TRES - NAWATHENNA

En cuanto Ryan ingresó acompañado por el viejo cacique al salón ceremonial, todos se le quedaron viendo, y a su vez, él a los demás.

El calor era intenso ahí dentro, no podía negarlo. Había antorchas encendidas que se apoyaban cual astas de bandera sobresaliendo de las paredes. En el centro del mismo había una especie de camastro cubierto por hojas, mantas tejidas a mano con diseños circulares y símbolos extraños, y rodeado por cuatro cuencos de agua, uno en cada punto cardinal. Los hombres que lo miraban estaban vestidos igual que el cacique, descalzos, solo en pantalones de cuero animal y con el torso desnudo y pintado. La única diferencia es que estos llevaban tambores a su lado, y unas mazas sujetas a la cintura, confeccionada con mango de madera, piedra pulida y adorno en cueros y plumas.

En silencio, el jefe indio lo condujo hacia una habitación estilo dormitorio, apartada del salón principal solo por una puerta cubierta por un tapiz tradicional. Allí le pidió que se quitara las zapatillas, las medias, la chaqueta y la camisa, y una vez hubo hecho esto, tomó un cuenco de arcilla y vertiendo un tubo con pigmento natural rojo, tomó un pincel y comenzó a dibujarle símbolos y líneas en el pecho y los brazos, al mismo tiempo que iba murmurando palabras ininteligibles. Ryan no podía evitar sentirse extraño, como cuando ibas a acompañar a algún familiar a la casa de algún santero para hacer una limpia, y el brujo en cuestión te terminaba santiguando a ti también. No sabía que hacer ni que decir, solo estaba allí de pie, sin mover un solo músculo del cuerpo, intrigado e incierto por lo que vendría después. Lo único que sí sabía era algo que de momento, lo atribuiría solo a la sugestión: en cuanto comenzó a hacer esas pintadas en su cuerpo, sintió como se le erizaban todos los vellos del cuerpo. Como si de repente una invisible pero potente corriente eléctrica le hubiera recorrido la espina dorsal de punta a punta, aunque Ryan no considerase esto una corriente sino más bien una suerte de energía. Y en su mente, la voz de Molly apareció, para recordarle lo que le había dicho días atrás: "Que tú no creas en esto, no significa que no existan fuerzas más allá de tu comprensión".

Una vez que hubo terminado, le indicó que saliera con él y con suavidad lo dirigió hacia el centro del circulo, donde estaba ubicada esa suerte de cama, en el medio del salón de ceremonias. El cacique le hizo un gesto con la mano, y habló.

—Acuéstese, agente. A partir de ahora, trabajaremos nosotros.

Dudoso, Ryan avanzó y se acostó encima de las hojas vegetales y los tapices tejidos a mano, boca arriba, con las manos a un lado del cuerpo. No sabía si estaba correcto así, pero como asumía que nadie le decía nada y era lo típico en ceremonias convencionales, debía estarlo. Desde su posición, miró a Hinono'eitiit y preguntó:

—¿Y ahora qué hago?

—Nada, debe relajarse. Puede permanecer con los ojos abiertos, si quiere —el cacique hizo una pausa, tomó un cetro confeccionado en madera, con cascabeles, huesos y plumas que otro indígena le ofrecía, y entonces por primera vez, lo vio sonreír—. Buena suerte, agente.

Se apartó de su rango de visión y hubo un breve momento de silencio. Ryan comenzó a sentir el perfume de algún tipo de hoja quemándose, dulce y fresco, y entonces, sin previo aviso un joven ataviado con hombreras de palos y huesos, le arrojó unas hierbas encima, a medida que hablaba palabras incomprensibles a voz alta. Las hojas cayeron encima de su estómago y sus piernas, aleatoriamente, y entonces intervino el cacique. Dio un grito corto, como un pequeño cantito en el idioma de aquella tribu, y golpeando con su cetro en el suelo dos veces, los cascabeles y huesos se sacudieron, chocando entre sí. Al instante, el repique de los tambores comenzó al unísono, al mismo tiempo que el resto de las voces acompañaron la procesión cantada.

Al principio nada ocurrió, ni al principio ni a la hora siguiente. Ryan comenzaba a aburrirse, además de morirse de calor, y también tenía hambre. Intentaba concentrarse en la música, en ver como los tambores aumentaban y cesaban su repique en intervalos, y en como no solo el cacique indio, sino sus ayudantes y chamanes, danzaban a su alrededor al mismo tiempo que cantaban y murmuraban palabras. Le asombraba como una persona con su edad podía estar haciendo aquello sin cansarse. ¿Habrían tomado o fumado algo previamente? Se preguntaba. ¿Estarían en algún tipo de trance en base a la sugestión? Era posible. Un estado alterado de conciencia no era nada místico, lo sabía por profesión, tan solo era un mecanismo del cerebro para intentar ocultar una realidad con otra, y eso era algo que podía inducirse, de ahí la terapia con hipnosis.

