PRÓLOGO

Aún bajo el profundo sopor del sueño, Ryan podía sentir como su cabeza dolía, repiqueteando en hinchadas bofetadas cada vez que se revolvía en su asiento.

Sabía que beberse el cuarto de botella restante de aquella cerveza barata había sido una mala idea, que con la hamburguesa fría y sobrante del almuerzo anterior, juntos habían hecho un caldo de cultivo propicio para darle un potente ardor estomacal con el consiguiente dolor de cabeza. Sin embargo, no tenía muchas opciones. En la solitaria carretera veintiocho nunca había opciones, más que conducir en línea recta y rezar para que la radio lograra sintonizar alguna estación musical perdida.

Un trueno lo despertó de forma sobresaltada, tenía los brazos acalambrados de tenerlos cruzados por encima del pecho en la misma posición durante horas, y al pestañear notó que los parpados le dolían, señal de que aún tenía unas cuantas horas de sueño para recuperar por delante. Sin embargo, las dos horitas que había dormido fueron reparadoras, por lo que podría continuar con su viaje. Estiró una mano para el costado izquierdo del asiento de su Jeep Grand Cherokee y volvió a enderezar el respaldo, apoyando los codos encima del volante después. Se frotó los parpados mientras escuchaba el sonido de la lluvia golpeando contra el parabrisas, y suspiró profundamente. Esperaba llegar por la mañana, cada minuto que tardaba era un minuto más donde la posibilidad de encontrar muerta a la victima se acrecentaba de forma implacable. De reojo, miró hacia el asiento del acompañante donde reposaba la carpeta con documentos, y accionando el interruptor de la luz en el techo de su vehículo, la tomó en sus manos, para releerla.

Ya conocía esos casos de memoria, o casi, al menos, pero no dejaba de leerlos día tras día. Inconexos entre sí, ambiguos, pero ahí estaban. En la carpeta abierta hojeó el primero de ellos, pasando la vista rápidamente por encima del nombre y las fotos, además de la imagen de Google Maps impresa a color, con un circulo rojo a rotulador en la zona pertinente. Se trataba de Mia Johnson, una estudiante universitaria desaparecida en el corazón mismo de Toronto. Observó su foto con detenimiento, suéter escote en V, cabello castaño, recogido en una media coleta por detrás de la nuca. Sonrisa ancha y gafas delicadas, sin montura. Veintitrés años, y aunque estaba en la flor de la juventud, no tenía por costumbre salir de fiesta ni a bailar. Sus padres la vieron salir de su casa con una mochila de camping dispuesta a acampar en el parque nacional Willmouth, junto a dos amigas de su clase. Se hallaban investigando antiguas leyendas indígenas vinculadas a fenómenos sobrenaturales en la región antes de desaparecer por completo. Ryan cambió de pagina, leyendo el reporte policial que aseguraba haber entrevistado a sus compañeras, y ambas decían lo mismo: una mañana despertaron, la tienda de campaña de Mia estaba abierta. Sus cosas se hallaban ahí, no había signos de violencia, tampoco escucharon nada. En un principio, creyeron que había ido a orinar, o quizá a dar un paseo matutino, pero nunca más la volvieron a ver. Lo extraño de todo esto era el hecho de que no había cuerpo.

Como siempre... pensó.

Habían peinado la zona con perros de rastreo, helicóptero y guardabosques. Pero no había noticias, y de eso ya habían pasado casi cuatro meses. El segundo caso se trataba de Jacob Turner, un adolescente de no mas de diecisiete años. En la foto brindada por su madre lucía cabello largo sobrepasando la media de sus hombros, camiseta de Metallica con las mangas cortadas estilo musculosa, y un arete en la nariz. Desaparecido en medio de una excursión con sus amigos en el bosque de Ackerwine, en la Columbia Británica. Sus cuatro compañeros dijeron lo mismo: de la noche a la mañana, Jacob ya no estaba. Nadie había escuchado nada, tampoco faltaban sus pertenencias y no había señales de violencia en el campamento. Sus ropas fueron encontradas a cincuenta y dos kilómetros de distancia, pero no había cuerpo.

