocarme.

—Y aún así, es ella quien te detesta, y no al contrario.

—Yo la detesto —aseguró Shaula tan indignada como si hubiesen sugerido que tenía la belleza de un sirio y la utilidad de un bufón.

—Como se detesta por la tarde la inclemencia del sol en Baham, pero se añora por la mañana.

—¿A qué...?

—Cuidado con las personas en las que depositas tu confianza y afecto, Shaula Scorp. No digo que ella no sea de fiar, sin embargo, el resto de la corte estará buscando eternamente un medio para dañarte, manipularte, doblegarte, chantajearte, ultrajarte y cualquier otro método que termine en tu destrucción.

—No confío en nadie, padre. Jamás revelaría información delicada a mis damas.

—No creo que me estés entendiendo, al menos no todo lo que abarca mi advertencia: guarda para ti cualquier indicio de que una persona no te desagrada del todo. De lo contrario, le estarías gritando al reino tu debilidad.

—¿No puedo tener amigas?

—No si parece que no las envidias, criticas o detestas en secreto.

—No estoy segura de que me agrade la vida que nos ha tocado. Eso a lo que llamas juego no es como el ajedrez que me enseñabas de niña, esto es... despiadado.

—Lo sé, hija. Y sin embargo, tú eres mi apuesta más fuerte.

—¿Para casarme con el hombre correcto y darte la alianza que el reino necesita?

—Para sobrevivir y triunfar.

En ese instante dieron por terminado el paseo y la charla, por lo que se disponían a llegar al carruaje justo cuando un niño mugriento se asió a la falda de la princesa.

—¡Guardias! —gritó el rey, aunque poco necesario era, pues ya habían alcanzado al pequeño y alejado de la princesa—. ¿Cómo permitieron que se acercara tanto?

—Majestad, es solo un niño... —discutió Shaula en desacuerdo con el trato que le daban los guardias.

—Niño que podría tener escondida un arma. La negligencia de la seguridad no se justifica con nada.

—Y el maltrato, menos —repuso la princesa, quitando al pequeño de las manos de los custodios que lo empujaban y apretaban como si fuera de plástico.

La princesa lo cargó, ignorando las advertencia de su padre, y el niño le señaló una dirección para guiarla hacia el resto de su familia.

Ahí se encontraban al menos cinco niños más en la sombra que se formaba detrás de una casucha. Dormían sobre cartón y para comer disponían apenas de un par de coronas y tres anillos en un calcetín sucio. Vestían harapos, estaban mugrientos y tan delgados que la desnutrición era evidente.

Algunos estaban tan enfermos, que bebían a través de una esponja húmeda o comían directamente del pecho de una mujer, que debía ser la madre.

—¿Esto es lo que querías mostrarme? —preguntó Shaula al pequeño en sus brazos.

—Familia mía —explicó él con voz trémula—. No comida. ¿Donación?

Hablaba con deficiencia, un lenguaje que se esperaría de un bebé, no de alguien de su tamaño, lo que hizo a Shaula ser consciente de la carencia de educación de aquellos niños.

Cuando el rey y los guardias alcanzaron a Shaula, la princesa bajó al niño y fue voluntariamente a recibir a su padre para decirle:

—Padre, esta gente muere de hambre.

—Lo noto.

Las uñas de Shaula lastimaron sus manos con la fuerza que empleó para apretar sus puños. Los abrió y cerró un par de veces para no ser evidente en la ira que le provocaba lo déspota que podía llegar a ser su padre.

—Debemos hacer algo. Somos la monarquía de Áragog.

—Shaula, esta gente es minoría.

—Minoría que podemos salvar.

No dijo nada más. Fue hasta el carruaje y alcanzó las canastas con provisiones que era capaz de llevar por su cuenta, ignorando las preguntas o los comentarios de los nobles que la veían anonadados a su alrededor.

Estaba menguando las reservas para el viaje, pero sabía que así orillaría a su padre a comprar más.

Terminó el trayecto de regreso y le entregó las canastas a la familia, momento exacto en que el padre de los niños apareció de quién sabe dónde para disfrutar y dosificar el botín.

Para entonces, la osadía de Shaula ya había llamado suficiente la atención como para reunir otros pueblerinos de Ceto y a los nobles que viajaban con ellos.

La mano del rey parecía especialmente interesado en la escena, mirando con escrutinio a Lesath como en espera de su reacción.

Shaula los ignoró a todos y fue hasta donde estaba su padre, ambos aislados por los custodios para que nadie más se les acercara.

—Te debo parecer un monstruo... —dijo Lesath. Su vista a la escena en frente, su tono tan bajo como para que solo ella y tal vez los guardias pudieran escucharlo.

—No quiero hablar.

—Y aún así, hemos de hacerlo.

