7

A la mañana siguiente, la primera en despertar fue Molly, junto con Jake. Ryan se despertó después, gracias al ruido de los utensilios de cocina mientras ella preparaba el desayuno. Se incorporó en el sillón, se calzó, se ajustó el pantalón y por último se puso la camiseta.

—Buenos días —saludó—. ¿Qué hora es?

—Poco más de las ocho. ¿Te gustan los creps de avena con miel? Estoy preparando los favoritos de Jake —dijo ella, mirando a su hijo con una sonrisa. El niño también le devolvió el gesto, mientras Ryan se dirigía al baño.

—Claro, me encantan —aseguró. Salió pocos instantes después, con el cabello húmedo y peinado, y aún con el rostro mojado en algunas zonas. Molly terminó de servir el desayuno, incluidas las tazas de café y el jugo de naranja para el niño, y lo sentó en sus piernas para dejarle la silla libre a Ryan. Este tomó asiento, y revolvió el café, por inercia.

—Que bien huelen —comentó, afable.

—Gracias —respondió ella—. ¿Anoche te quedaste despierto hasta muy tarde?

—No mucho, solo hasta sacar un par de datos en limpio —Ryan temió que la pregunta fuera capciosa. ¿Se habría dado cuenta de que había entrado a su habitación? Se preguntó, un tanto nervioso—. ¿Por qué?

—Simple curiosidad, nomás —dijo, encogiéndose de hombros. Lo sabía, pensó él. Podía leer ese comportamiento en las mujeres como la palma de la mano, y le asombraba que de momento, no pareciese molesta—. ¿Qué datos encontraste?

—Hay un símbolo que se repite en algunos dibujos —Ryan se levantó de la silla, caminó hasta la caja con la computadora portátil, la abrió y la encendió. Buscó la imagen descargada con la definición completa y entonces volvió a la mesa, mostrándole la pantalla—. Se llama nesus, y simboliza al fuego. Si estoy en lo cierto, significa que mi idea es correcta. Si quemamos el árbol, esa cosa no tendrá forma de traspasar a Grelendale nunca más.

Cerró la computadora y la dejó a un lado, para beber otro sorbo de café y seguir comiendo. Molly lo miró con preocupación, y entonces negó con la cabeza.

—No lo sé, Ryan. Hay una parte de mí que sigue teniendo una mala impresión con todo esto, sinceramente. Creo que han sido tantas cosas que a fin de cuentas no sé hacia donde correr, ni qué hacer. Solo sé que te acompaño en lo que decidas, y punto.

—En cualquier caso, si es mucho para ti, puedo hacerlo solo. Nada que un bidón de gasolina no solucione.

—Ya, ¿y correr el riesgo de que algo no salga como lo planeado? No gracias, prefiero acompañarte.

—Como quieras, entonces —consintió él.

Se dedicaron a terminar su desayuno cambiando de tema, hablando trivialidades propias de una familia estándar, más que nada para no agobiar a Jake, a quien algo así podría traerle recuerdos malos que afectasen su recuperación. Aquella mañana los psiquiatras infantiles del centro médico harían una visita reglamentaria, al menos para comprobar que todo estuviera bien y analizar algunos posibles dibujos nuevos que el niño hubiese podido crear, y para Molly aquello no podía ser más gratificante. ¿Cuánto tiempo había esperado poder disfrutar una mañana como aquella, viviendo en paz y compartiendo un desayuno ameno en familia? Lo cierto era que mucho, mucho tiempo. Y aunque todo aquello no fuera más que una vivencia efímera, la disfrutaría como si no hubiera un mañana, un después, y un adiós.

