20: Orión Enif
El término «perder el tiempo» ni siquiera está pensado para que lo pronuncie una mujer. ¿Qué tiempo puede perder alguien sin utilidad ni propósito? Poca es la relevancia que puede darse al lugar donde esté un artefacto decorativo; al final, eso es lo que son todas, vendidas y esposas por igual: objetos.
Shaula estaba por cumplir diecisiete, seguía sin tener la edad para pertenecer, pero ya estaba cada vez más cerca de esa transacción.
Aunque no lo tuviera permitido, la princesa dentro de sí decidió que estaba perdiendo ese tiempo, el poco que le quedaba con la autonomía para decir que era ella la embajadora de Baham. Pronto, hasta ese título pasaría al poder de su marido.
Tal vez no podría asistir al consejo, pero otras cosas sí que podía hacer.
Recordó las palabras de su padre en aquella discusión, cuando hablaron de que Antares proponía y disponía, no jodía.
Tal vez Shaula tuviera que aprender más de Antares.
No había querido accionar de ninguna forma por prolongar el castigo de silencio hacia su padre, pero, ¿qué estaba ganando con ello? Nada, más que aislamiento.
Tendría que vencer incluso su propio orgullo para demostrar que estaba hecha del hierro que se necesita para sostener una corona.
—Padre —llamó ella al estar en su presencia.
—¿En qué puedo servirte, Shaula?
—Eso he venido a preguntar yo, padre. ¿En qué puedo servir al reino? Sé que has estado atareado hasta rebosar. Delega en mí tus responsabilidades, padre. Es el motivo de que esté aquí, ¿no?
—Pensé que estarías...
—No —cortó la princesa—. Yo he venido a ti, no al contrario. No estoy aquí para conversar tus asuntos de padre a hija, vine como la embajadora de Baham, y porque quiero que me des un trabajo a la altura.
—La embajadora de Baham no deja de ser mi hija, así que... Te daré lo que pides, pero te explicaré por qué es importante que lo hagas.
»¿Quieres ser de utilidad, Shaula Scorp? Sé útil. He oído de una fuente fiable que rogaste a mi mano por la oportunidad de tener una cita con Leo Circinus... Déjame terminar, Shaula —exclamó su padre al detectar el ademán de la princesa por interrumpir—, no creo que tus interludios sean tan imperativos como para que haga daño acumularlos, aguardar y emitirlos todos al final de mi explicación a modo de respuesta. ¿Quieres?
—Sí, majestad —accedió Shaula, intentando no sonar demasiado a regañadientes.
—Sí, pongo en duda la fidelidad con la que lord Circinus me ha transmitido la conversación de ambos, mas no la veracidad del hecho en sí. Es decir, que independientemente de cómo haya sucedido, te has puesto en deuda con el segundo hombre más poderoso del reino y debes cumplir a tu palabra como princesa de esta nación y actualmente única heredera disponible. ¿Entiendes el peso con el que cargas, Shaula? Si de alguna forma diste a entender a Lord Circinus que tendrías una cita con su hijo, ¿cómo es que sigues sin cumplir a dicho compromiso? ¿Quieres ayudar a esta casa, Shaula? Empieza por no dejarnos como mentirosos irresponsables. No hay brecha para quedar en malos términos con los pilares de la asamblea que decide nuestras leyes.
—¿Has terminado ya?
—Tienes la palabra, Shaula. Úsala.
—¿Como princesa debo aceptar que todos los lords de Ara me programen citas con sus hijos?
—Debes mostrar interés y respeto por todos los aliados de esta corona, incluidos sus familiares. ¿No querías provocar un cortejo de los Circinus hacia a ti? En dado caso, no debiste aceptar la cita. Eres brillante, Shaula, no desperdicies ese brillo solo en crear calor que queme por medio de tu temperamento. Usa esa brillantez en librarte de artimañas como estas.
