26: El hijo pródigo


Un hombre, representado por el emblema de las espadas cruzadas de la guardia real, conducía a Orión Enif por primera vez en su vida al interior del palacio.

Áragog era su hogar, como fue de su madre y era de su padre, el reino en el que nació y vivía, y aún así nunca se imaginó más cerca del castillo que de los muros que lo protegían.

Aunque eso era falso, de imaginar, en ocasiones se había imaginado en el castillo; sirviendo para la protección de la familia real y dispuesto para salir en defensa del pueblo siempre que hiciera falta. Sin embargo, e incluso siendo el medio hermano del futuro rey, jamás se había visto convencido por la posibilidad de que sus fantasías se tornaran una realidad.

Como ese día, cuando su medio hermano, Sargas Scorp, ordenó que fuera llevado a su presencia.

Sabía del castigo de Sargas. El príncipe heredero tenía suficientes contactos como para escapar —aunque con poca frecuencia— y camuflarse entre los mendigos para cazar junto a Orión.

Así que el hijo del joyero ya estaba advertido sobre el confinamiento del heredero, pese a no conocer el motivo de este.

Sabía lo que el reino —incluido el padre que compartían Orión y Sargas— decían: que Lesath ocultaba al heredero por la protección de su identidad. Mas la verdad resultaba obvia para quienes compartían el secreto de Sargas: el rey no podía permitir que nadie viera al heredero, pues era el primer hombre, en una larga línea de ascendencia entre los Scorps, que nacía sin sus cabellos de plata y ojos de oro.

Él sabía que Sargas estaba oculto en alguna parte del enigmático castillo, y que ahora cumplía una especie de condena indefinida por un pecado que no se molestó en confesarle a Orión, lo que no se esperaba era que tuvieran que bajar tanto, por tantos túneles y escaleras, para llegar a ese punto.

El hombre de la guardia real condujo a Orión por una puerta que daba acceso a un pasillo oscuro y cavernoso, apenas iluminado por la penumbra azulada que se colaba desde la entrada.

—Esto parece el comienzo de una historieta de terror —murmuró Orión en tono humorístico.

Al mirar más allá, solo vio piedra y negrura, lo que le provocó un escalofrío.

—Y esta es la parte donde le grito al protagonista: «no entres ahí».

Orión se volvió en busca de algún gesto en el guardia que sirviera de aprobación a su chiste, pero solo se encontró con un semblante tan frío como el camino que les esperaba.

—Alguien no fornicó hoy, al parecer.

Al avanzar por aquel ducto de paredes de piedra, Orión sintió el alivio de comprobar que cada cierto tramo había una antorcha de fuego blanco; por desgracia, aquel alivio era proporcional a lo escaso del efecto de aquel fuego, que apenas rozaba las sombras, mas no las ahuyentaba.

Llegaron a la entrada de los calabozos, donde una orden de vigías formaba para custodiar la reja principal con sus lanzas cruzadas.

—¿Estoy preso? —cuestionó Orión tragando en seco, pensando en que tal vez la monarquía buscaba represalias por lo que él había hecho en la fecha del cobro de impuestos. Su humor se había esfumado con la misma eficacia que se invocó un sudor en su nuca.

—Tú espera aquí, e intenta no cagarte en los pantalones.

El guardia se dirigió a los vigías y dio las órdenes que los llevó a retirar los candados, descruzar las cadenas y abrir los cerrojos.

La reja principal estaba libre, y Orión ahora podía avanzar.

Dentro del calabozo, donde antes hubo distribuidas celdas, ahora parecían habitaciones. Las rejas se sustituyeron por puertas, y cada una tenía el nombre de algún sirviente y su utilidad.

Aquel ala subterránea del castillo estaba diseñada como un laberinto. Orión se habría perdido de no tener un guía con él, y más de una vez habría retrocedido por lo espeluznante de la decoración.

Una de las paredes tenía un mural perturbador, hecho de esqueletos de escorpiones áragos, que juntos formaban un gran escorpión coronado. El símbolo de la monarquía Scorp profanado por un aura de muerte y oscuridad.

Atravesaron una galería llena de libros sobre prácticas prohibidas, artefactos siniestros con valor histórico y armas extranjeras de colección.

—Parece la guarida del dios Canis... —murmuró Orión con un repentino sabor a hierro en su boca.

