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Molly se había quedado durante todo aquel día en el centro médico, sentada a un lado de la camilla de Ryan, acompañándolo en silencio mientras dormitaba de a ratos. Cerca de la tardenoche y debido a la insistencia de él acerca de que se sentía bastante mejor, Molly regresó a su casa para comer algo, darse una ducha relajante y dormir unas cuantas horas, prometiendo volver a la mañana siguiente. Por su parte, Ryan estaba tremendamente aburrido. Le habría encantado tener algúno de sus archivos a mano para revisar algún dato más de la investigación, volver a releer el papeleo, quizá escuchar las grabaciones con las entrevistas a los niños, incluido el pequeño recientemente desaparecido. Sin embargo, tenía que conformarse solo con su teléfono celular, al menos de momento. Revisó cada imagen, cada foto y cada registro de vídeo tomado, incluido el de los símbolos tallados en el tronco del árbol.

Al revisar las fotos de la panorámica que había tomado, la primera vez que fue al bosque y al borde del río junto con Molly, pudo ver algo escalofriante. Estaba a lo lejos, bien oculto tras el grueso tronco de un pino, pero si hacía un zoom era perfectamente visible: una mancha oscura estaba allí, de pie, casi cubierta en su totalidad por el tronco del árbol donde se escondía, pero que aún sin tener el minimo rastro de rasgos humanos visibles, Ryan sintió que siempre los había estado acechando de alguna manera, como si los observara en la distancia. Revisó el resto de las fotografías, y en todas aparecía, pero situado en diferentes árboles.

—Cielo santo... —murmuró, con desconcierto.

Acto seguido, también comprobó si podía encontrar en internet algún significado a los símbolos que había visto, pero le resultó imposible. Al no conocer la tribu a la que pertenecían —si es que ese era el caso y Molly tenía razón—, era como encontrar una aguja en un pajar, por lo que a eso de las once y veinte de la noche, la batería del aparato se descargó por completo. Llamó a enfermería para que bajaran las persianas de la ventana, dejó el teléfono apagado a un lado en su mesita de noche y cerrando los ojos, luchó contra su propio insomnio hasta caer dormido.

No sabía que hora era. Se despertó porque aún en el profundo sopór del sueño, le pareció escuchar un ruido a lo lejos, como si algo se hubiera golpeado con fuerza brutal. Miró a su alrededor, la habitación a oscuras se hallaba en el más absoluto silencio, pero había algo distinto: la puerta estaba entreabierta. Por el espacio libre podía ver el pasillo del centro médico que debiera estar iluminado, pero no era así, ya que también se hallaba en completa oscuridad.

Se giró hacia un costado, hasta localizar el botón de la enfermería, y lo presionó una vez. Esperó unos interminables diez minutos, pero nadie vino, así que lo pulsó con insistencia un par de veces más, esperando. Cinco minutos, quince, nada. A lo lejos hubo otro ruido, esta vez de arrastre. Perturbado y con su formación profesional aflorando de forma innata, decidió que debía investigar lo que estaba ocurriendo.

Con muchísimo esfuerzo se irguió en la cama. La espalda y los brazos le dolían bastante debido a la caída y los golpes contra el árbol, pero era tal el grado de adrenalina que sentía, que por un momento olvidó sus hematomas y se concentró en ignorar el dolor. Bajó un pie hacia el suelo, luego otro, sintiendo el frío de las baldosas bajo la planta de sus pies, hasta enderezarse. La bata clínica le quedaba holgada y agradeció aquello, porque tendría libertad de movimiento en caso de que tuviera que salir corriendo, o las cosas se complicaran más de lo que ya estaban, y debiese luchar por su vida.

Caminó hasta la puerta a paso lento, sostuvo el picaporte en sus manos y jaló, mirando en todas direcciones. Los carteles indicando el número de salas, las luminarias del techo y las de las paredes, todas ellas estaban apagadas. El pasillo no era más que una larga procesión oscura semejante a una boca tenebrosa, pero Ryan era un hombre con el criterio del razonamiento primando por encima de todo lo demás, de modo que lejos de sugestionarse, respiró profundamente y entonces exclamó, con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Hola! ¿Alguien puede oírme? —dijo.

Sin embargo, nadie le respondió. El sonido de su voz pareció rebotar de forma extraña en cada pared, y volver hacia él como un eco distorsionado y surreal. Con el ceño fruncido, Ryan salió fuera de la habitación, y caminó por todo el pasillo hasta llegar a la recepción. Boquiabierto, miró a su alrededor con aire confundido, y tuvo que palpar con sus manos el mostrador frente suyo, para cerciorarse de que no estaba teniendo una mala pesadilla.

No solo que todo el suministro eléctrico estaba apagado, sino que además la madera del mostrador de recepción, la planilla con los horarios de entrada y salida de cada médico, e incluso algunos informes clínicos que estaban encarpetados allí, se hallaban amarillentos y mohosos, como si las décadas los hubieran consumido hasta envejecerlos.