Shaula puso los ojos en blanco, e inmediato como relámpago sintió su cuerpo tensarse en pavor. La preparadora se mantenía a raya mientras el rey estaba presente, pero Shaula no pudo evitar pensar que un desliz como ese en presencia de lady Briane supondría un inclemente castigo.

—No soy un monstruo, Shaula, no mucho más que tú. Solo tengo la inteligencia emocional suficiente como para no dejarme llevar por sentimentalismos.

—De acuerdo. ¿Debo agradecer?

—¿Qué lograste? —preguntó su padre mirando al perfil de su hija.

Shaula estudió a la familia que comía y bebía. Parecían más felices que nunca.

—Salvé a esas personas.

—Aliviaste su hambre, misma que tendrán esta noche, y todavía más mañana.

—¿Y por ello no merecen comer?

—Merecer, palabra interesante. ¿Cuál es el mérito de mendigar, Shaula?

Ella miró también a su padre, solo para que advirtiera el asco en sus ojos.

—Esas personas tienen manos y pies —siguió el rey—. Hay trabajos de sobra, incluso entre los menos aconsejables, peligrosos e inmorales. No se harán ricos, pero suplirán con la paga su necesidad de alimentos.

—No conoces la situación de esas personas. Para ti es fácil juzgarlos desde tu trono, ¿no? Y lavar tus manos. ¿Eso alivia su consciencia, majestad? ¿Es lo que se repite para dormir?

Lesath aceptó las palabras como se deja a la lluvia arremeter contra un impermeable. Por consiguiente, volvió su vista a la escena e hizo señas en sus dedos para contar a cada integrante.

—Una madre. Un padre. Seis hijos... ¿En qué punto se dieron cuenta de que no tienen la situación económica para traer más vida a este mundo? ¿Cinco niños, pobreza extrema, y todavía les parecía buen plan un sexto? El problema de estas personas no es su hambre, es su mentalidad. El reino no está en crisis, su hambruna no es «nuestra» responsabilidad. —Miró a su hija—. Y enfatizo, ya que hablamos de lavar manos, para que recuerdes que también eres parte de esta monarquía. Haz agotado recursos en calmar su hambre por unas horas, cuando su mentalidad sigue intacta. ¿Querías ayudarles? ¿Crees que el desempleo no es por su holgazanería? En ese caso, haberles dado trabajo, limpiando letrinas en el castillo aunque sea. No los salvaste, Shaula Scorp, solo retrasaste su muerte.

Eso hizo que Shaula mordiera tanto su boca como para invocar la sangre en ella.

Las lecciones de su padre eran las peores. Tal vez por ello eran de las que más aprendía.

—Sir Aztor, sir Lencio —llamó a sus guardias personales.

Ambos acudieron de inmediato al llamado de esa mujer a la que servían por obligación, pero ante cuya voz no podían reaccionar más que en obediencia.

—¿Princesa? —preguntó sir Lencio, el primero al que había conseguido Shaula y quien más cómodo parecía con el acuerdo que tenían.

—Tomen al padre y la madre de estos niños.

Aztor ejecutó la acción primero, sir Lencio se demoró un poco más en hacer una reverencia a su princesa.

—¿Qué se supone que hace? —preguntó la preparadora en desapruebo.

—Lo mismo me incita a preguntar mi curiosidad —manifestó lord Zeta, la mano del rey—. Me intriga, majestad, ¿Shaula actúa por orden suya?

Lesath se mantuvo tan imperturbable, como si las palabras de lord Zeta fueran lo mismo que el aleteo de un insecto.

—La princesa Shaula —corrigió sir Lencio al regresar con la madre tomada por el brazo.

—¿Qué dice? —inquirió lord Zeta Circinus.

—Los títulos, lord Circinus. No olvide a quién se dirige.

—No olvide a quién se dirige usted —advirtió lord Zeta, su frente enrojeciendo a pesar del frío que empezaba a arreciar.

—Le he dado un recordatorio, no un insulto.

—Dirigirse a mí en corrección es un insulto en sí mismo. ¡Soy la mano del rey! Tú un simple guardaespaldas.

—El guardaespaldas de la princesa, a la cual ha minimizado al tutear, mi lord.

—Te haré ahorcar...

—¿Con la autoridad de quién? —se burló sir Lencio, haciendo que Shaula se encontrara al borde de una sonrisa. Estaba disfrutando muchísimo de esa confrontación.

—¡Guardias! —exclamó la mano del rey—. Ejecuten a ese payaso...

—Ese payaso es mi guardia, lord Circinus —le recordó Shaula—. No tiene derecho a disponer de su vida.

—¡Soy la mano del rey!

—Y al parecer hasta a usted se le olvida, por lo mucho que nos lo repite.

—¡Shaula! —exclamó horrorizada la preparadora haciendo ademán de avanzar, a paso furioso, hacia la mencionada.