Él había crecido en una joyería, organizando, clasificando e incluso aconsejando sobre el uso adecuado de las joyas. Le gustaba el orden y la pulcritud, aquel lugar no era para él.

—Tomaré nota mental para nunca ir preso, las cárceles no complacen mis requisitos de higiene.

—Es aquí —anunció el guardia señalando hacia un último habitáculo similar a una caverna.

La penumbra dentro era absoluta. Solo el fuego blanco de un candelabro rezagado intentaba combatir las sombras de aquella pocilga. La decoración ahí hacía justicia a la del resto del calabozo, e iba toda orientada para glorificar un único sillón en el medio donde el heredero de Áragog aguardaba.

Orión advirtió con pesar que no había una sola ventana. Le pareció que aquel exilio era igual a tomar a una débil muestra de vegetación y hacerla crecer en un cofre con cerrojo; si de alguna forma no moría, las secuelas de su consumo serían comparables a las del veneno.

—Sargas... —saludó Orión—. ¿Qué le has hecho a tu padre para que te castigue de este modo?

—Nacer —respondió la voz entre las sombras.

Orión vaciló entre todas las posibles respuestas que se hospedaron cerca de sus labios, brecha que el heredero aprovechó para tomar la palabra.

—¿Te gusta la decoración? La escogí yo mismo. Tal vez, si no resulta esto de ser rey, podría dedicarme a la decoración de interiores.

—Tu decoración da miedo.

—Es atrevida.

—Atrevido sería tapizar tus paredes con tres colores primarios y combinarlos airosamente, esto parece un culto a Canis.

—A mí me gusta.

—¿Seguro que no quieres que te traiga unas flores, algo de fruta o libros con color?

—No, gracias.

—Sargas... —Orión se acercó hasta su medio hermano para ver su lamentable aspecto—. Te ves demacrado. Enfermo. ¿Comes siquiera?

—No te llamé para que me sermonees.

—Entiendo, entonces, ¿para qué me llamaste?

El príncipe se levantó de su sillón y lo señaló como un ofrecimiento a su visita.

—Siéntate a beber algo conmigo.

Y así se hizo, bebieron y hablaron de nada mientras pasaba la incomodidad de aquel primer encuentro de Orión con las mazmorras.

Orión compadecía a Sargas, lo reflejaba en la incomodidad de su silencio. Lejos de la lástima, era una incipiente preocupación por su bienestar. Sargas no actuaba como alguien que había sido apresado por aquel a quien hasta hacía poco creía su propio padre, cuya madre había muerto y hermanos repudiaban, dejándolo pudrirse en esa caverna oscura sin abogar por él.

Orión no quería permitir que su amigo, medio hermano y futuro rey se negara a sí mismo el duelo que merecía.

Temblando en impotencia, inició una conversación.

—¿Sabes cómo conocí a la reina?

—No me interesa.

—Estaba pequeño. Mi padre me llevaba religiosamente a la joyería, me estaba enseñando a hacer inventarios para aquel entonces. Pero siempre se me dio mejor la atención al cliente...

—Eres pésimo con los clientes, Orión.

—Exactamente, por eso solo vigilaba al cliente mientras mi padre lo atendía. No le despegaba los ojos de sus manos y bolsillos, si intentaban robar algo... —Orión se encogió de hombros con una sonrisa retenida, la guardiana de una especie de vergüenza pueril—. Solía ser un niño insoportable.

—Solías —repitió Sargas escéptico.

—El punto es que un día anduve detrás de una mujer morena de rasgos Bahamitas vestida con harapos. Me pareció una forastera, y que no dejara de ver el mismo collar pero sin preguntar al respecto me dio mala espina. No creí que pudiera costearlo. Así que no me despegué de su falda.

—Es gratificante descubrir que desde siempre has sido una ladilla.

—Lo que no soy es un cronista, así que no me interrumpas más o terminaré por olvidar el rumbo de mi relato, y tendré que empezar de nuevo. ¿Quieres que empiece de nuevo?

—De hecho, quiero que te calles.

—Como te decía: esa noche hice inventario, y el collar no estaba, y en los ingresos del día no se veía reflejada su venta. Fui eufórico hacia donde estaba mi padre y le conté todas mis sospechas, a lo que él respondió con una carcajada y simplemente me dio un beso en la frente.

