epílogo
—Jerahmeel... Jerahmeel... —se sentía mareado. Desorientado. Había perdido al niño, no lo encontraba entre tanta gente. Tantos humanos, el aroma a sangre que emanaba cada uno lo estaba enloqueciendo, podía notar como algunos se detenían en su camino para verlo. Estaba consciente de la sangre en su ropa, estaba consciente en la suciedad de sus manos y de su cuerpo. Estaba consciente... Pero tan perdido. No encontraba a Jerahmeel. A su Jerahmeel, aquél bonito ángel misericordioso.
Tambaleó, estaba mareado. Quería ver a Jerahmeel y regañarlo por sus acciones. Tal vez, le diría que se fueran de ahí, quería llevárselo lejos de aquél lugar. Entre toda aquella gente conservadora, odiosa, Lían se detuvo, sentía algo extraño en su cuerpo.
—Señor... Señor —escuchó a su lado. Se volvió con rapidez y notó la mano de un infante apartarse de él—. ¿Se encuentra...?
Lían retrocedió al instante en el que el niño se quedó congelado ante su mirada. Sus ojos rojos aún causaban impresión en los humanos, y se cubrió, mantuvo la vista baja al segundo que observó cómo el niño se alejó, mirando a todos lados y apuntando hacia él.
Por el mismísimo Jerahmeel... Ese no era un buen momento para estar entre las personas.
—¡Es un demonio! ¡Un servidor de Lucifer está entre nosotros!
Las orbes carmesí de Lían recorrieron la mirada de todos, sostuvo con fuerza el bastón tratando de ver alguna escapatoria entre tantos humanos. Podía oler el miedo, el rencor, hasta el odio que sentían.
Sus pies retrocedieron ante los mortales, aquellos que se lastimaban y tardaban en sanar. Lían apretó la mandíbula al escuchar los insultos, su mente retumbó con fuerza cuando escuchó aquellas estúpidas oraciones. Dios, aquél Dios que jamás lo ayudó en su mortalidad, ése que le rogó miles de noches, miles de vidas en sus plegarias. Y nada. Se sirvió como ofrenda, entregó su vida, entregó la luz para obtener una oscuridad eterna frente a él.
¿Dios todo lo ve? Rechistó, tan enojado, abatido e irritado. Veía a las personas, cada segundo aumentaban más y más, como miles de hormigas al destruir un hormiguero. Sus ojos rojos recorrieron cada alma, toda la fe que se iluminaban en sus ojos.
Aquella que Jerahmeel llegó a poseer un día.
Su fe ciega, monstruosa. Porque Lían no había visto peor bestia que el ser humano, porque él mismo, en su gran esplendor, había olvidado la crudeza de aquella naturaleza. Porque en la inmortalidad había comprendido muchas cosas, en lo detestables que eran.
Y el único que valía la pena no estuvo para presenciar la verdadera naturaleza de aquellos demonios.
—¡Señor Thomas! ¡Señor! —golpeó la puerta con desesperación, el pequeño infante llevó una mano a su gorrito y volvió la mirada a todas las personas que corrían hacia la gran plaza. Volvió a golpear la puerta, más fuerte, gritando el nombre del cura que vivía en ella. Esta fue abierta con rapidez, y la mirada cansada del viejo hombre se clavó en el niño. El infante bajó un escalón de la entrada cuando la señora Míriam se asomó a la puerta también.
—¿Qué sucede? —preguntó el hombre. El niño bajó, tomando el palo astillado que había dejado en el suelo.
—¡Uno de ellos está aquí en el pueblo! ¡De esas bestias que se llevan a los otros niños, está aquí! ¡Por el amor de Dios venga, hay que matarla! —gritó y salió corriendo con las demás personas. El hombre fijó la mirada en la multitud, en los gritos, en el nombre de Satanás que se oía a lo lejos.