—Es decir, que tú no vas a excusarme.
—No, no lo haré.
—Debo tener esa cita con Leo.
—Como te comprometiste.
—En ese caso, solo accedí a conocerme con dicho muchacho, no a mucho más. Puedo, por ejemplo, invitarlo a que me acompañe a cumplir con algún compromiso público, dedicarle algunos comentarios, un par de preguntas sin importancia y obsequiarle un par de respuestas amables. Con eso estaría salvada de mi deuda, ¿no es así?
—Lo estarías. Nada te obliga a darle a los hijos de lord Circinus más de una generosa oportunidad. Y ya que quieres ser útil y estás necesitada de un evento público, creo que tengo uno idóneo para ti.
—Otro baile no, te lo imploro.
—Nada de bailes. Quiero que me representes en las ceremonias de cobro de impuestos de este ciclo lunar.
Los ojos de Shaula brillaron ante la mención de su padre. Aquellos eventos eran responsabilidad de Antares, una actividad masculina para la que se requería cierta maestría en matemática, cumplir con varios protocolos y, lo más importante, exponerse ante la población. Lo cual, en muy leve medida, siempre significaría un peligro para una cabeza con el precio de las suyas. Era la excusa que ponían para el anonimato de Sargas, el motivo por el que mandaban a Antares a dar la cara por la corona, alegando que valía menos.
—Los pagos de impuestos sostienen los inmensurables gastos de nuestra monarquía —explicó el rey ante el silencio de Shaula—. Y dirás, que es válido, que no necesitamos dinero. Que gozamos de comodidades y lujos suficientes como para vivir en paz el resto de nuestros días sin trabajar ni una sola hora más. Y, sin embargo, debes entender que este castillo no se sostiene por sí solo, y que sin los impuestos, no hay con qué mantener los soldados que defienden nuestros muros y fronteras. Entonces, no nos vendría mal que se cumpliera a cabalidad el pago de impuestos, y que preferiblemente se haga con dadivosidad y los disturbios al mínimo. Un modo agradable que se me ocurre para hacer de este evento una celebración más, es involucrarte en el. Antares en su ausencia ha dejado un vacío enorme por llenar en el pueblo. Áragog quiere ver a sus monarcas, Áragog necesita a su princesa. Ve, ve a cada región del reino y programa las ceremonias de cobro de impuestos como mejor te convenga. Pon a la corte a tu disposición, lleva la seguridad que necesites. Ve como Shaula Scorp, la princesa escorpión, la alianza que añora todo lord. Será la publicidad que necesitamos. Y tras los eslóganes, sé Shaula Nashira, la embajadora que escogió Baham.
Shaula no iba a sonreírle a su padre. Lo odiaba, se recordó. Pero qué bien le sonaba la idea.
~∆~
Orión. Su nombre era el del cazador del cielo, la constelación del guerrero cuyo arco señalaba el destino para los valientes. Para él, los bosques eran como una cuna. Se sentía mejor recibido entre las ramas y raíces que entre palcos y castillos.
No era algo que pudiera decirle a su padre, pues él creía que eran felices en la joyería. Y en gran parte lo era, organizando los anaqueles, clasificando los materiales, vistiendo los maniquíes, arreglando las cuentas en los distintos folios y cuidando de dar la mejor atención a cada nuevo cliente sin permitir que se robaran nada por un descuido suyo.
Sí, era feliz en la joyería, era su vida. Y sería toda su vida en lo absoluto si Sargas no le hubiese mostrado lo que había más allá aquella primera vez que apareció ofreciéndole una amistad.
Solo que ahora sabían que eran más que amigos, y ese hecho hacía las cosas extrañas hasta rozar la incomodidad entre ellos.
Medio hermanos. Hijos del mismo padre, cómplices del secreto que sin duda llevó a la reina a la tumba.