—Me duermo.

—Viene el plot twist, imbécil, aguanta.

—Espera... La joyería no es de tu padre.

—No, no lo es, solo nos encargamos de ella desde hace mucho. Tanto, que estamos en el testamento del dueño. Si algo le pasara, heredaríamos todo.

—Pues mátenlo.

—¡Sargas!

El heredero puso sus ojos en blanco, como un alegato de lo absurdo que era que Orión no hubiese entendido que no hablaba en serio.

—A lo que me refiero es, ¿si el collar estaba perdido, y no tenían el dinero de su costo, no les tocaría pagarlo a ustedes?

—Sí.

—¿Y tu padre no te llevaba al trabajo al no poder pagar una mísera vendida para que te cuidara?

—Ajá.

—Entonces, convenimos en que su situación económica es como la mierda de un sirio. ¿Por qué actuó tan tranquilo con la pérdida del collar?

—El amor.

—Asco.

—Sí, asco decimos ahora, pero de mi padre he aprendido que un hombre que ama es acreedor de todas las pasiones del mundo. Llámame ingenuo, infantil, y todo eso, pero por él creo que los grandes romances no son una simple fantasía, y que algún día, con algo de suerte, podríamos conocer a alguien por el que valga la pena morir de hambre si hace falta, solo por poner una sonrisa en su rostro.

—Reitero: asco. Y qué miedo das hablando así. —El heredero blanqueó sus ojos—. ¿O sea que él regaló el collar a esa mujer?

—Eso entendí luego, además de algo mucho más preocupante al ver volver a esa misma mujer con el collar en su cuello, esa vez vestida como la más distinguida de las damas, que iba a comprar un anillo para la renovación de sus votos... tomada del brazo del rey.

Sargas desvió su rostro ante la polémica insinuación que ardía en aquel enunciado. No sabiendo lidiar con lo que sentía dentro de sí mismo, le dio la espalda a su medio hermano y ladró:

—Esta conversación acabó.

—Sé que no te gusta hablar de tu madre, Sargas. Pero no imagino lo que debe ser para ti este encierro y su soledad. Yo perdí la mía al nacer, murió al darme a luz, y aún así su ausencia nos marcó de por vida. ¿Cómo sobrevivir en un caso como el tuyo? Perdiste a quien te dio la vida y te enseñó a vivirla. La conociste, recibiste su afecto, y todos estos meses sin ella deben ser...

—No hables de esa mujer.

—Esa mujer es tu madre, y fue mi reina.

—Cállate.

—No. —Orión tomó el hombro de Sargas y le dio vuelta para encararlo, enfrentando esa ira que contaminaba al futuro rey y le hacía combatir la desolación con odio—. No dejes que esto te consuma, Sargas.

Pero el heredero lo empujó, y escupió a un lado. La saliva en el piso casi ardió con la intensidad del desprecio con el que fue expulsada.

—¿Crees que tu certeza sobre nuestro parentesco te da algo de derecho a sermonearme, Orión? Nunca serás mi hermano.

—Jamás he pretendido serlo. Pero eres mi amigo, y me quema en el estómago presenciar las injusticias que vives, escuchar las injurias que murmura tu pueblo sobre ti, y luego venir aquí, donde ni tú mismo te compadeces... Permítete extrañarla, Sargas. Ella te amó.

—Todo amor que nace de traiciones está condenado a perecer en ellas.

—Este no. El que ella sintió por ti fue genuino, no hay traición en dar vida y amar lo que has creado.

—¡Nos mintió a todos!

—¡Por salvarte a ti, Sargas!

—Por salvarse a ella.

—Te estás cegando.

—Ya estoy ciego, no hay nada que puedas hacer. Haz un elección ahora: me aceptas, respetas y acompañas en el camino que yo escoja para mí, o construyes el tuyo como si nunca me hubieses conocido.

—Jamás te dejaría, Sargas. Eres mi rey. Eres mi hermano. Eres mi amigo. Yo seré siempre leal a ti más allá de lo que la sangre de otros diga.

—¿Me apoyarás?

—Siempre.

—¿Aunque Antares se levante contra mí?

—Aunque Áragog entero lo haga.

—Bien. Entonces no me sirves de nada como joyero.