—Míriam... Regresaré después, por favor no... —el hombre agarró una vieja caja de metal junto a un mueble, la mujer lo tomó del brazo justo cuando cruzó la puerta.
—Yo... Iré a la Iglesia. Esas cosas no se acercarán a la casa de Dios. Por favor, cuida de las personas...
Asintió y salió de la casa, la mujer cerró ventanas y puertas. Corrió a la segunda planta y tomó el crucifijo de su difunto padre, y sus ojos se quedaron quietos, al igual que su cuerpo y su mente, observando la habitación de su hijo. La puerta estaba abierta, las luces prendidas, su corazón se oprimió con fuerza, si esa cosa había tomado a su Jimmy, esperaba que el pueblo entero lo asesinara de una vez.
Cerró la puerta de la habitación y se encaminó hasta la Iglesia.
Corrió con rapidez, las personas tomaban cualquier cosa que funcionara como arma, crucifijos y agua bendita de sus casas. El gran gentío se preparaba para asesinar a los hijos del Diablo. Su corazón palpitaba con fuerza y la respiración tan calmada que había tenido se transformó en una gran desesperación.
Cuando llegó a las puertas de la iglesia se encontró con la entrada vacía, todas las personas corrían hacia el hijo del diablo o a ocultarse en sus casas. Ella se detuvo un segundo, oyendo gritos desgarradores por todos lados. Se encogió y se abrazó a sí misma, abrió las puertas grandes de madera y el ruido resonó por todo el gran lugar. Asientos vacíos, luces prendidas. Su vista quedó paralizada.
Tan quieta estaba en aquél lugar que no prestó atención a los gritos afuera. Sino que su piel se erizó por completo, todos sus instintos se durmieron y su corazón se estrujó con fuerza en su pecho. El charco de sangre roja manchaba el suelo de la iglesia, el grito a muerte se marcaba desde el suelo y trepaba por las paredes. El cadáver de una persona era devorado sin piedad, la piel destruida se estiraba y era digerida por un ser diabólico.
—Por el amor de Dios... —susurró, sin poder moverse, sin siquiera tener las fuerzas suficientes para pegar un grito. Su cuerpo temblaba, pero no respondía al miedo que crecía en su interior.
Sus pies retrocedieron con lentitud mientras sus ojos no se despegaban de aquella pequeña figura ensangrentada. El demonio se detuvo, y el tiempo paró para ella, los minutos no pasaban y ante los ojos de Jesús ella pudo ver el rostro de la maldad, la bestialidad de aquél ser.
Sus ojos rojos la paralizaron, la sangre que recorría toda su piel le revolvió el estómago. Sus colmillos filosos detuvieron su movimiento. El cabello castaño mugriento en tierra y sangre, en las garras cubiertas de pies que tenía en las manos. Sus ojos recorrieron su rostro, aquél rostro joven, el pequeño rostro ensangrentado de un pobre niño.
Jimmy. Su pequeño Jimmy siendo tragado por la maldad del diablo.
Su cuerpo cayó al suelo de rodillas, su corazón se detuvo en un gran vuelco. Su corazón de madre se destruyó por completo. Lo miró, lo miró ahí de pie bañado en sangre, en el suelo cubierto de rojo carmesí, el suelo de la Iglesia. Sus manos se apretaron con fuerza y sintió cómo sus uñas cortaban su propia carne, porque no lo creía, no lo creía. Porque en todo su llanto y su dolor finalmente lo había encontrado, finalmente habían escuchado sus plegarias por verlo una vez más. Pero era distinto.
Era distinto.
Sus ojos no se despegaban de aquellos carmesí, de aquellos colmillos, de aquella mirada brillante, monstruosa. Porque Mirian vio en él algo extraño, porque su instinto de madre lo rechazaba aún cuando sabía que esos eran sus ojitos, que seguían ahí sus pómulos, su estatura baja y sus labios color sandía. Pero no era. No era Jimmy. Porque Jimmy no se atrevería a dañar, porque su carita siempre mantenía una sonrisa cariñosa y unas mejillas ruborizadas. No así. No con el rostro bañado en sangre.
