10: Pagaso
«Recuerda que mientras más traslúcido, más puro el diamante; no te dejes engañar por la extravagancia. Recuerda también que hasta el más oxidado metal puede venir cubierto de un baño de oro. No creas en la autenticidad de nada que no hayas visto forjarse, Orión. Por eso yo creo en ti, porque te conozco desde antes de la forja. Ve, y sé el caballero que el cielo destinó para este reino necesitado Tal vez tú nos salves de las serpientes que caen sin haber usado su veneno».
Orión despertó con las palabras de despedida de su padre todavía en la cabeza.
Al principio no entendía qué hacía, dónde estaba o por qué se encontraba en ese lugar.
Pero luego, a las palabras de su padre, empezaron a acompañarlas unos recuerdos amargos.
Orión estaba en las ruinas de Zatah, el terreno destinado para el confinamiento y adiestramiento para la guardia de Áragog.
Había vencido la primera prueba, manchando sus manos en un baño de sangre. Pero su consciencia seguía tranquila. Lo había hecho para sobrevivir.
No recordaba haber resultado herido, entonces... ¿Qué hacía en una enfermería?
El pelotón tenía una enfermería, sí. Carpas con camillas improvisadas al límite del campamento de los altos mandos.
Siempre había creído que el entrenamiento de la guardia sería un confinamiento salvaje, una zona boscosa donde aprenderían de supervivencia, asesinarían bestias, cazarían su comida, se batirían en duelos y ganarían los cien que quedaran en pie. Básicamente, lo que había estado haciendo la mitad de su vida, al menos la parte donde no era el hijo ejemplar que atendía la joyería y comerciaba con la nobleza.
Ya recordaba.
La paliza. Las burlas de los soldados mientras lo pateaban a la luz de un sol real, que quema más que solo iluminar.
Lo habían acusado de robarse a Cassio, la espada que Sargas le regaló.
Y luego estaba Legoztah Aldebarán, el hombre a su cargo que se había atribuido el derecho a llevar la espada, bajo el argumento de que Orión no la merecía por ladrón y por indisciplinado.
La carpa de enfermería estaba impregnada de un olor a yodo y sudor. Las antorchas de fuego blanco eran pocas, e iluminaban apenas lo justo, arrojando sombras danzantes sobre las paredes de lona.
El joven aprendiz yacía en una camilla, su pecho vendado y su brazo izquierdo envuelto en vendas manchadas de sangre. Las magulladuras de cada golpe, empujón, patada o pedrada, ardían en silencio. Hasta que Orión intentaba moverse, y entonces cada una de sus heridas gritaba.
—Está muy malherido, soldado —dijo una de las vendidas sin mirarle a la cara—. No se mueva o corre el riesgo de perder algunos puntos.
—¿Cuánto...? —Orión carraspeó, notaba la garganta seca y malherida. Y en su boca, una hinchazón ligada a una profunda rasgadura—. ¿Cuánto llevo aquí?
—Le permiten tenderse solo un día luego de ser castigado. Ya lleva toda una noche, y medio día del día en curso.
—Eso... ¿Qué quiere decir?
—Que si no puede ponerse en pie cuando la noche caiga, lo enviarán de vuelta a su casa.
Orión asintió, y tumbó la cabeza en la almohada fijándose en su entorno.
La idea de renunciar le resultaba tentadora y a la vez ridícula. Quería reencontrarse con su padre, volver a cazar con Sargas y alejarse de ese pelotón que ya le había decepcionado. No eran justos, ni siquiera mostraban un mínimo de honor. Solo corrupción.
Pero no podía irse. No mientras sir Aldebarán tuviera a Cassio.
Al principio se le hizo extraño ver mujeres en las ruinas, pero pronto comprendió, cuando tuvo la suficiente lucidez para retener algo de las conversaciones, que las enfermeras eran a su vez las vendidas del alto lord, del capitán, de los sargentos de cada pelotón y los soldados condecorados.
No podían casarse ni tener hijos, pero vaya que aprovechaban sus bonificaciones del ejército.
Todo eso dañaba la idea que Orión tenía de la guardia. Siempre había pensado en los soldados como hombres de honor, fieles a sus votos, incapaces de pensar en nada que no fuese el bienestar del reino, con la mente en el campo y su integridad intacta para que nadie dudara jamás de su palabra.
Con el pasar de las horas en la enfermería, Orión se prometió a sí mismo jamás comprar una vendida, ni pagar por una prostituta. Si un hombre quería la compañía de una mujer, no debía enlistarse. Era así de sencillo.
Con la puesta del sol, una de ellas aprovechó que la inflamación había bajado para suturar su boca. En medio de la golpiza casi le abrieron la mejilla a la mitad, partiendo de una profunda rasgadura en su labio. Y encima, su lengua se hubo hinchado al punto en que casi no podía articularla.
El aprendiz apretaba los dientes, sintiendo cómo el dolor se intensificaba con cada toque. Las vendidas murmuraban palabras de aliento, pero él apenas las escuchaba. Su mente estaba en otro lugar, en la espada que había perdido.
