Daniel XVIII


—¿Y dónde se supone que vivía la Reina Iris cuando todo esto era un paraíso?—preguntó Clara.

—Justo allí, en la cima de esa montaña—indiqué, señalando hacia el macizo rocoso, cuyo escarpado pico, visiblemente más alto que el resto, estaba coronado de nieve ennegrecida.

Habían transcurrido unos cuantos días desde nuestra llegada a Tierra Mítica, y como la travesía la estábamos haciendo a pie, habíamos empleado casi todo ese tiempo caminando hacia la "Montaña Sagrada", hogar de Iris, morada de los ángeles y reservorio de la fuente del agua de la energía vital.

Después de hablar con la pequeña hada en el bosque y de la noticia de que mi madre aún estaba con vida, no dudé en ir a la montaña, pues estaba seguro de que ella estaba ahí. No solo porque aquel era su hogar sino porque era el sitio más seguro de toda Tierra Mítica.

La Montaña Sagrada era en un 90% dura roca salina, tan alta que parecía fundirse con el cielo mismo, poseía una entrada bien camuflada, que podía desaparecer ante la más mínima amenaza y estaba poblada de ángeles guerreros. En resumidas cuentas, era una autentica fortaleza.

Claro que mis amigos desconocían tal información, por eso no me extraño nada cuando Brian argumentó:

—Pero no entiendo aún ¿por qué nos dirigimos a ese lugar? Es decir, ¿qué te hace suponer que la Reina Iris se encuentra todavía en la montaña? Ese sitio habrá sido uno de los primeros puntos de ataque.

—Pronto lo averiguaremos—respondí sin entrar en mayores detalles, deteniéndome en seco, cuando la sombra de aquel monumental cantilena de piedra nos cubrió por entero.

Estábamos prácticamente al pie de la montaña sacra y temía que el mal aún estuviera acechando, oculto entre las sombras que la rodeaban. Habíamos tenido la ventura de no toparnos con ningún demonio hasta el momento, pero lo mejor era estar prevenidos.

Mientras empuñaba mi arma, fijé mis vigilantes ojos en la estructura rocosa y pude distinguir que su blancura original, aquella que le confería la sal celestial, se había perdido. La montaña estaba oscurecida, como todo el paisaje, y en la cercanía identifiqué que esto se debía a que la roca había sido fundida, como si se hubiera sometido a altas temperaturas. Aunque el espesor de la misma era más grueso que el basalto, tenía el mismo tinte gris—negruzco.

La pintoresca cabaña, había desaparecido totalmente, pero pude identificar algunos escombros y fragmentos— aquellos que no habían sido alcanzados completamente por las llamas— de los muebles y objetos que yacían en su interior, desperdigados por todo el lugar. Solo el portal mágico que permitía el inmediato acceso a la cima estaba íntegro, y reverberante de luminosidad.

Nos acercamos hacía el, sorteando las oscuras manchas cenagosas repartidas por el suelo.

—Tengan cuidado, puede ser alguna sustancia de origen demoníaco—advertí.

A medida que avanzábamos el aire se volvía más espeso. Como toda la atmósfera de la nueva Tierra Mítica, olía a humo y azufre y producía un mal sabor en la garganta. Por otro lado, los vapores nauseabundos que emanaban de aquellos charcos viscosos, también dificultaban nuestro respirar.

—No sé cómo alguien pueda permanecer aquí mucho tiempo sin intoxicarse—dijo el pelirrojo, mientras esquivaba uno de aquellos fosos.

En ese punto tenía razón. Pese a la seguridad de la Montaña Sagrada, si la contaminación se había extendido hasta la cúspide, dudaba de que alguna de las criaturas místicas permaneciera ahí todavía. Pero debía mantener la esperanza.

—Tal vez en la cima se siga respirando aire puro—dije con cierta dificultad, tragando saliva para humedecer la sequedad de mi garganta. Aunque más que saliva era humo y hollín lo que ingería.

En ese momento, noté que Brian perdía el equilibrio y caía en una de esas trampas cenagosas.

—¡Ayuda! Me desintegro—comenzó a gritar desesperado, chapoteando, al tiempo que intentaba levantarse.