Mientras tanto, en la reserva indígena de los Arapahoe, la situación no podía ser peor. Cuando Hinono'eitiit despertó aquella mañana, preparó su té de hierbas, puso tabaco nuevo en la pipa y salió de su cabaña para calentarse al tibio sol de aquella mañana, sus ojos escudriñaron el panorama que tenía por delante como si no diera crédito de sí mismo. Había visto muchas cosas a lo largo de su vida, pero nada como aquello. La mayoría de los caballos estaban muertos, destrozados en charcos de sangre dentro de sus establos. De las aves de corral no había una sola con vida, y con los pobladores había corrído la misma suerte. Miembros destrozados, sangre y cuerpos, se hallaban desperdigados por doquier, en la puerta de las cabañas y los tipís, encima de las fogatas ya apagadas y junto a los animales. Aquello era inconcebible, una desgracia inenarrable, se dijo.

Se quitó la pipa de la boca con una mano temblorosa, mirando todo a su alrededor, y se aferró del barandal del porche como si temiera caer desmayado. Al verlo, un joven indígena salió corriendo desde detrás de una cabaña, asustado y casi al borde del colapso.

—¡Gran espíritu! —Gritó —¡Gran espíritu!

—¡Nihaasta! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué significa esto? —balbuceó el anciano, desesperado.

—¡Nos ha asaltado por la noche, como una tormenta de verano! ¡Haber ayudado al agente del FBI ha sido una mala idea! ¡Nawathenna está furioso, y por eso nos ha hecho esto! ¡Nadie se escapa de su reino, usted lo sabe! —dijo el joven, alarmado.

—No, eso no puede ser... —¡Nawathenna siempre ha sido un protector de la naturaleza! ¿Por qué habría de masacrar a nuestros animales? ¡Somos su pueblo, al igual que los demás!

—Y le hemos traicionado. Había elegido a esos niños por algo, y el agente se llevó a uno de regreso. Ya conoce como son las historias, nadie interfiere en el accionar de las deidades ancestrales, y ese hombre lo hizo, ayudado por usted. Ahora Nawathenna va a tomar lo que le plazca hasta que le devolvamos la sangre que se le quitó.

El cacique se aferró la frente con una mano rugosa, y entonces negó con la cabeza.

—El agente del FBI nos ayudó con los pescadores que depredaban nuestros ríos, no podía negarme a mi palabra de ayudarlo. ¡Son niños inocentes! Ellos no tienen porqué pagar la culpa de adultos ambiciosos que masacran nuestra tierra —exclamó—. Respeto a nuestros dioses, lo sabes bien, pero eso no significa que no sepa reconocer cuando algo no está bien.

El joven indígena entonces se acercó a la cabaña, lo miró con los ojos llenos de miedo, y señaló hacia la entrada de la reserva.

—Si no vamos por ese niño y se lo devolvemos a Nawathenna, entonces vendrá por nosotros. Yo tuve suerte, solo supe esconderme bien, pero no creo que podamos resistir una noche más. Apenas quedamos un puñado con vida, ¡mírelos! —con un gesto de la cabeza, le indicó al anciano que mirara tras su cabaña. El cacique bajó del porche, rodeó la vivienda y miró hacia el resto de la reserva, donde el panorama era igual de espantoso, y algunos pocos indígenas, no más de quince o veinte entre hombres y mujeres, lloraban amargamente por sus muertos. —Repare este daño, Gran Espíritu. Ha sido nuestro guía y jefe por más de cuarenta años, lo hemos elegido por algo, y confiamos en usted. Devuelva ese niño a Nawathenna, antes de que venga por todos nosotros y nos devore hasta los huesos.

—¿Y cómo podría hacer yo una cosa así? Ni siquiera sé adonde está.

—Usted sabe cómo. Hágalo esta noche, devuelva lo que le pertenece, y no permita que alguno más de nosotros muera. Somos los últimos arapahoes que quedan, y nos debemos unos a otros.

El cacique miró a aquel joven, de largo cabello negro, en vaqueros y sin camiseta. No quería admitirlo, pero una parte de su ser sabía que tenía razón. Había interferido en el orden natural de las cosas y ahora el precio era pagado con sangre. Dio un suspiro, y asintió con la cabeza.