—¿A qué te refieres?

El heredero de los escorpiones no respondió al llamado de su hermano. Se encaminó a la entrada de su caverna privada y volvió con dos guardias a sus flancos.

Orión entornó los ojos, perdiendo la sonrisa y su confianza de hacía instantes. Una pequeña preocupación en él se avivaba conforme los pasos de aquellos hombres se hacían más apremiantes en su dirección.

Lo tomaron cada uno de un hombro y lo empujaron hacia la silla restante, donde empezaron a atar sus brazos y tobillos a pesar de que él ya se removía nervioso, exigiendo una explicación.

—Quédate quieto —lo tranquilizó Sargas.

—¿Por qué? ¿Qué pretenden hacerme?

—Nada grave, Orión, solo cálmate.

—Pero...

Cuando terminaron de inmovilizarlo, cada hombre al servicio del heredero se quedó junto a Orión para asegurarse de mantenerlo controlado.

—Bebe esto —dijo Sargas entregando a uno de sus hombres frasco relleno de líquido ambarino—. Ayudará con el sangrado.

—¡¿Sangrado?!

El guardia quitó el corcho del frasco e hizo a Orión tragarse todo el contenido a medida que Sargas desenfundaba una daga en su cinto.

—¿A qué estás jugando, maldito imbécil? —jadeo Orión, quien escupió sobre su propio hombro en un intento desesperado por deshacerse de lo que había ingerido.

—Como sabrás, Orión, no puedo permitir que cualquiera entre a las mazmorras y cruce mi seguridad solo con tu nombre y apellido. Necesitamos algo que te identifique.

—Pues dame una maldita carta firmada, ¿no?

—¿Tinta y papel? —Negó Sargas acercándose al prisionero—. Fácil de robar o falsificar Es una urgencia que lleves algo que nadie pueda quitarte.

Orión mordió sus labios, jadeando y todavía removiéndose alterado sobre aquella silla. Pero veía a Sargas, que parecía esperar su aprobación para proceder. Le había jurado lealtad sobre todas las cosas, y ese hombre pronto sería su rey. A los reyes no se les cuestiona, no se les pide justificar sus planes o decisiones a sus súbditos, así que no tenía otra opción que confiar, ceder, y así demostrar el valor de su honor.

Orión asintió, aunque su frente sudaba todavía por el esfuerzo, y de inmediato Sargas hizo una seña a sus hombres.

Uno de ellos metió un pañuelo en la boca de Orión, el otro le volteó la mano para que su muñeca quedara a la vista del heredero.

Al Sargas empezar a pasar su cuchillo por la piel de aquella muñeca intacta, Orión entendió que la utilidad del paño en su boca era para que pudiera morder y amortiguar sus gritos.

Su medio hermano y futuro rey le estaba abriendo la piel sin anestesiar, rasgando una profunda marca sobre otra, creando ángulos y líneas paralelas que poco a poco formaron las contestación de...

—Orión. Tu nombre.

Al hijo del joyero le sacaron el paño de la boca, permitiéndole toser y acercando un vaso de agua para que se recuperara.

—Sin embargo, no serás el único Orión en este reino —prosiguió Sargas, haciendo que los ojos de su medio hermano se desorbitaran cuando apenas terminaba de tragar el agua—. Todavía tienes una muñeca, y un apellido muy útil.

—Sargas, no...

Orión no terminó de pronunciar su súplica cuando ya tenía un nuevo pañuelo en la boca, amortiguando los alaridos de dolor de los nuevos trazos de la daga de Sargas.

Sargas en esa nueva muñeca hizo un detalle extra, las líneas que unían los puntos de la contestación de Pegaso, más una cruz en el punto exacto donde se ubica la estrella Enif.

—Orión Enif —terminó Sargas e indicó a sus lacayos soltar al muchacho—. Ya eres, oficialmente, de mis más leales sirvientes. Solo el hombre con estas marcas podrá acceder a mí en el momento en que lo desee, solo tú tendrás mi apoyo y total confianza. Quiero que te encargues de todo en cuanto a mis días previos al reinado, porque solo en ti confío, Orión.

—Me lo podías haber expresado con una carta y una canción —jadeó el susodicho.

—En asuntos de esta índole nada se demuestra tan fácil, Enif.