Desde mi puesto, retrocedí acercándome a él ágilmente, y sin dudarlo tomé su mano, la cual estaba cubierta por aquella sustancia.

Clara se posicionó del lado opuesto y también ayudó a su novio a incorporarse.

—Hermano, tranquilo es solo fango—dije al comprobar que aquel charco donde había resbalado, solo contenía agua sucia y barro ceniciento.

—¿Estás seguro? Porque huele terrible. Podría ser icor demoníaco—cuestionó, aunque se notaba visiblemente más relajado.

—Cariño es fango—continuó tranquilizándolo su novia, mientras manipulaba de manera confiada aquel limo entre sus dúctiles dedos—. Recuerda que ha estado lloviendo en estos días.

—Vale...siento haber exagerado—admitió Brian avergonzado, quitándose el excedente de lodo de encima.

—Estamos acostumbrados—dije soltando una carcajada y ellos me imitaron—. Entraré primero al portal—comuniqué un momento después, señalando la iridiscente entrada mágica tallada en la roca—. En el caso de que no haya peligro, podrán entrar ustedes también.

—De eso nada señor—objetó Clara con necedad. Ya no había rastros de humor en sus delicadas facciones—. Entramos los tres o ninguno—añadió, cruzando sus enlodados brazos.

No podía creer la obstinación de esa mujer. Miré a mi amigo en busca de ayuda, pero aquel se encogió levemente de hombros y paseó sus ojos de manera evasiva, por el paisaje.

"Maldito subyugado"

—Bien, entraremos todos.

La sensación de ascenso a través del portal era una de las pocas cosas que se mantenían constantes en Tierra Mítica. Atravesarlo era como subir por un elevador, uno que te llevaba directo a las puertas del cielo.

No tardamos demasiado en llegar a la cima, ni en comprobar que la polución no era tan sentida en aquel sitio. Sin embargo, el hielo que coronaba la montaña estaba casi derretido, por efecto del fuego que, aunque en menor magnitud, había alcanzado la zona, provocando ciertos cambios.

Mi ánimo rodó nuevamente por el suelo al ver el nuevo paisaje.

Noté pequeños charcos de agua sucia y ennegrecida, bajo los jirones de bruma.

El pulcro sendero blanco, el cual comenzamos a transitar, pues conducía directo hacia la fuente, estaba convertido en un mosaico de matices grises y negros.

De los árboles y arbustos mágicos, de bellos follajes plateados, cargados de gemas y joyas brillantes, sólo quedaban recuerdos: ramas esqueléticas y mustias, copas completamente desnudas y despojadas. Mientras que "prado nevado" se había esfumado, junto con las pequeñas aves de plumajes albinos que lo cubrían.

Al llegar a la zona de "los espejos de hielo", sitio donde los ángeles descansábamos, o mejor dicho, donde recargábamos la energía de nuestras propias alas, me costó reconocerlo. En aquel lugar se había magnificado la versatilidad del entorno, no solo por ausencia de mis hermanos, sino porque el hielo se había convertido ahora en agua, y había formado turbios lagos negros.

Pese a lo deprimente del nuevo panorama, el hecho de que el espacio se encontrara vacío podía significar que los ángeles estaban vivos. Además no había signos visibles de lucha en esas tierras.

Seguimos avanzando, hasta dar con los jardines, donde se encontraba la pérgola compuesta por cilíndricas columnas de mármol, ahora totalmente agrietadas y cubiertas por rosales resecos, que albergaba la diamantina fuente de agua milagrosa.

—No puedo creerlo...está vacía—dije derrumbándome al pie de la estructura, sobre la hierba seca, exhausto y abatido.

—¿Es posible que hayan trasladado el elixir?—preguntó Clara, mientras pasaba sus dedos, por el borde de aquel recipiente despojado.

Su cuestionamiento me hizo reflexionar.

—Tal vez...No sé si se pueda sin el receptáculo adecuado. Aunque...—de pronto recordé algo de vital importancia—creo recordar que había otra fuente dentro del Palacio.