Poco a poco los cantos fueron cambiando, haciéndose más rítmicos e intensos, y Ryan comenzó a sentirse extraño. El adormilamiento comenzó a vencerlo, pero no era sueño o aburrimiento como tal, sino que era algo que jamás había experimentado en su vida. Le costaba mucho trabajo mantener la mirada enfocada en un punto fijo, como si estuviera sufriendo una suerte de vahído o estuviera a punto de desmayarse. Cada vez que movía la vista para un sitio distinto del techo, sentía como si todo le diera vueltas a su alrededor. Quiso hablar, pero no podía. También quería moverse, pero tampoco era capaz. Entonces, comenzó a asustarse, porque aún en medio de esto, su mente no había dejado ni por un segundo de ser consciente, ni había perdido un gramo de lucidez. Sin embargo, algo estaba pasando. ¿Sería por la dieta hambreadora de todos estos días? Se cuestionó. Quizá lo habían drogado, sin que se hubiese dado cuenta.

Su respiración se hizo más lenta, y las voces de los cantos junto con el sonido de los tambores comenzó a amortiguarse, como si de repente los estuviera escuchando hundirse en el agua, muy lentamente. Con sumo esfuerzo, apoyó su mirada en una de las antorchas que tenía al alcance de la vista, perdiéndose en el bailoteo de las llamas. Sintió el cuerpo muy liviano, como si de repente estuviera flotando en una inmensidad absoluta, aunque no dejase de ver que el salón ceremonial estaba a su alrededor. Se sintió tan pequeño que parecía notar como aquel vacío colosalmente grande podía comprimirlo, tragando cada fibra de su ser como si de un monstruo Lovecraftniano se tratase. Y ya ni siquiera recordaba cuanto tiempo hacía que había llegado allí.

Finalmente, las antorchas comenzaron a atenuarse poco a poco, las llamas a hacerse cada vez más pequeñas a medida que Ryan cerraba los parpados. Cuando por fin cerró los ojos, él no lo notó, pero los demás sí: una corriente de airé tan gélida como la muerte sopló dentro de aquel recinto, apagando todas las llamas a la vez, y permaneciendo a oscuras por completo, ya que las ventanas estaban cubiertas por los tapices coloridos que caracterizaban a aquel pueblo.

Todos hicieron silencio, los cantos cesaron, los tambores esperaron. Tan solo se oía el zumbido de los extractores de airé, que mantenían el airé limpio de humo, y cuando las antorchas volvieron a encenderse por sí solas como una ráfaga, el cuerpo de Ryan ya no estaba allí. En su lugar, el camastro estaba vacío, y también faltaban algunos de los guerreros Espirituales que estaban designados a acompañarle. El cacique indio miró el lugar vacío, en el centro, y murmuró, con la respiración agitada:

—Ya ha cruzado, ahora todo depende de él.

Poco a poco, se dirigió a la salida, acompañado de sus chamanes. Afuera, ya era tarde de la madrugada, y una niebla espesa parecía cubrir toda la reserva.



*****



Del otro lado, el cielo era completamente negro, sin estrellas, con extraños resplandores rojizos que parecían destellar aleatoriamente, de forma antinatural. No corría ninguna brisa, y el sonido de sus pasos en aquel yermo desolado era muy raro, como si estuviese amortiguado por algo que no podía definir. Al mirar alrededor, se dio cuenta que no había vegetación alguna ni ningún signo de vida en este mundo árido y desprovisto de toda naturalidad, solo un mar de huesos y cadáveres, algunos muy antiguos, otros más recientes, que yacían esparcidos por todos lados como testimonio de la desolación que reinaba en este lugar olvidado por los mismos dioses. A la distancia se podían ver montañas ennegrecidas por la bruma, grutas y cavernas, muchas de ellas con sus entradas a ras de suelo, como si fuesen agujeros creados por gusanos gigantes.

No sabía porqué, pero con cada paso que daba entre aquellos restos, Ryan sentía el peso del silencio opresivo que lo rodeaba, interrumpido solo por el eco de sus propios pasos sobre la tierra reseca. El airé era pesado y denso, impregnado de un olor a muerte que era casi palpable en el airé, que se aferraba a sus sentidos y le recordaba la precariedad de su situación. Sin embargo, no se dejaría intimidar por el agobio que lo rodeaba, de modo que comenzó a avanzar sin rumbo alguno, entre los esqueletos y los montones de huesos, con los ojos escudriñando hacia todos lados en busca de cualquier indicio de los niños perdidos. Cada segundo que pasaba aumentaba la sensación de urgencia, sabiendo bien que cada minuto perdido podía significar la diferencia entre la vida y la muerte para los pequeños que había jurado encontrar.

