7
A la mañana siguiente, Ryan y Molly despertaron bastante temprano, a pesar de las pocas horas de sueño de la noche anterior. Apenas desayunaron un café con dos tostadas cada uno, y luego de darse una ducha reparadora para quitarse el adormilamiento, Ryan tomó las llaves de la camioneta, y juntos emprendieron el camino hacia la reserva india, para informar de lo sucedido. Durante el viaje, ella encendió la radio luego de pedirle permiso a Ryan, y buscó una estación de blues. La característica voz de Robert Finley inundó la cabina de la camioneta, mientras que acompañaba los acordes de guitarra con movimientos de los dedos.
—¿Te das cuenta de algo? —preguntó él, al mirar como una densa columna de humo negro se elevaba en el horizonte.
—Qué —dijo ella, mirándolo de reojo.
—Anoche hemos dejado sin trabajo a la mitad de la localidad.
—Cielo santo, Ryan. Intento no pensar en que hace unas horas cometimos un delito, no me lo recuerdes —hizo una pausa, y añadió—. ¿Crees que hemos dejado huellas?
—Por todos lados —Ryan vio la mirada de pánico que invadió el semblante de Molly, y entonces se encogió de hombros—. Pero si tenemos en cuenta que la planta de producción ardió hasta los cimientos, el fuego limpió todo. Así que no debes preocuparte.
—¿Estás seguro?
—Créeme que si alguien nos hubiera visto por las cámaras, o tuvieran algún indicio mínimo, ya hubieran venido a buscarnos o veríamos patrullas pasar por los caminos buscando a los sospechosos. Si aún nadie nos ha venido a tocar las pelotas solo se me ocurren dos posibles motivos: O los gerentes de Argos Food todavía no se han enterado de lo que pasó en una de sus plantas, o tienen tanto dinero que les importa poco y nada lo que suceda en un pueblo cualquiera apartado de las grandes ciudades —La miró de reojo—. Sin ofender.
—Vaya manera más cutre de tratarme de pueblerina —bromeó ella. Al hacerlo, esbozó una ligera sonrisa, su perfecta y blanca dentadura parecía una hilera de perlas entre sus labios—. Empiezo a pensar que lo haces por gusto.
—Claro que sí, con tal de hacerte sonreír un rato, bien vale la pena.
Los colores se subieron a las mejillas de Molly, quien al instante amplió la sonrisa y miró por la ventanilla a su lado, donde el paisaje a los lados del camino avanzaba con rapidez, a medida que Ryan aceleraba.
—Hacía mucho que no me coqueteaban, estoy un poco fuera de onda —dijo.
—Nunca es tarde, dicen.
—Igual, es inútil que lo hagamos.
—¿Por qué? Yo creía que tú... —balbuceó Ryan, apartando un segundo la mirada del camino frente a él, para mirarla.
—No nos engañemos, Ryan. Tú vas a terminar la investigación, y vas a irte. Tienes tu vida, tu casa, tu oficina, tus otros casos. No hay lugar para mí en todo eso, soy una mujer madura y lo entiendo, no soy tonta —aseguró.
Él volvió a observarla, casi de reojo. Se dio cuenta que no lo estaba mirando, como si mantener algún tipo de contacto visual con él en aquel momento fuese una tarea imposible. Por ende, solo se limitó a respirar hondo, y asentir con la cabeza. Quizá tuviese razón, lo mejor sería controlar sus emociones y no dejarse llevar por fantasías románticas. Ryan estaba allí por las desapariciones, debía limitarse a cumplir con su trabajo, y nada más.
—Supongo que tienes razón...
—Lo sé —respondió.
En su voz había un lastre a decepción, lo había notado perfectamente. En la academia había estudiado criminología y psicoanálisis durante años, para leer justamente esa clase de cosas: los cambios en el tono de voz, las actitudes y el lenguaje corporal de los principales sospechosos a los que se enfrentaba. La única diferencia era que apreciaba a Molly, realmente le gustaba, no iba a negárselo. Y al parecer, el sentimiento era mutuo, pero lo que ella había argumentado era muy cierto. Luego de aquello, la vida debía continuar, y quizá no se volviesen a ver jamás. No quería herirla, era la realidad, pero sentía que no podía evitarlo.