Claro que Orión siempre lo había sospechado. Él era el mayor, y llevaba mucho tiempo viendo a la reina visitar a su padre encubierta. Con anterioridad había notado el parecido entre Sargas y él, que cada vez era más ínfimo por el nuevo estilo de vida que estaba llevando el heredero.
Los días de Sargas en las mazmorras lo tenían pálido, demacrado, ojeroso, ávido de adrenalina y más irritable que nunca.
Antes, la cacería para ellos —aunque sí que era un medio para agotar el estrés y las frustraciones— era principalmente el único sitio donde podían vivir su amistad con la libertad de ser ellos mismos.
Sargas sabía que el sueño de Orión era honrar su constelación y convertirse en un guerrero del que se escribieran pergaminos enteros de alabanzas. Orión sabía que Sargas solo quería poder mostrar su rostro y decir «yo seré rey» sin temor a recibir un coro de risas al respecto.
Así que Orión le daba a Sargas lo que nadie más: lo aceptaba tal cual era, y disfrutaba tanto de su compañía que siempre ansiaba volver a verlo apenas se separaban.
Y Sargas le pagaba a Orión enseñándole lo que él aprendía en el castillo. Duelos, tiro al blanco y cacería eran el pan diario de aquellas escapadas.
Pero desde que Sargas estaba viviendo entre escombros y sombras, ya no parecía ir al bosque por fines didácticos. Disfrutaba de herir, torturar y aniquilar sus presas, como si descargara contra ellas lo que el mundo le había hecho por el único crimen de nacer.
Sargas había pasado por demasiadas cosas, y las personas todavía se atrevían a murmurar en las calles acusándolo de maldito. Orión quería estrangularlos a todos, sin obviar ninguno. Ellos no conocían a Sargas ni de oídas.
Orión, sí.
Sabía que solo era un niño afectado por el miedo a que la verdad de su condición se haga pública y deba perder su corona, el propósito para el que creía haber nacido.
Un escorpión asustado de no tener acceso a su veneno para defenderse del peligro.
Alguien que perdió a su madre, y que desde ese día debe vivir con la incertidumbre y el terror de que su hermano jamás despierte del coma.
Y ahora vivía en los calabozos por su propio bien, para evitar atentados contra su vida.
Eso era demasiado para cualquier ser vivo, y Sargas lo afrontaba siendo tan solo un niño, y seguía de pie, esperando el siguiente golpe.
¿Cómo podía nadie decir que estaba maldito?
Ese día en el bosque comían juntos las ardillas que habían cazado, con el humo de la fogata todavía bailando entre ellos, cuando Sargas dijo:
—Deberías cortarte el cabello, Enif.
Sargas tenía esa nueva costumbre luego de la revelación. Prefería llamar a Orión por su apellido como para remarcar la distinción entre ambos. Que la sangre dijera lo que quisiera decir, ellos eran amigos, fue lo que escogieron; Orión un Enif y Sargas un Scorp. No había manera de cambiar eso.
Orión se tocó la coleta que llevaba en la nuca. Cabellos castaños con reflejos miel, más claro que los vellos de la barba. No le importaba lo intenso que pudiera ser Sargas al respecto, o la creatividad de sus burlas, a él le gustaba su aspecto de ese modo, como el de alguien que trabaja tierra, hierro y leña.
Sargas, aunque renegara del castillo, pensaba como un príncipe. Podía llevar el cabello grasiento todo el día, pero nunca con el largo de un vagabundo. Tampoco permitía que le creciera la barba. Orión jamás le había visto un solo vello. Tal vez necesitaba los nutrientes del sol para que eso fuera posible.
O tal vez no quería parecer un Enif.
—Me gusta cómo me veo —discutió el pueblerino arrancando con sus dientes tiras de carne de su pieza calcinada.
—Es decir, igual que la ardilla que nos acabamos de tragar.
—Era una ardilla bonita.
Sargas dejó que su ausencia de comentarios opinara por él con respecto al chiste.