—¿Y ahora qué sigue? Dijiste que no te sirvo como joyero, ¿qué pretendes hacer de mí?

—Te necesito en mi corte.

—Suerte con eso, soy un pésimo orador y mi educación es de hecho precaria.

—No te quiero en la política, no directamente.

—No voy a ser tu vendida.

—¡Orión, concéntrate!

El aludido entornó los ojos con enojo, él era quien acababa de ser herido bajo tortura y marcado de por vida, tenía derecho a una brecha para su humor.

—¿Qué necesita de mí, alteza? —preguntó de todos modos.

—Quiero hacerte caballero. Estarás en la guardia real, pero te quiero para mi protección personal. Así te tendré cerca, vigilando en las sombras y luces, detectando amenazas, defendiéndome, informándome.

—«Estarás en la guardia real» se dice muy fácil, Sargas, salvo que es completamente imposible.

—He hablado con Lesath al respecto. Este año abrirá la convocatoria para el ejército del reino, tienes que presentarte.

—Son tres años de aislamiento para entrenar, Sargas. Y a esas convocatorias se inscriben legiones de personas, y solo eligen los cien más destacados. Con mucha suerte, quedaría entre los rezagados y me enviarían a patrullar callejuelas en el asqueroso y desolado Cetus.

—No te menosprecies, Enif. Te he visto cazar, te he visto estrangular bestias embravecidas con tus propios brazos. Eres bueno con la espada, y serás mejor una vez entrenes con Cassio. Esos tres años serán nada para ti. No sé por qué, pero esta convicción que tengo... es inamovible. Sé que no conozco de primera mano las habilidades de muchos caballeros, que estoy siendo algo optimista, pero te conozco a ti, Orión Enif, y eres un cazador por instinto. Tu constelación no miente, no te habría nombrado si no lo merecieras. Eres el guerrero de este siglo.

—Sargas, no basta con saber cazar...

—Repito: tienes a Cassio.

—No controlo esa espada.

—Tienes tres años para hacerlo. Y tendrás algo más, algo que sé que te dará la fuerza para destacar incluso sobre los cien electos. Creo que podrías hasta llegar ser parte de los doce caballeros de la guardia honorífica de la Corona.

—Mi cosmo.

—Tu cosmo, Orión. El poder de Pegaso que te otorga tu estrella Enif es todo lo que necesitas.

—No puedo pasar las pruebas brillando como una estrella y alado como una gallina mágica, me colgarán por herejía o quién sabe cuántos cargos más. Sabes lo que le hacen los hombres con poder a aquello que no pueden controlar: lo eliminan.

—Un cosmo es algo muy complejo, no está solo para consumirlo entero y transformarte en un guerrero escarchado con alas. Ese poder, mientras lo tengas cerca de ti, forma vínculos. Esos vínculos otorgan resistencia, dejan residuos de fuerza. Solo debes conocer bien el tuyo.

—Deberías enseñar cosmología. ¿Cuándo me hablarás más de tu poder? Tal vez así entendería mejor el mío.

—Vive tu proceso, Orión. Nadie puede enseñarte a convivir con tu alma, y no pretendas que te desvelaré las confidencias de la mía.

—¿Y si no lo logro?

—¿Quieres ser un guerrero?

—Quiero ser un héroe.

—Los héroes no venden las joyas de su padre y cazan jabalíes para la cena. Los héroes matan sirios, ganan batallas y rescatan princesas. No pareces cerca de lograr ninguna.

—Puedo estar en las patrullas que me dijiste.

—Pero esas patrullas te mantendrán lejos de mí, y no te traerán gloria. ¿Quieres gloria, Orión?

Sargas tenía por costumbre hacer esa pregunta como Orión tomó por rutinario preguntar sobre sus planes de reinado.

En el bosque, Orión siempre contestaba lo mismo: no quería gloria, quería el extasis de una batalla, lo primero llegaría por añadidura.

Pero era la respuesta de un niño que jugaba con palos a que se convertía en caballero, no del hombre que ahora debía ser, mismo que entonces conspiraba junto a su futuro rey para librar todas sus batallas y limpiar su camino hacia el trono.

Era una enorme responsabilidad, y con ello un inmenso honor.

—Quiero demostrar mi honor, y ganarlo en batalla.