—Jimmy... —susurró, un nudo doloroso se presentó en su garganta. Petrificada, con los dedos ardiendo por tocar a su niño—. Jimmy... Oh... Mi niño... Mi bebé...
Jerahmeel la miró con intensidad, levantándose, dejando a la vista su ropa mugrienta. Aquella con la que ella lo vio una última vez. Sucio, sangriento. El niño dio un paso, sus colmillos goteaban sangre, su rostro manchado la aterraba, pero era su hijo. Su bonito niño.
—Mamá... —mencionó y la mujer se rompió a llorar. Su bebé. Su bendición de Dios había sido transformado en un completo monstruo que devoraba personas—. Mamá... Te extrañé mucho.
—Jimmy... Mi bebé no... ¿Por qué Dios? ¿Por qué me castigas así? —la mujer rompió en llanto, bajando la mirada al suelo, quebrándose. Porque le había llorado día y noche, porque había pensado lo peor, lo peor a cada instante. Le habían robado a su hijo de la noche a la mañana, se lo habían arrebatado, y había tenido el corazón en la boca durante meses enteros, mirando su habitación, su cuarto, su cama. Esperando. La mujer miró sus manos cubiertas de sangre, en las heridas.
Jimmy se quedó parado, de pie. Tan confundido.
—Mamá... Mírame. Mírame. Soy un ángel —susurró con la voz bajita—. Soy un servidor... De mi Señor.
La mujer sollozó con fuerza, tomándose del cabello, gritando tan fuerte que el niño retrocedió. Su madre sufría, sufría tanto y él no sabía la razón. Se volvió mirando la figura de Cristo colgado, justo ahí. Sintió cómo sus ojos quemaban, pero no le importó. No le importó. Miró al cura en el suelo. Muerto. Tal vez Dios estaba enojado con todos los humanos. Tal vez por eso su madre sufría. Se volvió y se acercó a su madre. La tomó del rostro y acarició sus mejillas.
—Mamá... —y su madre lo tomó de los brazos con fuerza. Jimmy se asustó de repente, sintiendo cómo las uñas de su madre se incrustaban fuertemente en su carne.
—¡¿Qué hiciste con mi hijo?! ¡¿Qué le hiciste a mí hijo, Demonio?! —gritó y Jimmy la empujó con fuerza, asustado. Su madre se estrelló contra los asientos, un gran golpe resonó en la Iglesia y la sangre empezó a caer por su frente—. ¡Devuélveme a mi hijo! ¡Devuélveme a Jimmy!
Retrocedió con rapidez. Su olfato se embriagó del aroma a sangre fresca que emanaba su madre. Apartó la mirada. Su piel quemó con más intensidad, su garganta empezaba a sentir el gusto a sangre. Se estaba adentrando mucho a la Iglesia. Debía salir. Debía salir.
Corrió lejos de su madre, tirada en el suelo y llorando con tanta fuerza que no se atrevió a volver la vista. Cuando salió de la Iglesia sintió cómo su cuerpo se aflojó entero, se miró las manos, los brazos. Las heridas empezaron a sanar. Miró a su alrededor y se escondió de algunos. Aún estaba shockeado por la reacción de su madre, y recordó. Recordó las palabras de Lían en su mente.
Los humanos no lo querían.
Pero ¿Por qué? ¿Por qué? Se repetía tantas veces esa pregunta que lloró por su madre. Era un ángel. Un ángel de su Señor. No lo entendía. No podía comprenderlo. Tal vez era mejor irse con Lían. Salir de ahí.
Levantó la vista con rapidez, el frío de la noche envolvía a la ciudad en niebla, sus oídos escucharon el murmullo de la gente. Los gritos, muchos gritos de niños, mujeres, hombres.
Lían.