Llegaron a la reserva india mucho más rápido que la primera vez, aunque a Ryan el viaje le pareció eterno, debido a que no charlaron durante la mayor parte del trayecto. Estacionaron frente a la enorme portería, Ryan apagó el motor y ambos descendieron del vehículo. El mismo guardia que habían visto en su primera visita los atendió, saliendo de la caseta de vigilancia.
—Buenos días, ¿nos recuerda? —preguntó Ryan, acercándose con una mano en alto. El guardia asintió, con lentitud.
—Sí.
—Venimos a hablar con Hinono'eitiit.
—Pasen, ya saben donde encontrarlo —consintió.
Rodearon las barreras de la entrada e ingresaron a la reserva, caminando en silencio. Era temprano en la mañana, de modo que muchos de sus habitantes aún no estaban desarrollando a pleno las actividades diarias: la huerta estaba vacía, el chico de los establos tampoco estaba, y un solo joven de largo cabello negro y ondeado fardaba la paja en el granero, ayudado por una horqueta de tres dientes. Sin embargo, a medida que se acercaban a la cabaña principal, vieron que sentado en el porche de la misma, con su pipa larga entre los labios y las manos en el regazo, estaba el viejo cacique. Como si por algún motivo, siempre hubiese estado esperando su llegada.
—Buenos días, Gran Espíritu —saludó Molly, con una sonrisa. El cacique se quitó la pipa de la boca, y asintió en silencio, soltando humo por la nariz.
—Buenos días sean también para ustedes —respondió, con la típica calma que acompañaba el tono de su voz.
—Hemos hecho lo que nos pidió, la planta pesquera se ha incendiado —intervino Ryan, dando un paso al frente—. Creo que ahora sí puede ayudarnos, ¿no?
—No es fácil entrar a Nokumee, agente. Nuestros guerreros espirituales son fuertes, llevan generaciones de tradición aplacando la ira de Nawathenna, y hoy en día contamos con pocos de ellos, muchos tan ancianos como yo. Sin embargo, debo cumplir con mi palabra, y ciertamente lo ayudaré a encontrar a los niños perdidos. Pero solo usted puede hacerlo, así que es mi deber preguntarle —hizo una pausa, y lo miró fijamente a los ojos—. ¿Está seguro de ello?
—Sí, claro que sí —respondió, sin titubear. Molly lo miró, y aunque el corazón le dio un brinco al escuchar aquella afirmación, decidió preguntar lo evidente.
—¿Es peligroso?
—Claro que sí, pero él ya ha tomado una decisión. Vengan conmigo.
El cacique entró a la cabaña, seguido por ambos, y tomando una canasta de madera, se dirigió luego hacia el almacén de víveres y medicinas, el cual consistía en un gran establecimiento cerrado, de madera y piedra, donde se conservaban tanto los insumos médicos para la comunidad, como las frutas, verduras, alimentos enlatados, carne de reses, y demás productos. Tuvieron que caminar bastante para llegar a él, atravesando casi todas las hectáreas de la reserva de punta a punta, ya que estaba ubicado en un lugar estratégico, cerca del afluente del río Herlington, que lindaba con la reserva en sí misma y proveía de agua limpia a todos los pobladores. Al llegar, vieron como dos indígenas con arcos a la espalda, carcaj de flechas y los rostros pintados con llamativos colores, estaban apostados a cada lado de la puerta de madera. El anciano los miró, asintió con la cabeza, y ambos se hicieron a un lado, para permitirles el paso.
Al entrar, Ryan y Molly se admiraron por su interior: Su diseño reflejaba la sabiduría ancestral de los Arapahoes, con amplias estanterías talladas a mano que albergaban una variedad enorme de alimentos, desde granos y verduras hasta carnes preservadas al estilo tasajo. Los tapices tejidos a mano pendían de las paredes, y las estatuillas de los anteriores caciques, de al menos metro y medio de altura plenamente confeccionadas en madera, parecían vigilar en silencio cada rincón. Lo único moderno que había allí era la cámara de frío, donde se conservaba la carne fresca y recién carneada, algunas frutas y verduras específicas, y que además contenía un compartimento especial para las vacunas y medicinas correspondientes.
En silencio, el anciano comenzó a llenar la cesta con cosas muy especificas: manzanas rojas, nueces, y un cuenco con semillas de girasol. Una vez que hubo seleccionado todo, le cedió la canasta a Ryan.