—Entonces sé ese guerrero, Orión, y yo te daré el resto.

—De acuerdo, supongamos que acepto esta locura de ideal donde soy capaz de vencerlos a todos. Y sí, juro con mi vida que daré mi piel y mi sangre a cambio de convertirme en el guardia que necesitas. Pero, Sargas, sigo cazando todos los días de mi vida para comer, ¿cómo le pediré a mi padre que financie mi viaje al reclutamiento, los insumos y armas que...?

—Yo te pagaré todo.

—No te ofendas, Sargas, pero... vives en un cuchitril. ¿Cómo podrías pagar nada?

—¿Y quién crees que decoró el cuchitril? ¿Quién paga los sirvientes que hay en cada uno de los cubículos que antes eran celdas? ¿Quién costeó la remodelación de las mazmorras?

—¿Tu padre?

—El tesoro de la Corona, corona que pronto será mía. Lesath es un escorpión despreciable, un padre inservible, pero el muy maldito es un patriota de primera. Puede tenerme encerrado toda la vida, mas no negarme lo que me pertenece.

—Pero a ojos de él... no te pertenece nada.

—Tal vez, pero, ¿qué opción tiene? Con su unigénito agonizando...

—¿Antares? ¿Qué le ha pasado a Antares?

—Eso no tiene importancia ahora, ni puedo compartir esa información contigo, pero es importante que sepas que tengo todo bajo control, incluido a Lesath Scorp. La vida de su adorado hijo pende, literalmente, en mis manos.

Se escucharon pasos haciendo eco en las cavernas cercanas. Sargas ató los cabos antes de que el responsable se presentara, pues era la única visita que recibía sin anunciarse, a diferencia de los sirvientes.

—Debes irte —dijo Sargas volteando con apremio hacia Orión.

—No hay tiempo de que salga sin que lo vean —dijo uno de los hombres de Sargas.

—Por Canis —maldijo el heredero y se dirigió a Orión—. Ve al otro extremo y ocúltate bajo la mesa. ¡Ahora! Y no hagas ni el más leve ruido. Intenta no respirar, si es posible.

El rey de los escorpiones, Lesath Scorp, cuyo nombre dado por las estrellas se traducía como "el aguijón", se hizo presente en la caverna del heredero.

Lesath era un rey astuto, un hombre que sabía fingir sonrisas y discursos de bondad mientras hundía una daga en tu pierna; no con el fin matar, sino con el de mantenerte controlado.

Ese día no fue así. El rey de Áragog estaba llegando al declive de su tolerancia y compostura.

—Sargas, esto tiene que parar.

—¿Qué exactamente, padre? ¿El que te pasees por la corte fingiendo luto por la esposa de cuya muerte eres responsable? ¿O que mantengas cautivo a su hijo inocente y futuro rey de la nación? ¿Cuál es la parte que debe detenerse, padre?

—Las personas hablan.

—Qué novedad.

—Se escucha toda clase de habladurías sobre ti.

—Rumores que alimentas al perpetrar mi exilio.

—¿Crees que no veo lo que estás haciendo? Pides a una legión de sirvientes que te provean de artilugios abrumadores, cada uno más inquietante que el anterior. Lo justificas con que es decoración, pero los rumores se esparcen y las conjeturas vuelan más allá. ¡Empiezan a decir que te alimentas de la sangre de nobles vírgenes para sobrevivir a tu maldición!

—Se equivocan, desde luego. No solo me alimento de las vírgenes.

—Sargas, le prometí a tu madre mantenerte con vida, pero, como bien nos enseñó ella, toda promesa se puede romper.

—¿Cómo puedes mencionarla con tal tranquilidad? Admiro la manera en que finges, Lesath, pero admito mi decepción más allá de ese aspecto. Te creí más inteligente.

Lesath calló ante esas palabras, paciente, pues sabía que Sargas terminaría por explicarse.

—Ni siquiera te has labrado una excusa, una coartada. Puede que la Iglesia crea en tu inocencia, pero, ¿los demás? ¿Y los que aparentamos ser tu familia? Esa mujer nunca estuvo enferma, jamás mostró síntomas. Pudiste inventarle una muerte mejor.

Lesath permaneció en silencio, y las pupilas oscuras del heredero se dilataron a continuación.

—No fuiste tú.