Se levantó, desorientado, su cuerpo caminó con rapidez a medida que avanzaba, tenía miedo de toparse con alguien y que volvieran a atacarlo. Se abrazó más y sentió el aroma al miedo en el aire, había una fogata enorme que sobresalía por el cielo. Iluminaba la niebla cuando Jerahmeel pudo notar la presencia de los humanos. Su cuerpo se escabulló con rapidez y encontró los gritos de Lían.
Su ángel. Su querido ángel que había cuidado con tanto esmero estaba colgado del palo principal del pueblo. Donde se sacrificaban a los hombres malos que no merecían el cielo. Y Lían, Lían ardía en llamas mientras miles de estacas le atravesaban el cuerpo, mientras su sangre se escurría por el carbón. Los gritos lo pusieron sordo, sus ojos rojos quedaron petrificados al ver a su ángel. A su Lían.
Se acercó incrédulo. Se acercó a un cuerpo que aún estaba consciente de que era quemado. Los ojos de Lían dejaban reflejar las llamas ardientes. Su piel ardía, su piel ardía en llamas, se pelaba, se cortaba en su propio jugo y la mirada de Jerahmeel se dilataba con cada hilo de sangre que veía, en el pecho de Lían, en sus brazos, en las cicatrices que se empezaban a borrar por el quemar del fuego. El cuerpo de Jimmy tembló, tembló, porque sus ojos se volvieron a todas las personas, porque gritaban, escupían, porque aborrecían a Lían. El cuerpo de Jimmy se abalanzó tratando de salvarlo.
Estaban quemando a un ángel.
—¡Lían! ¡Lían! —gritó y no le importó tocar el fuego. Sin embargo, sus manos se alejaron automáticamente de estos. Se miró, la piel ardía. Ardía con tanta fuerza. Las oraciones lo quemaban. Miró las maderas, los crucifijos bendecidos de la iglesia, todo. Lo quemaba, lo quemaba con tal intensidad que no lograba entender porqué—. ¡Lían! ¡Lían por favor! ¡¿Qué le hicieron?! ¡¿Qué le han hecho?!
La multitud se quedó callada, mientras Jimmy dejaba caer lágrimas de sus ojos. Se tapó el rostro. No podía tocar eso. No podía hacerlo...
—Jerahmeel... Jerahmeel... —escuchó la voz de Lían y levantó la mirada, el rostro del vampiro estaba quemado, su cabello, sus mejillas, la sangre bañaba su piel y sus ojos rojos estaban brillantes. Sufría. Lían sufría—. Mi ángel de la misericordia. Mi angelito...
—¿Jimmy? —escuchó a sus espaldas y sus manos se despegaron de su rostro. Pudo notar la sangre en ellos. Furioso. Tan furioso por todo. Se volvió con rapidez y vio a su padre parado frente a él. Con la biblia y un crucifijo en la mano—. James.
—Tú... —susurró. La voz ronca salió de sus labios, sus uñas puntiagudas, negras, rasgaron el suelo con fuerza. Su piel volvió a quemarse. Tierra bendita. Lloró con fuerza.
—James. —susurró su padre, escuchando cómo la gente del pueblo hablaba sobre su hijo. Su hijo, aquél que ahora lloraba sangre a los pies de un demonio.
El pueblo entero miraba al padre en busca de una solución, mientras se juzgaba la mirada carmesí de Jimmy, mientras los padres susurraban mil lamentos por el niño.
No sabían si atacar entre todos. O dejar que el propio padre acabara con el sufrimiento de lo que alguna vez fue su hijo.
—Perdónalos Señor, por favor perdona sus pecados —se escuchó al niño decir, este levantó la mirada. Su padre vio la sangre en la barbilla temblorosa, su cabello largo, sucio, tan mugriento. Miró como su piel se quemaba ante la tierra santa. Los colmillos que adornaban la dentadura de su hijo, aquellos ojos. Aquellos ojos.
Demonio.