—Dile a los demás que te ayuden a preparar los rituales funerarios. Yo debo retirarme, a preparar mi espíritu para darle lugar a él. Será esta noche —dijo.



*****



El día transcurrió con total normalidad, al menos para el trío conformado por Ryan, Molly y el pequeño Jake. Cenaron una pata de pollo cada uno, acompañado con un puré de calabaza, y luego cada uno se retiró a dormir. Ryan fue quien se durmió primero, recostado en su sillón y con el teléfono celular en la mano, agotado de revisar viejas imágenes y buscar algún dato, por mínimo que fuese. Molly, por su parte, se cercioró de que Jake estuviera dormido y en calma antes de ir a su dormitorio, apagando todas las luces de la casa por el camino.

Parecía ser una noche más, si no fuera porque durante toda la tarde de aquel día, el viejo cacique de la reserva Arapahoe había empleado toda su energía y sus conocimientos ancestrales en un ritual potente, a la vez que peligroso. Se había despojado de toda su humanidad, de lo más profundo de su ser, desplazando su propia alma a un lado para permitir que la oscura entidad de Nawathenna ingresara en él, adueñándose de su voluntad. Entendía que solo así podría salvar la vida de los pocos habitantes de su tribu que aún respiraban, y aunque no tenía certezas de que aquella criatura fuera a "soltarle" —por decirlo de alguna manera— sano y salvo, lo cierto era que ya había vivido demasiado. No tenía nada que perder, al contrario de los miembros más jóvenes de la comunidad.

Poco después de la caída del sol, y en completo control de Nawathenna, había salido de la reserva a pie, caminando incansable hacia la casa de Molly. Sabía donde estaba, podía sentir al niño como si lo estuviera viendo a lo lejos. Aquella sangre joven fluyendo por sus venas, cada latido de su corazón, todo repiqueteaba en la voluntad de Nawathenna como la brisa del viento en la piel del anciano que, con la mirada perdida hacia adelante, no cesaba de caminar. Por fin, en cuanto llegó a la casa, sonrió, al darse cuenta que todos estaban dormidos debido a que no había una sola luz encendida que pudiera verse.

Se detuvo frente a la puerta, y entonces cerró los ojos. Su mente se desplazó hacia los alrededores, buscando algún huésped momentáneo que poder usar. Fue así como encontró, a poco más de cien metros de su posición, un pinzón que dormía plácidamente en su refugio, escondido tras las gruesas ramas de una palmera. Entrar en su diminuto cuerpecito no fue difícil, a fin de cuentas, podía dominar cualquier animal que se le antojara, por lo que lo despertó y emprendió el vuelo rasante hacia la casa, buscando la ventana que estuviera directamente en el cuarto del niño. Cuando la encontró, se acercó hacia ella esperando tocar el cristal con su pico, pero en lugar de eso, ingresó a la habitación limpiamente, ya que estaba abierta.

Se posó entonces en la cabecera de la cama, y miró al niño dormido. Abrió el pico y trinó un par de veces, lo suficiente para despertarlo, y en cuanto los ojos de Jake se posaron en el pájaro, Nawathenna tomó poder de su conciencia como quien arranca una manzana de un árbol. El pinzón revoloteó atontado al sentirse liberado de su control, y cayó muerto encima de la alfombra del suelo, junto a la cama. Jake dio vuelta los ojos, poniéndolos en blanco, y luego de un espasmo, volvió a mirar hacia el frente. Sin decir una sola palabra apartó las mantas, se vistió, y salió por la ventana, rodeando la casa hasta encontrarse con el cacique, de pie frente a la puerta y con los ojos cerrados.

En aquel momento, la entidad volvió a tomar el control del anciano, dejando un pequeño rastro de su voluntad en el niño, lo suficiente como para que no despertase y empezara a gritar, alertando a todos. Lo tomó de la mano, y girando sobre sus pies, ambos comenzaron a caminar por la acera desierta a esas horas, rumbo al bosque. 

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