Por primera vez, Lesath daba muestras de una reacción no meditada muy cercana a la sorpresa.

—Es cierto. Eres más inteligente que eso. ¿Quién se te adelantó? ¿Lo sabes? ¿Lo persigues siquiera?

—Hay un único culpable por la muerte de tu madre, Sargas, y me encargaré de que pague por ello.

Sargas se tensó, sus vellos erizándose al recordar la presencia de Orión en ese cuarto. No quería que presenciara aquella conversación, ni que oyera cómo su medio hermano y su rey conspiraban para asesinar a su único familiar.

—No lo hagas —pronunció Sargas a media voz.

—¿Qué dices?

—Ten misericordia, Lesath. No castigues a un inocente por un crimen del que solo tú tienes culpa, por no haber sido un mejor amante.

El heredero sintió la bilis escalar por su garganta, acababa de pronunciar una súplica con acusaciones en las que no creía. Pero era lo menos que podía hacer por evitarle el sufrimiento a Orión y que pudiera irse en paz a su entrenamiento.

—Me hablas de misericordia, ¿sabes lo que es eso? —acusó el rey con su voz temblando por todo aquello que contenía—. Cuanto más tiempo pase tu hermano en coma, peor será para él. Un día despertará y su madre estará muerta, su hermano preso, su padre y hermana quién sabe en qué punto crítico. Es mucho por afrontar, y él apenas un niño. No lo hagas peor para él y dime cómo revertir su estado.

—Decirlo es el equivalente a morir.

—No te mataría, hice un juramento.

—Hiciste uno también con la Corona, y no pondrás esta en la cabeza del bastardo de la mujer que tal vez no mataste, pero desearías haberlo hecho. Me encerrarás con más seguridad, mucho más lejos. Jamás me permitirás ser rey.

—Los nobles ya esperan por ti, he mentido a la Iglesia asegurándote como mi hijo legítimo, no puedo retractarme ahora sin acarrear un escándalo o algo mucho más difícil de sofocar.

—Mientras Antares viva, soy desechable. Es un peligro para mi trono.

—Tú serás rey. No tengo intenciones de empezar una guerra civil por caprichos de sangre y secretos de familia. Si me das el antídoto, te protegeré y daré mi palabra de que jamás intentaría poner a Antares en tu lugar.

—¿Tu palabra? —Sargas estalló en una honesta carcajada—. Como si me dieras la palabra de todos tus antepasados, Lesath Scorp, no confío en ti. Siempre me lo pregunté, ¿sabes? Por qué no venías a verme cuando ella vivía, por qué mi hermano podía ser visto y yo no, por qué nunca tuve un padre, sino la promesa de uno que además era un gran rey. Puede que no tenga tu sangre, pero yo no escogí nacer bastardo. Crecí creyendo que pertenecía a algo, y ese algo era el trono, y a ti. Ahora no tengo nada, no pertenezco a nada, y vienes aquí, a implorar como no hace nunca un escorpión, por el hijo que sí amas. Y...

Sargas tragó en seco. Un diluvio mudo en sus ojos le recordó que apenas tenía dieciséis, y que ya había recibido el último abrazo en su vida.

Lesath lo miró, frío cual aguijón, pero sin una ponzoña visible.

Pensó en sus palabras, y miró, debajo de todas las capas de palidez y desnutrición del bastardo, el rostro del joyero que destruyó su vida.

«Que Ara me perdone, pero no puedo. No puedo amar al niño con el que Ara maldijo mi vida».

Pero podía ser amable y tolerante, siempre que hubiera colaboración.

—No tengo mérito en tu nacimiento, Sargas, pero me debes tu nombre. Las estrellas lo escogieron, mas yo te permití conservarlo. Cada instante que respiras es un regalo, una proeza de mi misericordia. Cualquier otro rey eliminaría al bastardo nada más nacer, incluso si es suyo. No he sido tu padre, no lo soy, pero te he dado la crianza que cualquier niño añoraría, y te permití el amor de tu madre que parecía solo tener para ti.

»Así que, no me temas, pues hasta ahora he sido inofensivo. Tendrás tu trono, como hasta ahora has hecho uso de todo aquello a lo que tienes derecho. Solo dime cómo salvar a Antares, o tendrás que empezar a cortejar el miedo.