—No puede ser posible... —murmuró, en el perpetuo silencio de aquel recinto.

Una suave brisa le acarreó un aroma que conocía perfectamente: el olor dulzón y penetrante de la Sylva Americana. Fue en ese preciso momento en que Ryan sintió verdadera incertidumbre por primera vez, sospechando que aquello era grave. Miró por encima de su hombro, y vio como la puerta de entrada del centro médico estaba abierta. No de par en par, pero sí ligeramente entornada. De hecho, se movía con un lento vaivén, como si lo estuviera invitando en silencio a que se acercara.

Paso a paso, Ryan se acercó a la puerta, apoyó una mano en el marco y tiró hacia adentro, mirando boquiabierto el paisaje que se extendía frente a él, como si estuviera presenciando una pintura de Dalí, completamente surreal y dantesca. Las calles no existían, tampoco las casas típicas de Grelendale, no había coches, ni farolas, ni comercios, ni tendido eléctrico de ningún tipo. En su lugar, tan solo había un valle infinito, envuelto en una atmosfera de desolación y desesperanza.

El aire estaba cargado de un silencio aterrador, interrumpido únicamente por el susurro del viento, que arrastraba consigo el aroma a aquel árbol. El suelo de aquel yermo árido estaba sembrado de cuerpos inertes y retorcidos, manchados con sangre vieja y putrefactos, los cuales parecían ser testigos mudos de una tragedia sin nombre. Algunos yacían en montones desordenados, mientras que otros se dispersaban entre las rocas y la tierra esteril, con sus rostros vueltos hacia el cielo, como si imploraran misericordia en vano.

Toda la vegetación que en algún momento fueron los árboles que bordeaban las aceras ahora estaban marchitos y retorcidos, con sus ramas como garras fantasmales que se alzan hacia el firmamento oscuro. El olor a muerte impregna el aire, una mezcla nauseabunda de carne en descomposición, tierra húmeda, y la Sylva Americana. Las sombras danzan de forma macabra entre los árboles esqueléticos, proyectando figuras distorsionadas aún más oscuras que la propia penumbra.

Ryan dio un paso afuera, boquiabierto, con los ojos abiertos de par en par. Sentía que cada paso a través de este paisaje oscuro era un recordatorio sombrío de la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Sentía cómo en aquel lugar la esperanza se desvanecía de forma implacabale, dejando a los vivos atrapados en un mundo de pesadilla, donde los muertos gobernaban en silencio.

Sin embargo, ¿habría alguien con vida entre tantos cuerpos desperdigados por todos lados? Se preguntó. Y lo que era aún más perturbador: ¿Cómo parecía saber lo que ese sitio, sea lo que sea, representaba para él? Era como si todo su cuerpo pudiera percibir que aquel lugar era una amenaza latente, lo podía sentir en cada fibra de su ser, en cada hueso del cuerpo, una maldad que parecía comprimirlo al igual que la perpetua oscuridad a su alrededor.

De pronto lo vio. A la distancia, la misma figura negra que le había atacado en el bosque se materializó, a varios cientos de metros. Parecía mirarlo fijamente, como si incluso se estuvieran reconociendo mutuamente, y de forma repentina, dio un chillido. Un alarido áspero y antinatural, como si miles de murciélagos gritaran a la vez. Ryan se cubrió los oídos con las manos, aturdido, y de pronto vio con espanto como aquella cosa avanzaba a una velocidad increíble hacia su posición.

Instintivamente, Ryan giró sobre sus pies y corrió de nuevo hacia adentro, buscando el refugio de un sitio seguro. Sin embargo, ¿había un sitio seguro para lo que sea que fuese aquella amenaza? Se cuestionó. Corrió atravesando la sala de recepción sin mirar atrás, llegó al pasillo y antes de doblar el recodo se permitió mirar por encima de su hombro. La oscuridad implacable que lo acechaba ya estaba allí, en las puertas del centro médico. Casi hasta parecía tener algún tipo de atracción propia, como si fuese tan denso y oscuro que podía absorber la propia oscuridad a su alrededor.

Era tan denso que incluso Ryan comenzó a marearse. El olor a la Sylva Americana penetró cada poro de su piel, invadió sus fosas nasales y anestesió sus sentidos como si de repente se hubiera metido un shot de vodka. Haciendo un esfuerzo sobrehumano se forzó a seguir corriendo, o al menos intentarlo. El golpe de adrenalina por la propia supervivencia era tal que incluso se había olvidado de todo lo que le dolía el cuerpo, hasta hace unas cuantas horas atrás.

Su mente se iluminó al razonar aquello, gracias a la idea repentina que se le ocurrió. Adrenalina, eso era lo que podría salvarlo, se dijo. Si aquella cosa estaba utilizando la planta como una especie de droga o sedante, para inducir a sus víctimas a alucinaciones o lo que sea que fuese toda aquella pesadilla, con un golpe de adrenalina podría contrarrestar aquello casi con toda seguridad. Por lo tanto, debía llegar a la sala de enfermería antes de que fuese demasiado tarde.