De un momento a otro, pensó en cómo estas mujeres tenían conocimientos tan delicados. ¿Les enseñaban eso en las casas de preparación, donde aprendían a hincharle la virilidad a sus amos?
Definitivamente, Orión no sabía nada sobre mujeres. Mucho menos sobre vendidas.
Cuando le dieron el último trago de analgésico y limpiaron la última herida para proceder al vendaje, ya era de noche. Entonces lo sacaron y pusieron junto a otros heridos ya atendidos. Estaban al aire libre, en una hamaca improvisada entre dos postes.
Y Enif brillaba. La estrella que daba nombre a su apellido, casi olvidada entre todas aquellas que formaban la constelación de Pegaso, ardía con intensidad, radiante como un inmenso sol en una constelación tan lejana.
Orión inspiró profundo, y cerró sus ojos. Algo en su pecho se calentó, y cada grieta en su cuerpo magullado empezó a avivarse en un calambre antinatural.
De alguna forma, sintió un nuevo corazón latir en su pecho. Y supo que estaría bien, aunque de momento no lo estaba.
Lo innegable fue esa certeza de que no renunciaría. No se iría de ese maldito pelotón, a menos que fuera en una urna.
~☆♡☆~
Esa mañana, le dolía todo. Lo habían escogido como el objetivo de descargue para todos los soldados y reclutas, así que la tarde pasada lo habían hecho cargar el agua entre entrenamientos.
Hicieron que repartiera vasos repletos a las docenas de pelotones, solo con pausas para ir a recargar el agua.
No era grato en lo absoluto.
Aunque le pesaba admitirlo incluso para sus adentros, extrañaba a Sargas.
Entrenar con su medio hermano era otra cosa. Cazar juntos, disfrutar del botín sin conspiraciones o pleitos por la cantidad que les correspondía, los chistes, las anécdotas, las enseñanzas... Empezaba a volverse una carencia en su día a día.
En su confinamiento ni siquiera tenía con quién hablar, pues él era el bufón de la guardia, y nadie quiere que lo vinculen con un blanco así.
Orión buscó en la caja donde compartía sus pertenencias con el otro recluta y aprovechó las horas libres para ir a lavar la ropa que había ensuciado.
Las ruinas tenían un pequeño riachuelo, cerca de los acantilados que forman los restos de lo que antes había sido la represa de Zatah.
El tiempo le había hecho muchas cosas a ese lugar asediado por tantas tragedias, e historias detrás de estas, salvo curarlo.
Había algo extraño en esas ruinas, una sensación similar a la que se tiene cuando una mirada se clava fijamente en tu nuca. Era como si el cielo los observara con fijeza, temeroso de que los mortales descubrieran los secretos que enterraron a sus pies.
Orión empezó a lavar sus camisas. Aunque solo fuera con agua, esperaba poder quitarle el exceso de sudor, al menos a las axilas, que eran lo primero en mancharse.
Pero pronto llegaron otros reclutas del séptimo cuartel, que claramente lo habían seguido, ostigados por la curiosidad.
—¿Qué haces, Joyitas?
—Lavo mi ropa —respondió él.
—¿Por qué lavas tu ropa?
—Porque está sucia.
—¿Y la nuestra no?
Orión tensó su mandíbula y sus nudillos se blanquearon alrededor de la tela.
—Estarán en el mismo estado, por lógica. Puedo lavarlas también, si quieren.
Lo decía muy en serio. Odiaba la humillación que suponía, pero prefería fingir que era su elección a sentirse obligado a ello. Además, así tendría algo en qué ocuparse.
Y era mejor así, para no tener que oler a sus compañeros hediondos a culo de sirio.
—¿Te ofreces a lavar nuestra ropa? —se aseguró uno de ellos.
—Si les parece bien, con gusto lo hago.
Orión estaba cuidando cada palabra. Desde lo que había sucedido con Aldebarán, hablaba como si las conversaciones fueran un campo minado, cuidando de no detonar ninguna sensibilidad en egos ajenos.
—¿Por qué te preocupan tanto los olores, Joyitas?
—Pues...
—Esa no es la pregunta —dijo otro del cuartel, un larguirucho cuyos brazos tenían el grueso de una ramita seca—. La pregunta es: ¿por qué trajiste una capa, por qué decoras tus botas? ¿No eres un hombre?
Orión frunció el ceño y dejó de restregar la camisa contra la piedra, alzando la vista hacia los demás.
—No estoy seguro de entender lo que sugieren.
—Pedías un closet —dijo uno muy rechoncho, pero grande. La gordura era fácilmente aprovechable como intimidación física—. ¿Era para tu maquillaje?
Orión arqueó una de sus gruesas cejas.
—No uso maquillaje.
—Pues, parece que...
—Esos productos dañan la piel si luego no te haces un lavado facial eficiente.
Todos guardaron silencio, mirando a Orión perplejos, como si acabara de decir que el rey de Áragog era en secreto una vendida, o una incoherencia semejante.
