11: Enif

Orión había tenido unos primeros días duros. Y algunos mejores que otros donde se destacaba tanto que había levantado la envidia de todo el cuartel.

Nadie se explicaba cómo tenía tanta resistencia luego de haber sido apaleado a golpes con tan pocos días de diferencia.

No dejaba de ser el bufón, pero el odio de los demás aprendices lo llevaba como una medalla. Ya no lo enfrentaban tan directamente, ni intentaban robar sus raciones de comida, pero siempre que estuvieran en grupo se las arreglaban para cantarle una canción sobre testículos y maquillaje.

Luego de aquella vigilia en la hamaca, sometido al brillo de su constelación, su piel había empezado a regenerarse. Fue como si el cielo lloviera escarcha sobre su piel, y esa escarcha se volviera líquido al contacto. Ese líquido lo absorbieron sus poros, y su sangre se llenó del contenido calórico del firmamento.

Al principio sucedió de forma tan imperceptible que se convenció de que lo estaba imaginando, o que era un proceso natural. Hasta que aquellas heridas, las más alarmantes incluso, como aquel cárter recién suturado en su mejilla, se borraron sin dejar ni la sombra de una cicatriz.

Desde entonces, no pasaba una noche en la vida de Orión Enif en que no se arrodillara a rezarle al cielo. No pedía nada, ni un gramo de comida, ni un sorbo de agua; solo agradecía, porque una parte del reino cósmico lo estimó merecedor de su milagro.

Sargas le había hablado muy por encima de la cosmología. Le mostró cómo sus manos invocaban un veneno escarchado que derretía incluso la piedra.

Él jamás pudo hacer nada similar, aunque Sargas insistía en que debía seguir intentando. El escorpión se declaraba capaz de meter las manos en lava ardiendo si al final resultaba que su medio hermano no había sido escogido por el reino cósmico para recibir una lasca de su poder.

Pasó noches eternas dialogando en vano con la constelación del cazador, la que le dio el nombre de Orión. Jamás se le hubiera ocurrido que tal vez no fue el cazador quien le escogiera, sino esa pequeña estrella en medio de Pagaso que le dio su apellido.

Enif.

Si resultaba ser cierto, si Enif era la portadora de su cosmo, entonces Orión había perdido demasiado tiempo intentando forjar una conexión imposible, tiempo que ahora debía recuperar intentando entender qué cualidades le había dejado Pegaso.

Por ahora, solo podía atribuirle la cicatrización milagrosa.

Después de que el cielo tomara en cuenta su existencia, a Orión no le podían importar menos los demás aprendices. Sus días eran digeribles mientras no viera a Legoztah Aldebarán pasearse con Cassio al cinto, acariciando su vaina como si fuese parte de su cuerpo, suya y solo suya.

Lo había escuchado hablando con otros soldados, o lores que iban a supervisar los entrenamientos. Decía que la espada era suya, que la había ganado en un torneo de duelos en Antlia, que se la ganó a un pirata que la traía desde un reino lejano, que se la obsequió un descendiente del linaje de Canis en su paseo por la humanidad, hace milenios.

Lo cierto era que, sin importar cuánto alardeara, la espada solo le serviría para eso. Era demasiado pesada para blandirla, con demasiados ornamentos para ser útil; impráctica, obsoleta.

El gran Legoztah no sabía bregar con la imponencia de Cassio.

Orión lo odiaba mucho más por eso mismo: condenaba el arma a la labor de un mero pendiente.

Una noche, cuando Orión estaba dispuesto a ir en busca de la ración de su cena, el teniente Aldebarán entró en su cuartel.

Su armadura relucía, y la espada colgaba de su cintura. El aprendiz la reconoció al instante: la misma espada que había sido suya, y que antes había pertenecido a su medio hermano y futuro rey de Áragog. Ahora, el teniente la blandía con impunidad, como si fuera suya por derecho.

La mayoría de sus heridas se habían borrado de su piel con la lentitud con que una uña crece, pero en ese momento el dolor de las que persistían, las recientes, fueron resucitando lentamente.

Cerró los ojos, tratando de ignorar la sensación de que su carne cercenada estaba siendo arrastrada hacia la espada.

El teniente se acercó, su mirada fría y despiadada.

—He oído hablar de ti, Enif —dijo con desprecio—. Dicen que destacas por encima de los demás aprendices.

—Me honra, señor. Creo que se exageran mis habilidades, señor.

—¿Eso crees? No parecías tan humilde cuando llegaste aquí.

Orión se mordió la lengua para no decir lo primero que picaba en esta.

El teniente desenvainó la espada, y el filo brilló reflejando la luz de las estrellas.

—Dicen que estás pensando en denunciarme con mi capitán.

El terror golpeó a Orión como un relámpago.

Y entonces un destello de luz arrasó con la noche.

El cielo tronó como si las alas de la constelación de Pegaso hubiesen cobrado vida y se batieran con ímpetu. Todo el suelo tembló, y las nubes se retorcieron abriendo paso a unos pequeños puntos brillantes que prevalecían por encima de la pequeña llovizna que empezó a derramarse sobre las ruinas.