Soltó su pieza de ardilla, pues no tenía apetito, la caza lo había dejado más que satisfecho. Se volvió hacia la roca donde había dejado su capa amontonada, y sacó de ella un artefacto largo que deslumbró en aquel páramo, reflejando en su superficie de acero la luz blanca que se colaba entre la copa de los árboles.
Era como si su metal se estuviera bebiendo el sol, y como si este mismo le hiciera aumentar su tamaño, pues era la espada más pura, inmensa y perfecta que los ojos de Orión hubiesen visto jamás.
—¿Y esa monstruosidad? —preguntó el mundano cazador de barba y pelo largo.
—Tuya, ahora.
Una risa ronca salió de Orión mientras limpiaba la grasa de su boca con la manga de su camisa de cacería.
—Ese chiste sí que es bueno, imbécil. ¿Has estado practicando? Porque temo avisarte que sigues sin ganarle a los míos.
—Nadie se ríe de los tuyos —discutió Sargas con los ojos entornados. Mirando así, el castaño de sus iris se ensombrecía hasta casi parecer tan negro como sus ropajes.
—Tú te ríes, no lo niegues.
—¿Tengo cara de que me he reído de algo alguna vez?
—Ay, por el culo de Canis —vociferó Orión entre una risa tosca e interrumpida, como si le hiciera gracia su propio chiste y lo recordara paulatinamente—. Te reíste de mi chiste de los dragones borrachos, Sargas, lo sabes.
El heredero contuvo algo entre sus delgadas mejillas, un impulso, lo más cercano a una sonrisa que había tenido en todo el día.
—Es que fue muy malo.
—Pero te reíste.
—Por compasión —zanjó el príncipe.
—Pero te reíste.
—Al Canis contigo —exclamó Sargas y le extendió la espada—. Tómala, es tuya.
—Si esto es una broma...
—¿Tengo cara de bufón? Ni que me estuvieras pagando, Enif, toma la condenada espada y dale tu maldito cariño, que ahora es tuya.
Las manos grasientas del cazador hicieron contacto con el acero de la espada como los dedos de un músico que hacen contacto por primera vez con las cuerdas de un instrumento. Demostraba una tierna curiosidad en su manera de acariciar el metal, pero iba más allá en el modo casi empalagoso en que sus ojos admiraban el arma.
Una vida jugando con palos y piedras, y de pronto tenía entre sus manos una joya de la herrería por la que el caballero más destacado vendería su armadura.
—¿Le puedo poner nombre? —preguntó Orión.
—No.
Orión levantó la mirada con toda la odiosidad que llevaba en su alma exhumando por sus ojos.
—¿Te pica el ano hoy, Scorp? —inquirió Orión.
—No le puedes poner nombre porque ya tiene, imbécil. Le pedí a un astrólogo que la nombrara. Creo que así tiene más peso. Si su nombre lo deciden las estrellas, deja de ser algo inanimado... —Se encogió de hombros—. O yo qué sé, al menos así pensé que podrías verlo tú, que eres un sentimental.
—Sí, sí, como digas. ¿Y cómo se llama? —preguntó acariciando la espada.
—Cassio.
—¿Derivado de...?
—De Bellatrix, ¿no es obvio? —ironizó el heredero con expresión obstinada—. De Casiopeia, idiota. ¿Has tocado un libro alguna vez en tu vida?
—No, pero... Ayer canjeé unas joyas por el cuarto tomo de una novela gráfica que...
—No me interesa, esos dibujitos con letras no cuenta como leer. Debes culturizarte. Por el bien de mi paciencia.
—Lo consideraría. Si me importara tu paciencia —bromeó Orión y terminó riendo de su propio chiste—. Entonces... Cassio. Vaya, Scorp. Luego dices que yo soy el sentimental, me estás regalando la espada del siglo. No he visto algo así en todo el comercio de Ara, ni entre los mejores guardias.
