12: Serpiente alada
El nombre de la princesa escorpión fue aclamado desde Ara hasta Baham. Toda mirada sucumbía ante su belleza, y toda voz era alzada para profesar alabanzas al respecto.
Su tierra la recibió con el júbilo de un pueblo que aclama a su salvadora. Aunque su presencia había sido anunciada como un castigo, nadie lo aceptó como tal. No podían haberlo hecho, porque en las semanas que la princesa estuvo de camino a Baham, los frutos extintos florecieron, el agua llovió de las nubes resecas, y el sol se alzó todavía más alto para atestiguar la llegada de su descendiente.
Con la nueva posición del sol, la presión que parecía encorvar la población del desierto empezaba a atenuarse, respirar había perdido la pesadez que una vez cargó como una maldición, y las caminatas, incluso las más lejanas y empinadas, se han vuelto más sencillas.
La princesa era trasladada por el ardiente desierto de Áragog en el palco levantado por las vendidas de su abuelo, mientras en cada tramo vitoreaban su nombre.
El enorme sol naranja resplandecía sobre su piel de otoño, y sus ojos se impinían como una maldición ante quien se atrevía a mirarlos. Muchos, al verla después de casi dos años, pensaron que su cuerpo era solamente comparable con los mitos de las primeras constelaciones.
No podían ver a Shaula Scorp Nashira y no sentirse en presencia de la reencarnación de Athara.
Las pirámides la recibieron como a una amiga pródiga, cuyo afecto no había sido oxidado ni por el tiempo ni la distancia.
Su velo y cubrebocas estaba hecho de una tela más gruesa de la que solía usar en Ara. Su tiempo en la capital la había ablandado, su piel sensibilizándose como nunca había sucedido durante los años que vivió rodeada de sus soles. La arena dorada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y en su roce con la piel se sentía como cenizas.
Shaula se fijó en los médanos, que se ondulaban como enormes olas en el eterno mar de arena, interrumpidos por los palacios de los altos mandos que parecían alzarse a la altura del gran astro.
Su abuelo, Jalas'tar Nashira, envió a más vendidas a recibirla. Tenía compromisos hasta muy entrada la tarde, y por el momento solo tenía instrucciones para ella, además de un paquete que al parecer había llegado a Baham poco antes de su presencia.
—¿De qué se trata? —preguntó Shaula a una de las vendidas.
—No estoy segura, alteza. Pero revisaré de inmediato.
El resto de ellas organizaba el equipaje de la princesa y se aseguraban de que tuviera comida e hidratación a la mano.
Shaula no tenía ánimos ni de dar órdenes. Había viajado a Baham por sugerencia de su abuelo en medio de una criptica correspondencia, pero en última instancia había acabado manipulando a su padre para que creyera que la estaba castigando al enviarla de vuelta al desierto. A esas alturas, ni ella misma entendía qué hacía ahí.
Al final, todo parece un castigo cuando tu corazón late a miles de millas de tu pecho.
El lugar le parecía ajeno, a pesar de criarse en él. De hecho, en esa misma fortaleza había nacido.
Por lo poco que sabía Shaula, su madre había estado al borde de perderla. De no ser por la intervención de un astrólogo que supo cómo revertir la fiebre que la atacó.
Shaula se asomó entre las columnas del balcón. El sol naranja era tan distinto de la caricia del blanco, que su fuego abrasador conjuraba sombras largas y distorsionadas sobre la arena.
Nada le impresionaba ya. Una parte de ella se había adherido a la arquitectura áraga, a la vestimenta pesada, a no ver piernas ni abdominales, y a las faldas amplias que se arrastran por sus bailes tradicionales, de movimientos tan distintos a los bahamitas.
Si se atreviera a ser honesta, tal vez Shaula diría que no extrañaba ni el castillo ni a la corte de Ara; solo a una mujer, que ni siquiera era oriunda de la capital: una pescadora con aroma a melocotón.
Sus pensamientos, como la arena sobre las dunas de Baham, se amontonaron en su mente.
Había escalado un balcón no mucho tiempo atrás, para robar los besos de la mujer que entonces estaría en el lecho del peor hombre que había pisado el plano terrenal.
Lord Maldito Volant.
Shaula ardía en su odio por él. Aferrada a su promesa, se recordaba ese nombre a diario, se sofocaba por el humo residual de los sentimientos que aquel monstruo extinguió. Sus manos se asieron con tanta fuerza a la balaustrada del balcón, que sintió sus dedos capaces de romper el yeso como los huesos de su quijada estaban por fracturarse entre sí.
—Alteza.
Shaula volteó, sus manos abandonando la balaustrada; en el acto, gotas de sudor ardientes resbalaron. Hervían tanto ante el calor, que al impactar contra el suelo erosionaron la piedra, dejando pequeños hoyos en donde el sudor de la princesa había impactado.
—¿Sí?
La vendida tenía algo entre sus manos, pero sus ojos estaban consumidos por la imagen de la princesa, en su rostro una expresión casi preocupada.
—Princesa... Está brillando.