—James... —volvió a susurrar. Su hijo lo miró—. Acércate. Ven aquí.
Jimmy se quedó quieto en su lugar, recordando cómo su madre lo atacó. Se levantó y dio un solo paso. Cuando sintió cómo su piel ardió con fuerza. Su cuerpo retrocedió por completo tirando aquél crucifijo que tanto había cargado antes y ahora le quemaba la piel. Sus pies tropezaron y las llamas lo envolvieron con rapidez. Cayó al suelo y se arrastró lejos de su toque. Su piel ahumada estaba cicatrizado con lentitud. Observó cómo el cuerpo de Lían caía al suelo de golpe, las estacas incrustadas en su cuerpo se movieron y su ángel no emitió sonido alguno. Intentó acercarse y un hacha filosa separó el cuerpo de Lían de su cabeza. Las manos de Jimmy temblaban y el impacto no lo dejó emitir ruido alguno. Su mirada se levantó y divisó al dueño de la veterinaria salpicado de sangre.
—Por los niños. Y por tu alma. Jimmy.
Por su alma. Por su maldita alma. El rostro de Jimmy se frunció, se frunció porque dentro suyo aún seguía siendo un niño de doce años, porque dentro suyo Lían era un ángel, era un ser bonito, porque fue en aquél instante que la inocencia que el vampiro adoró de Jerahmeel finalmente desapareció. Y gritó, gritó porque sus manos se enterraron en la piel pegajosa del pecho de Lían, porque ahí estaban las cicatrices, ahí estaban las cicatrices de sus alas y nadie las veía. Porque Jimmy dejó caer lágrimas tras lágrimas porque los humanos no entendían. Porque eran malos. Malos. Porque su madre y su padre lo habían abandonado.
Se levantó, su cuerpo lleno de tristeza, la sangre caía de sus ojos y sus manos temblaron en miedo e ira. Tomó la estaca más grande y la arrancó del cuerpo de Lían. La piel empezó a quemarse con rapidez y a Jimmy no le importó. No le importó.
—Sus pecados no serán perdonados —gritó y su rostro se transformó en ira. Sus ojos se agrandaron, tan rojos, furiosos. Las venas violáceas se marcaron y la sangre en su piel se intensificó más ante su blancura. Los colmillo de Jerahmeel crecieron—. ¡Ninguno de ustedes aquí presentes será perdonado por haber matado a Lían! —su boca se manchó de sangre, y sus manos se aferraron a la estaca. Y gritó, gritó y su voz salió monstruosa y ajena—. ¡¡Dios no perdonará esto!! ¡No lo hará, no lo hará! ¡Todos ustedes serán masacrados hasta que sus sucias almas estén hundidas en el infierno! ¡Y no habrá Misericordia para nadie. Para nadie!
La gente lo miraba aterrorizada, y cuando Jerahmeel clavó la estaca en el pecho de su padre, y le arrancó la garganta con sus dientes el mundo enteró retrocedió. Las plegarias se intensificaron y la gente empezó a caer muerta en nombre del ángel.
Jerahmeel no ofreció misericordia a los hombres, no ofreció perdón a las mujeres. Y los niños lloraban asustados en sus sótanos, esperando que aquél demonio con nombre santo no viniera a matarlos. Pennsilvania en todo su esplendor se quedó sin adultos, se llenó de cadáveres y la sangre gobernaba las calles. El cuerpo del ángel maldito que fue decapitado apareció en la Iglesia. Postrado frente a Cristo.
Y los niños jamás olvidaron el rostro de aquél ángel. Pennsilvania entera fue marcada por aquella calamidad que todos los años empezó a acechar.
El niño que nació de un padre que le oraba a Dios y una mujer que salvaba vidas, un niño creyente que devoró a una población entera. Un demonio que decía... Haberse enamorado de un Ángel maldito.
He aquí... Pennsilvania, misericordia perdida.
La masacre de Jerahmeel.
Muchas gracias por leer.
HUNTER.
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