—Es que no hay algo así, y el comercio en el que te basas es el de la casta más basta...
—Tu madre compraba en mi calle, ¿de qué hablas?
—A mi madre no le importaban tus joyas, imbécil. Y no podemos basar el buen gusto de la alta sociedad en las malas decisiones que mi madre frecuentaba tomar.
—Se me olvida que tú le compras tus joyas a las hadas del jardín de tu castillo —comentó Orión sardónico.
—Yo no compro nada, cada pieza que se me entrega es confeccionada única y exclusivamente para mí. Todo lo que tengo es irrepetible, como esta espada. Que ahora es tuya.
—Obviando tu derroche de humildad... ¿Por qué sirios me das una espada?
—Porque la necesitas. Y porque te necesitamos.
—Ah.
Ya que Orión estaba acostumbrado a no entender mucho de las epopeyas de información clasificada que soltaba el heredero de vez en cuando, decidió proceder metiéndose un nuevo pedazo de ardilla a la boca.
—Hubo otro ataque cercano al castillo estos días —explicó Sargas—. Los sirios han dejado de ser cuentos de niños para nosotros, Orión. Sabemos que existen. Y son peor de lo que cuentan las historias. Hombres que venden su alma al dios Canis y a cambio roban poder de las estrellas, convirtiendo su piel en la de monstruos grises de huesos amorfos...
Sargas exhaló y, para cuando retomó su charla, estaba casi sonriendo, como si degustara con emoción sus palabras.
—Que los sirios dejen de ser un mito lo hace mejor. Porque son reales, Orión, y una vez fueron humanos. Y lo que es real y humano se puede destruir. Así que estamos reclutando nuevas patrullas de fuera de la guardia real, civiles que quieran servir al reino y ayuden a proteger las calles del peligro de estas criaturas.
—Y quieres que me una.
—Es tu oportunidad. Puedes practicar en esas patrullas y así algún día tendrías la experiencia suficiente para presentarte a las pruebas de la guardia real.
—Pero, Sargas, maldito imbécil, jamás podría blandir esta espada. Ni con mis brazos, que parecen tres tuyos, ni con todo el ejercicio del mundo tendré algún día la musculatura para hacer con Cassio lo que podría hacer con una espada más ligera.
—Podrías blandir esa espada como si fuera una maravillosa pluma con filo ineludible si tan solo usaras tu cosmo.
—¡¿Si usara mi qué carajo?!
Sargas asintió, como si comprendiera todo.
—No sabes lo que es un cosmo —suspiró fingiendo agotamiento—. ¿Ni las historias infantiles has escuchado?
—Ya dejamos claro que no leo mucho.
Sargas golpeó su cara contra la palma de su mano.
—No tengo tiempo ni ánimos de intentar hacerte entender en tu cabeza de cavernícola la teoría de nada. Así que simplemente te mostraré.
Sargas comenzó a arremangarse su traje hasta dejar a la vista su piel enferma por la falta de sol. Agarró una roca promedio, la encerró entre sus dedos y miró a Orión a los ojos.
—Yo soy Sargas, nombrado por una estrella de la constelación de Scorpius. Así que no importa qué diga la sangre, las estrellas hablaron primero. Soy un escorpión, y este es mi cosmo.
La mano de Sargas que sostenía la roca comenzó a refulgir con un brillo escarchado de un tono verdoso, creando un humo más vivo y letal que el que emitía la fogata. Siguió así bajo el escrutinio anonadado de Orión, hasta que la piedra se consumió e hizo charco, como si hubiese sido sometida al peor de los venenos.
—¿Qué sirios acabo de ver?
—Muy poco —contestó Sargas—. Tú harás cosas mejores, Enif, solo tenemos que descubrir qué, y cómo.
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Nota de autor:
En términos de palabras, no tengo palabras. Cuéntenme ustedes
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