—Ni un paso más, lady Briane —aconsejó el rey con voz tan amable, que no parecía que la estaba desautorizando—. Este es un asunto entre miembros del consejo, y algunos tienen tal fragilidad de ego, que no gozarán de la intervención de una preparadora.

La mujer se frenó en seco, ruborizada por las palabras del rey, pero muda por completo a cualquier réplica.

—Majestad —explotó lord Circinus, demandante en dirección al rey—. Su hija y su bufón me han insultado. Exijo que se me retribuya y que a ella se le castigue...

—Zeta, imagino que no estás sugiriendo que someta, agreda o siquiera incordie a la princesa de este reino porque tu ego se ha visto comprometido en una discusión que tú has comenzado.

—Me insultó —repitió lord Circinus, tan impotente que sus labios temblaban.

Lesath sucumbió a reír por el comentario.

—¿Mi Shaula? Pero si ella sería incapaz de insultar una flor marchita, es un encanto de bondad. ¿No has visto lo que ha hecho con esta familia de desafortunados?

—Escuchaste lo que ha dicho...

—He escuchado cada detalle de esta ridícula discusión, y lo que a mí me parece es que mi hija señaló un detalle que todos advertimos con anterioridad. Para insultar, hay que mentir. Si la verdad te hiere, no es culpa de ella. Tal vez tú deberías disculparte con la princesa, y el guardia al que has amenazado de muerte sin motivos o autoridad para ello.

Lord Zeta Circinus no estaba conforme. Incluso ante el rey, no se quedaría callado ante tal menosprecio y humillación. Así que dio un paso hacia Lesath, de quien se suponía era su más importante consejero, y le dijo:

—¿No tengo autoridad para ello? ¿Tú te estás escuchando, Lesath?

—Escúchate a ti, Zeta. Siéntate a estudiar algunas horas extras, pues pareces desconocedor de obviedades, como que no puedes pretender ejecutar a los hombres que garantizan la seguridad de la princesa del reino al que sirves.

A medida que esas palabras se pronunciaron, el tono del rey se volvía cada vez más determinante, inflexible. Inmediatamente se pronunció la última palabra, se hizo el silencio.

El rey había hablado.

No había nada más qué discutir.

Lesath se volvió hacia su hija y los guardias que sostenían a los padres indigentes.

—Puedes proceder.

Shaula asintió.

—Sir Aztor, sir Lencio, ejecuten a esa pareja.

—¡¿QUÉ?!

El desconcierto vino de todas direcciones, y los clamores no tardaron en acompañarles. Sin embargo, los hombres de Shaula no titubearon, pues las órdenes ya habían sido dictadas.

Sir Lencio lo hizo rápido, sacando una daga para cortar el cuello de la mujer. Sir Aztor, se tomó el tiempo de tomar su espada, colocar al hombre contra una valla, y cercenar su cabeza de un mandoble.

Los nobles murmuraban, los pueblerinos exclamaban con horror y los niños lloraban a sus difuntos padres.

—¡¿Te has vuelto loca?! —preguntó la preparadora, más roja que nunca.

—¿En qué momento y por qué motivo tu padre autorizó algo así? —exigió saber la mano del rey.

A Shaula no le importaba todo el alboroto, ni las demandas, ni el interrogatorio; el único indicio de humanidad que hubo de su parte, fue la búsqueda de los ojos de Isamar Merak, que consolaba anonadada a Jabbah, pues la prima de Shaula había entrado en crisis por la escena tan violenta.

—A partir de ahora, estos niños son huérfanos y yo, Shaula Scorp, princesa de Áragog, les concedo el asilo político —declaró la princesa, vociferando para que todo el pueblo escuchara—. Encargaré a mis vendidas a la preparación, cuidado y educación de los niños, ya que ellos no tienen culpa de la negligencia de sus padres, quienes fueron sentenciados a muerte por el crimen que aquí observan...

Añadió Shaula señalando el deplorable estado en el que estaban los pequeños mendigos.

No se quedó a esperar reacción de parte de nadie y emprendió su camino de vuelta al carruaje, seguida por sus guardias quienes a la vez encaminaban a los niños.

Ya en el carruaje, su padre le dio un beso en la frente y dijo:

—Que Ara bendiga tu corazón, hija, y que maldiga a quien se atreva a intentar marchitarlo.


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Nota:

Pregunta del día: ¿Cómo llegaron a este libro? ¿Están enganchados con la historia?

Por cierto, voy a escribir un himno de adoración a Shaula y lo cantaré cada día de mi vida.

Bueno, hemos probado un poco de satisfacción en este capítulo: la preparadora desautorizada por un rato, Shaula solucionando inteligenmente el asunto de su estómago, lord Zeta Circinus humillado, Shaula dando una orden que nadie pudo desobedecer... ¿Qué les han parecido cada uno de estos acontecimientos?

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