Sargas secó su rostro sorbiendo por la nariz para luego intentar recuperar la compostura.

—No confío en ti, jamás lo haré. Pero puedo creer en tu respeto por la ley, la fe y sus tradicionalismos. Haz un documento donde jures todo lo que has dicho, avalado por el consejo, verificado y protegido por la Iglesia. Jura que soy tu único y legítimo heredero, que soy Scorp de sangre, y que tengo derecho al trono de Áragog. Y si algo me pasara, si yo muriera, harías constar en dicho documento que mi sucesor no será ninguno de mis hermanos. Escogerás a alguien a quien aborrezcas, y lo convertirás en mi sucesor en caso de que algo me pasara. Solo así podría confiar en que no intentarías asesinarme y destituirme.

—Tanto protocolo y formalismo para algo que se da por hecho levantará sospechas.

—Pues las acallas. Dirás que lo haces por protegerme de un intento de asesinato, escoge como sucesor a un plebeyo cualquiera, alguien a quien puedan querer menos que a mí en el trono. Ese es el precio, majestad, por la vida de su hijo. Los meses avanzan y sabes tan bien como yo que nunca encontrarás un antídoto para su condición. Y, como bien señalaste, el tiempo no pasará en vano para él. Es mejor darse prisa.

—De acuerdo, lo consideraré. Pero habrá condiciones.

—No las habrá.

—Las habrá, Sargas, y muchas. Empecemos por la esposa.

—Nada de esposas, nada de vendidas. No quiero mujeres cerca de mí nunca más, menos merodeando en mi reinado.

El rey Lesath soltó una risa confiada.

—Sin esposa no hay Corona, y sin vendida menos. Como monarca de Áragog tendrás que honrar sus tradiciones, si no las acatas tú...

—Sin vendidas.

—Las tendrás, no me interesa si las usas para limpiarte los dientes o para que patrullen los bosques. Puedes quedarte con la corona, pero no me sentaré a ver cómo destruyes mi reino. Harás lo que se te ordene.

—Para eso faltan todavía un par de años, no tengo la edad mínima. Ya haremos nuestra negociación entonces.

La expresión del rey se endureció.

—No. Acatarás mis órdenes de inmediato, porque lo pondré como cláusula en el documento que has demandado. Si aceptas la corona, aceptas sus responsabilidades.

—¿Podré escoger mi esposa?

Lesath rio por lo bajo.

—¿Ni siquiera te informas? Tu matrimonio ha sido arreglado con la princesa Lyra Cygnus, hija de los protectores del norte, desde el momento de su nacimiento.

—Porque me informo es que sé que está desaparecida. ¿No la raptaron de su cuna?

—Es solo cuestión de tiempo para que aparezca. Mis informantes aseguran que fue vendida, y aunque he pedido revisar las casas de preparación no confío en la lealtad de las personas que trabajan en ella. Deben estar compradas por los responsables. Pero es cuestión de tiempo, mi espía ha recorrido todo el reino, una casa de preparación a la vez, infiltrándose como vendedora con la bendición de la corona y buscando a la princesa. La hallará.

—Y yo tendré que casarme.

—Tómalo o déjalo.

Sargas asintió y extendió la mano hacia el rey.

—Tenemos un acuerdo.

Lesath se quedó mirando la mano del bastardo, y vio en sus dedos la sangre de su hijo, así que la despreció.

—Te avisaré cuando redacte el documento. Espero tengas lo que te pido para entonces.

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Nota:
¡Hoy celebramos las primeras 100k lecturas de esta historia! Es un momento especial y muy importante para mí, gracias en serio por el apoyo.

Esta historia es drama, secreto, pasión, conspiraciones y más drama. ¿Les está gustando?

¿Qué piensan de Orión, su pasado, presente, sus planes de futuro y su relación con Sargas?

¿Qué opinan del rey? Sé que es complicado, por eso amo tanto escribir de este personaje, al igual que de Sargas, son tal para cual, cada uno tan complejo como el otro que siento que jamás terminaré de desentrañar lo que hay en ellos.

¿Y de Sargas, su situación y el personaje como tal, qué opinan?

Si veo en sus comentarios que les ha gustado el capítulo, trataré de subir otro (de mi amada Shaula) esta semana que entra. Se pone emocionante la cosa.

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