Se colocó las manos alrededor de la boca, como un megáfono, y gritó el nombre de Jake un par de veces, mirando en todas direcciones. El sonido era extraño, su voz portaba un eco funesto que no tenía ningún tipo de sentido que existiese en aquel espacio abierto, de infinitos kilómetros. Los indígenas que lo acompañaban comenzaron entonces a reprenderlo en su extraño idioma, sacudiendo los brazos como si hubiera cometido un error mortal. Entonces comprendió a que se referían en cuanto escuchó un sonido grave y profundo en la distancia, una especie de gruñido gutural que retumbó en el suelo mismo, como si la propia tierra de aquel lugar fuera un transmisor de aquella cosa.

A la distancia, pudo ver la sombra gigantesca de Nawathenna materializarse en el airé. Sus profundos ojos rojizos contemplaban al grupo con fijeza, y en cuanto vio que comenzaba a avanzar hacia ellos, Ryan solo pudo correr. No quería comprobar en carne propia que pasaría si esa cosa lograba alcanzarlos, y aunque no tenía ningún sitio donde esconderse realmente, solo primó en él el mismo instinto de la supervivencia más pura.

Los indígenas sin embargo, no corrieron. Solo permanecieron de pie, alineados unos con otros, con la frente erguida y los ojos cerrados, hablando en su idioma y haciendo una especie de cantico a medida que levantaban los brazos. En un santiamén, vio como aquella cosa se paraba frente a ellos, varias veces más que su altura, y aún estando ya lejos de ellos pudo sentir el olor penetrante que cargaba, un hedor a carne cruda, tierra mojada y podredumbre. La entidad pareció mirarlos, como si analizara lo que hacían, y dando un chillido antinatural tomó a uno de los indígenas por los brazos, luego por las piernas, y separó las extremidades de su cuerpo como si de plastilina se tratase, desparramando sangre y entrañas en el suelo, dejando boquiabierto a Ryan.

Los demás comenzaron a correr aleatoriamente, aún sabiendo que no había sitio adonde huir. Él también corrió, sin rumbo alguno, intentando alejarse lo más posible de aquella escena mientras escuchaba los gritos distorsionados de los indígenas al ser mutilados, cazados uno a uno como simples alimañas. Sus pies pisaron en falso, tropezándose con algunos huesos, y cayó de lleno encima de los restos antiguos de aquellos muertos que parecían poblar el yermo. Intentó incorporarse con rapidez, pero el silencio más absoluto lo paralizó. Los indígenas que lo acompañaban habían dejado de gritar, ya no se escuchaba absolutamente nada, y eso solo podía significar que todos estaban muertos.

Permaneció quieto, sin mover un solo músculo, apenas respirando, con un fémur amarillento junto al rostro y ropas hechas jirones encima del esqueleto que lo acompañaba, prestando atención a cualquier sonido que pudiese escuchar. Sabía que la entidad estaba cerca porque la podía oír haciendo sus sonidos guturales y aleatorios, podía sentir el retumbar de la tierra en cada paso que daba, debido a la imponente altura que tenía. Y por sobre todo podía sentir su olor nauseabundo. Estaba cerca, muy cerca, y el pánico lo invadió.

Cerró los ojos esperando lo peor. Por su mente pasaron recuerdos antiguos con Emily, su hermana. También con algunos amigos, su familia, e incluso hasta de Molly. ¿Habría vida en el más allá? ¿Podría continuar visitándolos? Se preguntaba. No creía en fantasmas, no creía en nada paranormal, pero ahí estaba, tirado en medio de un montón de cadáveres en un sitio totalmente anómalo, siendo acechado por una criatura indescriptible que solo un grupo de indígenas conocía. Ya estaba en condiciones de creer cualquier cosa de aquí en más, se dijo.

Sin embargo, nada ocurrió. Aquella criatura se alejó poco a poco y los sonidos fueron haciéndose cada vez más espaciados. Ryan cerró los ojos, resopló soltando el airé que estaba conteniendo en el pecho, debido a la tensión, y levantó un poco la cabeza para mirar por encima de los restos mortuorios. Aquella entidad se alejaba paulatinamente a pasos enormes, debido a su imponente altura. A su espalda, había un reguero de sangre, tripas, miembros despedazados y lo que quedaba de los cuatro indígenas que le habían acompañado en un principio.

Se volteó al otro lado, mientras se ponía de pie. Estaba sucio de tierra, polvo y restos de huesos resecos, y al mirar hacia adelante, pudo ver la entrada a una gruta en el suelo, como a unos doscientos metros desde su posición. Y no solamente eso, sino que además, alguien le estaba haciendo señas desde la entrada, sacudiendo los brazos en silencio, para que lo viera. Ryan sintió que la respiración volvía a cortársele, debido a la incertidumbre. Había alguien con vida en todo aquel sitio, fuese lo que fuese, y un ápice de esperanza se dibujó en su mente, por fin.

Sin dudarlo, entonces, se puso de pie y corrió tan rápido como pudo hacia su encuentro, sin mirar atrás e intentando hacer el menor ruido posible, para no alertar a la criatura.

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