—¿Qué? —inquirió Orión.
Estaba perdido, incapaz de comprender en qué había fallado. ¡Si hasta se había ofrecido a ayudarles!
—A este le faltan un buen par —comentó el larguirucho.
—Sí, Mocos. Un buen par y el brazo del medio, también.
Esa insinuación sí que le había quedado clara, lo que no entendía era por qué se reían así de él. ¿A él le faltaba el par? Porque, según recordaba, era el único que había plantado cara a Legoztah Aldebarán. Los demás se quedaron detrás impávidos, aplaudiendo cual marionetas, riendo mientras tragaban grueso, temiendo ser los siguientes.
¿Cuál era, entonces, el par que le faltaban?
—Vamos a ver si tiene vagina —sugirió el rechoncho.
—Buena idea, Papa. Veamos si tiene, y cuando lo descubramos, le contamos a todo el barracón para que se lo cojan por turno.
—¿Quieren bajarme el pantalón, imbéciles? —Se burló Orión. Obstinado, tiró la camisa mojada contra la piedra; esta golpeó fuerte, salpicó y resbaló al agua como una babosa—. ¿A quién le falta el par, si son ustedes los obsesionados con verme la verga?
Los que estaban detrás de Mocos y Papa ahogaron una respiración, los otros dos intercambiaron una mirada maliciosa, alentados por la posibilidad de una confrontación que podían justificar.
—¿Qué sirios haces ahí parado? —alentó Orión, harto de estar esperando a que lo atacaran, queriendo sacarse de encima de una vez a esos bravucones. Si lo iban a lastimar, que lo hicieran de inmediato. Estaba cansado de temerle a todo, su sombra incluida.
El arrebato de Orión hizo al par agresivo dudar. Mocos y Papa intercambiaron una mirada, pero sabían que ya no se podían retractar. Era una cuestión más que de orgullo. Si retrocedían, los próximos bufones serían ellos.
—Acabemos con esto.
El rechoncho le lanzó un puñetazo a Orión.
Aunque Orión no era ligero sino de gruesos brazos y espalda ancha, no se le complicó esquivar el golpe. Se agachó y escurrió hasta subir a trote por las rocas del riachuelo.
Tomé la iniciativa y se lanzó sobre el larguirucho al que llamaban Mocos.
Un puñetazo en la cara para aturdirlo y acto seguido se asió a su cuello, apretando tan fuerte como para moverlo, arrastrarlo, y lanzarlo piedras abajo en dirección al agua.
Mientras Mocos rodaba, Orión sabía que el rechoncho Papa no lo dejaría tranquilo, así que fue de nuevo a su encuentro; no a golpear, porque en eso el otro tendría ventaja. Aprovechó la altura de las piedras en esa posición y se lanzó de cuerpo completo contra Papa, haciéndolo caer de espaldas contra las rocas, su cráneo golpeando con un horrible crujido.
Pero a Orión no le importó. Tenía que imponerse, afirmar su lugar, hallarse un hueco entre la jerarquía de aquellos rasos carentes de autoridad.
Así que, aunque el tal Papa estaba aturdido por la caída, y tal vez inconsciente, Orión le soltó un puñetazo en la mandíbula.
Ese era por el castigo de Aldebarán.
El siguiente fue a su tabique, y ese fue por el perfume quebrado.
Cuando le partió la sien en el siguiente golpe, se dijo que era por Cassio.
Los demás los dejó de contar, o de darle un significado. Siguió descargando puñetazos contra el rostro malherido del recluta. Con cada nuevo golpe, acertando un poco más a la credibilidad de su reputación.
Con esas dos golpizas debió haber bastado. Había sido un intento digno y válido: dos reclutas lo habían molestado, él los retó y venció limpiamente en el duelo implícito.
Habría salido muy lindo si la justicia significara algo en ese lugar, pero poco a poco, Orión se iba haciendo a la idea de que esa palabra no tenía implicaciones en su pelotón.
Los que lo habían emboscado eran seis, Orión solo uno.
De un momento a otro, los cuatro restantes cayeron sobre Enif, terminando la golpiza en nombre de los perdedores, arrojando a un Orión inconsciente al agua una vez terminaron con él.
Hasta ahí había llegado su intento de hacerse respetar.
~~~
Nota:
Este capítulo es el equivalente al prefacio, que les dije que subiría luego. Pero para no confundir (porque capaz algunos no lo lean si lo muevo al principio del libro 2) lo dejaré por aquí un tiempo y ya cuando el libro vaya a publicarse en físico lo arreglaré.
Cuéntenme sus opiniones. ¿Qué les parece el Orión joven y lo que ha tenido que vivir en su confinamiento?
Viene otro capítulo suyo, el más importante tal vez en toda su historia
♡
Para los que no han leído los demás libros y no entienden la importancia de Orión, no se desesperen. Orión es un personaje importantísimo en la saga, en este universo, y que es medio hermano de Sargas, por lo que tiene relevancia en la historia de los Scorp.
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