—¡Eso es perfecto!—exclamó Brian, quien se había recargado contra la fuente, a descansar, quitando de su bota vestigios de lodo, con una rama desecada—. ¿Y dónde está ese palacio? ¿Queda muy...lejos?—su voz se fue perdiendo hacia el final de la frase, como su ánimo, ante esa posibilidad.

—No, tranquilo — sonreí mientras me levantaba—. Ya no tenemos que seguir caminando. El palacio está en la Ciudadela de Cristal, justo frente a nuestros ojos—indiqué antes sus incrédulas miradas, y comencé a barrer los restos de las yertas plantas del suelo, descubriendo una serie de inscripciones en latín, grabadas en el mármol.

Tomé el cuerno de unicornio que el espíritu del bosque me había entregado e hice un corte limpio en la palma de mi mano.

—Integrum manifestationem— "Manifestación total" Recité leyendo aquel escrito, al tiempo que mi sangre se derramaba sobre las palabras y se extendía por cada uno de los símbolos, rellenandolos.

En el momento que el último signo se tiñó de rojo, la defensa final, que había colocado Iris en la montaña cayó y el palacio, junto a la cristalina ciudad, se materializaron mágicamente ante nuestros ojos.

La Ciudadela de Cristal, que había adoptado su nombre del material celeste con el que había sido construida, el cual era similar a aquel elemento, era el único centro cívico de Tierra Mística y los diferentes edificios que la componían estaban asociados principalmente al saber y a la cultura de nuestra raza.

Entre los más destacados estaba aquel que funcionaba como reservorio del conocimiento, pues allí estaba emplazada la biblioteca que contenía todos los manuscritos sobre nuestro génesis, y los primeros libros que Iris había escrito sobre las respectivas especies, a los que se sumaron otros, realizados por las mismas criaturas mágicas, incluidos los ángeles, documentando nuestra historia.

Otro de los edificios diamantinos era la escuela, donde los interesados recibíamos la formación básica en algún área del saber en la que deseáramos especializarnos.

También estaba el centro ceremonial, donde solía realizarse la preparación, pre—conversión de los seres sobre—humanos, o hijos "pródigos" como los Apóstoles los llamaban.

El epicentro de la misma se erguía el palacio, que era un habitáculo muy poco utilizado por Iris, como hogar en sí mismo, pues la Reina de Tierra Mítica prefería vivir en la sencilla y acogedora cabaña del pie de la montaña, o simplemente morar espacios naturales, al igual que el resto de los seres místicos, ángeles incluídos.

Mientras avanzábamos por la Ciudadela me sentí tranquilo al comprobar que aquel sitio estaba intacto, íntegro, y que varias de las criaturas místicas habían llegado a refugiarse en aquel lugar, aunque muchos de estos seres no se veían del todo saludables. La gran mayoría se encaminaba, en lenta procesión, hacia el palacio, cuyas puertas de acceso estaban totalmente abiertas, mismo sitio al cual nos dirigíamos.

Al llegar al pie de la escalinata de acceso al castillo de altas torres cuadrangulares, comencé a inquietarme y me abrí paso entre la multitud, para ingresar al mismo.

—¿Ese no es un ángel?—preguntó mi pelirrojo amigo, señalando a un ser alado que se encontraba a unos cuantos pasos nuestros. Era el primero de su especie que habíamos visto.

—Sí es un ángel—casi grité al ver a uno de mis hermanos.

El mismo se hallaba de rodillas, casi petrificado, con su cabeza gacha y sus desgastadas pero majestuosas e imponentes alas caídas, junto a un pedestal ubicado en el centro de la estancia. El improvisado lecho, de acabado cristalino, estaba rodeado de ofrendas, frutos, flores y aromáticas hierbas, que aún conservaban el verdor de sus gloriosas épocas. La única veta de color que habían presenciado nuestros ojos desde que habíamos llegado.

En ese momento mi corazón se sobrecogió. Sabía muy bien lo que eso significaba. Aquello no solo era un altar, sino un sitio de último descanso. Sobre aquel lecho yacía acostada una mujer de largos cabellos rubios y piel blanca y radiante cual el oro blanco.

—Y esa es la Reina Iris—finalicé la frase a medida que avanza hacia ellos, totalmente consternado.

Esperaba no haber llegado demasiado tarde.

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