La naturaleza sentía lo que se cocía en las intenciones del teniente.

Y como si el resto del pelotón lo supiera también, como si el campamento entero supiera lo que estaba por suceder, todos empezaron a aglomerarse fuera de las carpas sin temerle a la lluvia.

—Señor —balbuceó Orión, su voz permanentemente herida por las torturas pasadas—. Yo no hablo con nadie, señor, jamás podrían haberme escuchado decir nada semejante.

—Eso también escuché, recluta. Dicen que te crees demasiado para hablar con nadie.

—No, señor, yo...

Orión calló. Sabía que, sin importar lo que dijera, a cada palabra suya le extirparían una razón para condenarle.

—Me han informado de un incidente reciente, recluta. Dicen que atacaste a traición a dos del séptimo cuartel.

Nuevamente, Orión optó por el silencio. Recordó el Estatuto Oro, ese que dictaba que debía obedecer a todo sin cuestionar. El mismo por el que todos los soldados lo habían golpeado hasta hacerle perder el conocimiento.

Así que cruzó los brazos detrás de su espalda, y aceptó la injusticia mirando a los ojos al teniente.

—¿No lo niegas?

—Al contrario. Pero imagino que, si mi declaración importara de algo, no estaría todo el campamento afuera aguardando para espectar mi castigo.

—Debiste presentarte como bufón, recluta. Habrías valido más bajo los pies de reyes. Aquí nunca serás más que la basura de mis zapatos. Es bueno que lo asumas de una vez.

Orión asintió, firme, como si estuviera recibiendo una orden.

Y eso molestó más al teniente, al que el cielo se le escurría por la expresión de hierro.

Y sin embargo, se disfrazó con el equivalente a una sonrisa en su rostro. Las gotas de lluvia escurriendo por su barbilla.

—Todo lo contrario, recluta. Tu defensa nos importa tanto que hemos decidido darte una oportunidad de redimirte. Si vences, tu castigo será anulado y la espada regresada a tus delicadas manos llenas de esmalte.

Orión tragó en seco, sus manos asiéndose con mucha más fuerza detrás de su espalda.

—Como sabemos que robaste la espada, te daremos la oportunidad de ganártela. Si Ara considera que eres merecedor de esta, la alcanzarás. De lo contrario... es probable que mueras en el intento.

El teniente comenzó a caminar, la procesión de soldados y reclutas siguiéndolo en un religioso silencio.

Orión se les unió por sentido común.

Llegaron al pie del acantilado. Antaño había sido una represa, de la que ahora solo quedaba una amalgama de piedras desgastadas y concreto quebrado, alzándose como un gigante con vértebras indestructibles que desafiaban el cielo y la fuerza de Ara a la que algunos llamaban gravedad.

—Una montaña impenetrable —dijo el teniente—. Ruinas de una represa que ha sido testigo de innumerables tormentas.

Orión sabía que no estaba ahí para admirar la arquitectura antigua formada por desastres naturales, ni para recibir una lección de historia sobre las ruinas de Zatah.

—Supongo que soportará una tormenta más, ¿no te parece?

El aprendiz tragó como pudo.

—En la cima está clavada la espada de uno de nuestros mejores soldados. Si la alcanzas, te devolveré la tuya. Sencillo, ¿no te parece? —El teniente Aldebarán forzó una sonrisa—. Claro que él usaba un equipo especial para la escalada, y subió el acantilado cuando estaba totalmente seco, pero... Si tu inocencia es real, que Ara te ayude a llegar a la cima.

—¿Y si no lo consigo?

—Ruega al altar del cielo que sea pronto, porque una caída desde tan alto... —El teniente silvó—. Que Ara te acompañe, recluta.

Para ese momento la lluvia caía sin piedad, formando un velo de agua que difuminaba las ruinas de la antigua represa.

Orión miró al cielo, sus ojos resintiendo la caída de las gotas frenéticas. En medio de las esperas nubes, todavía refulgía la constelación de Pegaso, aunque medio oculta. No tenía que verse completa, solo esa estrella que lo nombraba.

Y ahí estaba Enif, titilando aunque con debilidad.

Para entonces, Orión se aferró al pensamiento de que el poder era recíproco. Si él confiaba en sí mismo y en su estrella, tal vez esta cobrara la intensidad necesaria para darle a sus huesos la fuerza para la escalada, y a sus dedos la adherencia requerida para sobrevivir a la humedad.

«Bendíceme si puedes. Y si no puedes, igualmente confío en ti».

Era el pensamiento que resonaba en su mente, una y otra ves, mientras sus dedos se aferraban a las resbaladizas superficies.

El viento aullaba como un lobo hambriento mientras el joven Orión forzaba sus músculos para ascender en el acantilado.

Algunos pasillos eran sencillos, como un camino salpicado de columnas medio destruidas y delimitado hacia la cima. Pero otros tramos eran imposibles de avanzar a pie. Debía saltar entre una repisa y otra, afincar su pie en un escalón encharcado, y sus manos en el saliente recoso más próximo.