Hojeó rápidamente hasta llegar a lo que siempre hacía mella en él. El caso de su hermana era el último, lo había puesto allí a propósito para no verlo cada vez que abriese su carpeta de documentos, pero al final siempre acababa haciéndose trampa a sí mismo, y al igual que en esa noche como tantas otras, ahí estaba, leyéndolo de cualquier forma. La foto de Emily estaba allí, preciosa como siempre, con su cabello rubio en bucles cayéndole por detrás de la espalda. Era una foto que tenía con él, en su fiesta de graduación. Ambos estaban uno junto al otro, Ryan y ella, mejilla con mejilla, sonriendo felices. Lo suyo era la medicina, siempre lo había sido, desde que jugaban a los doctores cuando eran pequeños. Emily había cumplido su sueño, y fue por esto mismo que seis meses después de recibir su título profesional, viajó como médica voluntaria para ayudar a una pequeña comunidad nativa de las montañas Rocosas. Su desaparición fue el catalizador que lo llevó a abandonar su cargo en el Departamento de Investigaciones Federales e iniciar la búsqueda por su cuenta, persiguiendo cada caso a todo lo largo y ancho de Canadá.

Sus dedos acariciaron la foto, mientras sonreía con evidente nostalgia. Una reserva natural de setenta y dos indígenas, sin medicinas, sin vacunas, sin tecnología de ningún tipo, y todos contaban lo mismo. A su hermana le llamaban "La curandera", y habían narrado como la curandera había desaparecido de la noche a la mañana. No se había llevado su teléfono celular, tampoco sus ropas, ni su equipaje. Su cabaña estaba cerrada por dentro, la tierra se la había tragado, y lo que fuese que hubieran hecho con ella quedaría bien oculto bajo el perpetuo silencio de aquellos picos montañosos. Los nativos decían que era el Ummaluk, una entidad que arrebataba personas sin ningún tipo de distinción, solamente por beneficio propio, para saciar su apetito por las almas humanas. Pero él no iba a creer eso. Además, tampoco justificaba el resto de las desapariciones, tan distantes en tiempo y locación que hacia imposible tomar aquella creencia como valida.

—Voy a encontrarte, Emmie. Te lo prometo —murmuró, antes de besar la foto. Sin embargo, el suspiro que exhaló al cerrar la carpeta y dejarla en el asiento del acompañante, delataba su profunda incertidumbre. Emily había desaparecido seis años atrás y aún no había ningún rastro de ella, cada día que pasaba era un día en que el miedo le carcomía, en que luchaba a rabiar contra su lado mas racional, el que le decía lo mas obvio: en seis años desaparecida, muy probablemente ya estaba muerta. Sin embargo, se negaba a creer eso, tan siquiera a pensarlo. Se negaría a ello hasta encontrarla o hasta ver sus restos con sus propios ojos, lo que sea que sucediera primero.

El teléfono celular sonó dentro de la guantera del coche, el tono amortiguado de la llamada lo sacó de sus propios pensamientos, y estirando un brazo abrió el compartimiento, revisando entre los papeles, mapas de carreteras, sus documentos y la Glock 9mm aún enfundada en su soporte de cintura. Por fin, halló el teléfono, se lo acercó al oído y habló.

—Ryan.

—Encontramos al pescador, hace un par de horas. Imagino que querrías verlo.

Abrió los ojos de forma desorbitada cuando escuchó a su ayudante decir aquellas palabras. Llevaba persiguiendo aquellos casos desde hace mucho tiempo, y bien sabía que no era nada habitual que los desaparecidos volvieran. Sí, había casos en los cuales se habían encontrado a las personas, pero eran las menos. Lo peor de todo no era el hecho de que volvían, sino CÓMO volvían.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó.

—En estado de shock. No come, no habla, tampoco ha bebido agua. Solo está... —Gendry hizo un silencio breve. —Está mirando un punto fijo, nada más. Lo tenemos aquí, en la prefectura marítima de Hudson. Si te consuela de algo, no parece estar herido.

—De acuerdo, voy para allá.

—¿No estabas yendo a Grelendale?

—De a una cosa a la vez, Gendry. Voy para allá, llegaré a primera hora de la mañana —respondió, cortando la comunicación.

Tiró el celular de forma descuidada encima del asiento del acompañante, dio un giro de llave y encendió el motor de la camioneta, los faros largos y los limpiacristales. Girando en U y escupiendo barro y agua con las ruedas traseras, retomó la carretera por donde había venido, pisando acelerador a fondo. James Weyner era la cuarta persona en su lista que regresaba luego de una desaparición, entre al menos ciento veinte casos conocidos. En cualquier caso, esperaría a llegar y examinarlo con sus propios ojos antes de telefonear a su familia para darles la noticia. Suspiró, mientras aferraba el volante con ambas manos, y los faros largos de la camioneta recortaban un cono de lluvia en la oscura autopista estatal.

No quería admitirlo, pero una parte de sí mismo no querría estar en el lugar de esa familia. Cuatro casos, cuatro reapariciones, y cuatro personas que nunca más volverían a ser las mismas. 

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