Corrió tan rápido como pudo, sin voltearse para mirar atrás. No era necesario que lo hiciera, porque cada vello de su cuerpo se erizó al sentir la presencia oscura y mortal de aquella masa negra, persiguiéndolo de forma implacable. A medida que corría, sus ojos intentaban leer tan rápido como podía los carteles encima de cada puerta. Suponía que no debía estar muy lejos, ya que no creía que el centro médico fuese demasiado grande, aunque sí tenía más de una planta y si la enfermería estaba en los pisos superiores entonces estaba jodido, muy jodido de hecho. Sentía aquella oscuridad cada vez más y más cerca, invadiendo sus sentidos con aquel hedor dulzón y penetrante propio del árbol.

Por fin la encontró. Una puerta cerrada con el rótulo de ENFERMERÍA estaba al final del pasillo, y por un momento se cuestionó lo evidente: ¿Estaría cerrada? Si así era, estaba perdido. Sin embargo no lo creía, lo normal era que la enfermería siempre estuviera disponible por cualquier emergencia que surgiera con algún paciente, de modo que sin detenerse en su loca carrera, empujó la puerta con el brazo y todo el peso de su cuerpo, abriéndola tan precipitadamente que incluso hasta golpeó contra la pared.

Sus ojos recorrieron las estanterías repletas de medicamentos como si fuera un niño en una juguetería, hasta que pudo visualizar en una de ellas una caja con cartuchos de adrenalina. Sin dudarlo, tomó una y miró hacia la puerta. Aquella cosa estaba demasiado cerca, podía sentir como la penumbra se iba haciendo cada vez más densa, y sin perder un solo instante sacó el cartucho de su empaque, tensó el brazo y se la clavó como si fuera un puñal. Sintió el pinchazo de la aguja automática y enseguida el resorte saltó afuera del cartucho. Dio una rápida inspiración en cuanto las palpitaciones de su corazón aumentaron, y entonces lo vio.

Ya estaba acorralado. Aquella oscuridad con ojos enrojecidos y enormes estaba de pie frente a la puerta, consumiendo toda la penumbra a su alrededor, distorsionando las formas y absorbiendo la realidad misma, torciendo las estanterías con cada paso que daba hacia él. Aún no era suficiente, pensó Ryan, por lo que con la mente embriagada de terror manoteó un nuevo cartucho de adrenalina, sin detenerse a pensar siquiera en las posibles consecuencias médicas que podía implicar una sobredosis. Arrancó su empaque con los dientes y sujetándolo con fuerza, volvió a inyectarse el brazo izquierdo.

Sintió como si de repente, habiendo estado sumido en un profundo sueño, le hubieran despertado con un shot de cafeína intravenoso. La lucidez latigueó su organismo a la vez que su energía aumentaba considerablemente, casi hasta sintiéndose como si tuviera veinte años de nuevo. A medida que la adrenalina corría por su torrente sanguíneo, vio como las sombras se disipaban de forma vertiginosa, y con ellas, la oscuridad malévola que le perseguía. Poco a poco, todo comenzó a volver a la normalidad: las luces comenzaron a encenderse, el ruido de conversaciones a la lejanía también empezó a hacerse escuchar, hasta que al fin, todo pasó.

Con la respiración agitada se acercó a la puerta abierta, y miró con cautela hacia el pasillo. Al final del mismo podía ver la recepción, perfectamente iluminada, mientras que en ella algunos médicos de guardia bebían café y charlaban con dos enfermeras. La adrenalina había surgido efecto, y reforzaba su teoría de que con toda seguridad aquello, fuese lo que fuese, utilizaba la Sylva Americana como una potente droga alucinógena. Por lo tanto, antes de abandonar el recinto, volvió a la caja con los paquetes de adrenalina y tomó unas cuatro o cinco, por si acaso. Las escondería entre sus ropas al llegar a la habitación, y si aquella mierda le amenazaba de nuevo, no le permitiría que jugase con su mente otra vez, se dijo.

Aprovechando que estaba descalzo y que todos parecían concentrados en su charla, corrió con rapidez hacia su habitación. Justo cuando iba a cruzar la puerta, vio como un médico miraba en su dirección, y juraba que le había visto. Maldiciendo entre dientes, abrió la puerta del armario, metió las inyecciones de adrenalina entre sus ropas y se abalanzó encima de la camilla, volteando de espaldas a la puerta. En efecto y tal como había previsto, pocos instantes después un médico asomó a través de ella. Ryan cerró los ojos, luchando por respirar tan suave como podía, y no se movió.

—Señor Foster, ¿está despierto? —susurró el médico, confundido.

Ryan continuó inmóvil, haciéndose el dormido, con los ojos apretados mientras rogaba mentalmente que no lo descubriera. Hasta que logró escuchar la puerta cerrarse tras su espalda, y solo en ese instante, pudo resoplar aliviado.  

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