—Durante tres días hará ayuno y preparará tanto su cuerpo como su espíritu —indicó—. Se despertará a las siete de la mañana, comerá un puñado de semillas, un puñado de nueces y dos manzanas. Esa será toda su dieta. Al atardecer se sentará en el suelo, preferentemente en un lugar donde haya césped, se quitará los zapatos y hará una hora de meditación.
—Nunca medité, ni siquiera sé como se hace, lo siento.
—Entonces solo se sentará en el suelo, descalzo, dejará la mente en blanco y se concentrará en su respiración, nada más. A la medianoche, volverá a repetir el proceso, un puñado de semillas, uno de nueces y dos manzanas, nada más. Tampoco tendrán contacto íntimo, eso también es importante.
Molly sintió que sus mejillas se incineraban, al mismo tiempo que bajaba rápidamente la mirada al suelo. Ryan frunció el ceño.
—Nosotros no tenemos relaciones, señor. Estoy intentando encontrar a su hijo, ¿por quien me toma?
Sin embargo, el viejo cacique hizo como si no lo hubiera escuchado.
—Al amanecer del cuarto día, venga a verme, y entonces empezaremos el ritual. Tendré a los chamanes preparados para ese momento, y también gente que lo acompañará al otro lado.
Hizo un gesto indicando que lo acompañaran a la salida del almacén de provisiones, y una vez afuera, comenzaron a desandar de nuevo el camino hacia el corazón de la reserva.
—¿Y cuánto va a durar esto? —preguntó Molly, con curiosidad.
—No lo sabemos, un día, dos, cinco... quien sabe —murmuró el anciano—. Eso solo puede saberlo él, cuando cruce al reino de Nawathenna.
—Solo espero poder tener éxito... —murmuró Ryan, no demasiado animado. El cacique volteó a verlo, sin dejar de caminar.
—Aún no está muy convencido de todo esto, pero si está aquí es por algo. Verá cosas que no podrá comprender, cosas que escapan a toda la lógica de este mundo, a las leyes de la física más absolutas, al espacio y el tiempo. Y déjeme advertirle que si aún así continúa con dudas, entonces lamento decirlo, pero su escepticismo va a terminar matándolo. Ni Nawathenna ni su reino son una broma, o un cuento de ancianos, y he conocido muchos como usted a lo largo de mi vida que han acabado muy mal por creer que esto es solo una leyenda de viejos —dijo.
—No sé si eso me anima o me da más inseguridad, sinceramente.
—Debería tener respeto, oh sí, y andarse con cuidado. No en vano lo acompañarán algunos de nuestros guerreros espirituales —dijo el jefe indio.
—No quiero que corras ningún peligro —opinó Molly, mirándolo con preocupación. Ryan esbozó una ligera sonrisa, al tiempo que se encogía de hombros.
—Digamos que no tengo muchas opciones.
Continuaron el camino en absoluto silencio. Las palabras del cacique habían hecho mella en sus ánimos, principalmente en el de Molly, que aunque no quería decirlo explícitamente, lo cierto era que estaba asustada por Ryan. ¿Le había tomado cariño? Sí. ¿Le interesaba románticamente? También, pero nunca daría un paso de iniciativa. Aún así, sabía que en algún momento todo aquello acabaría. Ya sea porque habían tenido éxito y él volvería a su ciudad, o porque —Dios no quiera— Ryan no salía sano y salvo de aquella historia, pero en algún momento dejaría de verlo. Simplemente se iría de su vida y aquel hombre pasaría a ser nada más que un recuerdo lejano. Y aquello la angustiaba en lo más hondo del corazón, aunque le costara mucho esfuerzo admitirlo.
Ensimismados en sus propios pensamientos llegaron por fin a la entrada de la reserva, y antes de cruzar el vallado, el cacique miró a Ryan una vez más.
—No olvide lo que le he dicho. Tómese un tiempo para conectar con su espíritu y el entorno que le rodea, limpie su mente, haga el ayuno, y todo saldrá bien —dijo. El asintió con la cabeza.
—Delo por seguro, gracias.
—Buena suerte, nos veremos en cuatro días.
Ambos permanecieron de pie, viendo como el anciano de largo cabello canoso se alejaba dándoles la espalda, caminando lento pero seguro, mientras las volutas de humo de su pipa iban dejando estelas en el airé, junto a su cabeza. Solo en aquel momento, volvieron de nuevo a la camioneta, y cargando la cesta en los asientos traseros, subieron a la Cherokee y emprendieron el viaje de nuevo a la casa de Molly.
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