Las piedras, erosionadas por siglos de lluvia y salitre, se desmoronaban bajo sus botas. Cada paso era una lucha contra la gravedad, y el vacío que rugía debajo de él, esperando con ansias su caída.

Pero ascendía.

Su determinación estaba hecha del material de Cassio, y aunque el cielo parecía ignorarle más que para vaciar su tempestad sobre él, Orión no desistía. Sus músculos tensándose, su fe en las estrellas llenándose de grietas.

La lluvia arreciaba, y el joven recluta luchaba por mantener el equilibrio. Sus dedos, entumecidos y doloridos, se aferraban a las piedras resbaladizas. El pelotón observaba desde abajo, algunos burlándose, otros en silencio, temerosos por su destino.

Ellos lo sabían. Un pensamiento colectivo que todos callaban por temor a declararse mediocres: el recluta que escalaba no estaba hecho del mismo material de aquellos que lo miraban ascender. 

Cada aliento de Orión era un desafío al vértigo que amenazaba con arrastrarlo al vacío, luchando por encontrar un punto de apoyo seguro. El olor a humedad y musgo impregnaba el aire, mezclándose con el sudor que empapaba su ropa.

Desde abajo, algunos imbéciles profesaban entre gritos y abucheos sus apuestas. Juraban que no llegaría ni a la mitad.

Y solo algunos, tímidos y rezagados, murmuraban palabras de aliento que solo el cielo, encapotado y oscuro, parecía escuchar en complicidad.

La tormenta arreció, el viento cobrando fuerza mientras las nubes parpadeaban con una luz intensa.

Pero Orión no se detenía, cada paso un riesgo calculado. Cada resbalón, una amenaza mortal.

—¡Enif! —Le gritó al cielo, el grito calentando su pecho hiperventilado— ¡ENIF!

La estrella apenas titiló, pero el cielo entero pareció tambalearse, sufriendo una especie de baja de energía instantáneamente seguida por un subidón que iluminó todas las estrellas por encima de la lluvia.

Orión, con sus dedos entumecidos, se aferraba a las piedras como si tuviera garras. El viento silbaba a su alrededor, como si quisiera arrastrarlo hacia el fracaso.

El campamento guardaba silencio, anonadado por la tenacidad del recluta.

Era un ladrón, decían todos. Un altanero, arrogante e irrespetuoso. No se merecía la victoria. Pero Ara parecía bendecirlo.

La espada lo esperaba allí, su hoja centelleando con un fulgor sobrenatural como un presagio. Pero el último tramo era el más peligroso: una cornisa estrecha, apenas lo suficiente para apoyar un pie. Y cuando la cima estaba al alcance de su mano, el aprendiz extendió los dedos hacia el pomo de la espada.

Pero todas las rocas se escurrían sobre él, y sus músculos temblaron de agotamiento.

Justo en ese último tramo, cuando la victoria parecía asegurada...

Sus dedos resbalaron, y el vacío arrastró sus pies.

El mundo se movió con lentitud a medida que caía, su cuerpo arrastrado a un abismo de muerte segura.

De espaldas al suelo, sus ojos miraron al cielo. Y su constelación brillaba, cada punto de calor ardiendo claramente por encima del velo de lluvia.

Una bocanada de aire desesperada lo hizo beberse las estrellas, y el brillo que antes cegaba en el cielo entonces se apagó. Porque ahora todo estaba concentrado en su piel, refulgiendo como si él fuera la estrella.

Un grito involuntario nació de él, rasgando su garganta sin piedad mientras que el poder le abría la espalda. Fue como tener las garras de una criatura hecha de calor robando la piel entre sus homoplatos para poder salir.

Las heridas estallaron, la sangre cayendo junto con la lluvia.

Y entonces el poder de Enif fue liberado. Escarcha de estrellas fluyó por las heridas gemelas de sus homoplatos y rápidamente tomó la forma de las alas que representan a Pegaso en el cielo.

El plumaje se fue materializando a raíz de la luz, y debajo todos lo vieron. Era como un ángel blanquecino qué caía del cielo con un aura escarchada.

Las alas frenaron la caída como las velas de un barco resisten hasta la peor de las mareas. Pero era el cosmo en su autonomía el que salvaba la vida del recluta, porque este, superado por el dolor de las heridas abiertas en su espalda, se había desvanecido de su consciencia.

El cosmo de Enif resistió la peor parte de la caída, hasta que ya no resultaba mortal. Entonces se desvaneció en el aire, y las alas se volvieron cenizas escarchadas que regresaron al cielo justo cuando el cuerpo inerte del aprendiz golpeaba el campamento.

Nota: Estoy enamorada de Orión en todas sus versiones. Estoy feliz de que al fin pudieran leer el momento en que su cosmo y él se volvieron uno y le salieron sus alitas ♡.♡

Comenten su opinión, por favor ♡

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