Shaula exhaló con agotamiento. Quitó su velo y lo usó para secarse la frente y el cuello.
—Sí, necesito un baño. El sudor me tiene brillosa... ¿Cuál es tu nombre?
La vendida abrió la boca para agregar algo más, palabras que no tenían intención de aclarar la duda de su soberana. Pero parpadeó, convenciéndose de que solo había visto un espejismo, y de que el humo que parecía manar la princesa era algo lógico dado el cambio de clima tan brusco que experimentaba.
—¿No tienes un nombre? —insistió Shaula.
—Soy vendida seis, alteza.
—No, yo me refiero a... —Shaula suspiró. Realmente le cansaba incluso debatir algo tan sencillo. Estaba perdiendo el impulso que mueve los engranajes de toda vida—. ¿Cuál era tu nombre antes? ¿El que te dieron las estrellas?
—Su abuelo, alteza, exige que se nos conozca por nuestros números para que él sepa en todo momento a cuál de nosotras se refieren al mencionarnos.
—Entonces eres seis —asintió Shaula sin ninguna emoción. Parecía a punto de quedarse dormida—. Trataré de recordarlo.
—Cuando lo olvide, puedo repetírselo sin problemas.
Shaula le sonrió. Un gesto inexperto por la falta de práctica.
—Y, ¿qué tienes entre manos, Seis?
La vendida le extendió el artefacto.
Shaula sintió el peso en sus manos. A primera vista, parecía sostener una especie de reliquia moldeada en oro puro, trabajada con detalles mínimos y minuciosos que representaban las escamas de la piel de una serpiente. Y entonces cayó en cuenta de que se trataba de brazaletes.
Enroscó el cuerpo de las serpientes en ambos brazos, las alas filosas arropando sus antebrazos.
—La serpiente alada... —dijo una nueva vendida, evidentemente mayor, que cargaba la bandeja de comida—. ¿No la matará su padre por llevar un símbolo de rebelión?
Shaula sonrió, genuinamente. Primero por la confianza con la que la mujer le lanzaba semejante imprudencia. Segundo, porque esa idea de su padre enojándose por el símbolo en sus manos le sabía mejor que el agua luego de las semanas de camino.
—La serpiente alada es la forma de la constelación de Baham —discutió Shaula con inocencia—. Así que no sé de qué rebelión me hablas.
—Es la forma de la constelación, sí, según un mito hereje que niega la existencia de Ara como dios supremo.
—No lo niega —discutió Shaula. Si algo recordaba de su madre, era que le repetía el mito en sus primeros años antes de dormir. Se lo sabía de memoria—. Solo plantea la idea de que no es invencible, y de que su existencia no evita que una nueva constelación se levante por encima del altar del cielo.
—Casi nada —comentó la vendida frunciendo el gesto y dejando la bandeja en la mesita—. Pero quién soy yo para juzgar su gusto en collares. Las sogas son la nueva moda, al parecer.
—Tres —la regañó la vendida número seis, en voz tan baja como la posición de su rostro—. Tenga, princesa. Esto venía con los brazaletes.
Una carta.
—Gracias —Shaula escondió la misiva entre sus manos y detrás de su espalda—. Ya pueden retirarse. Les avisaré cuando sean necesarias.
Ambas hicieron ademán de retirarse, justo cuando Shaula dijo:
—De hecho. ¿Cuáles son sus responsabilidades para el resto del día?
—Limpieza —dijo la vendida número tres.
—Estar atenta a sus necesidades —añadió la seis.
—Ni la fortaleza necesita más limpieza, ni yo más cuidados. Tómense el día, y si mi abuelo pregunta, inventen que les mandé a hacer algún recado a la frontera o lo que se les ocurra.
Ambas vendidas intercambiaron miradas que reprimían sonrisas, y ninguna de las dos discutió la oportunidad. No eran tan reacias a los privilegios como las vendidas de Ara. Shaula empezaba a notar un contraste evidente en sus personalidades, partiendo por el hecho de que en Baham parecían tener algo parecido, aunque sepultado bajo toneladas de restricciones.
Shaula se acostó en la hamaca de la antecámara, y destrozó el sobre de la carta para descubrir su mensaje.
No me condenes de ilusa por lo que voy a decirte. ¿Recuerdas que estuve leyendo las escrituras? He hecho más que eso. He estado estudiando tus mitos. A ellos, y a ti. Tu tierra aguarda la llegada de una guerrera a la que los sirios teman, y que haga encogerse las estrellas. Una guerrera que será reconocida por el símbolo de la serpiente alada. Cada año en tu cumpleaños, los Ojos de Baham reaparecen. Grandes soles de fuego a los que tú, mi demonio, sobreviviste al nacer. Me pareció un lindo detalle que mis votos sean mi fe en ti, y en que, no tengo idea de cómo, harás en la tierra lo que Baham hizo en los cielos.
~Tu Isa.
Inmediatamente, Shaula empezó a escribirle una carta de vuelta.
Nota: Qué suerte tiene Isamar para que Shaula la notara y la besara, porque TREMENDA DIOSA, MI MUJER.
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